El otoño había llegado muy pronto y los árboles caducos ya empezaban a vestirse con sus hojas de calidos colores. Solo los altos pinos y las hiedras seguían manteniendo su color verde de siempre y muchos de los animales estivales recogían ya sus últimas provisiones para un invierno que se avecinaba largo como ningún otro.
El cielo parecía más cercano que nunca con unas grises nubes pegadas a las altas montañas, sin dejar pasar los últimos rayos del sol y el mundo entero parecía sumido en ese extraño sopor que avecina el cambio de estación, cuando un joven muchacho salía de su humilde casucha con su inseparable arco a la espalda.
Siempre que cogía su arco recordaba como tantos años atrás, cuando tan solo era un crío, su ya fallecido padre pasó las largas horas del invierno enseñándole a fabricarse su propio arco. Aquel primer arco que guardaba colgado de la pared como si fuera el mayor de sus tesoros.
Recordaba con una sonrisa como sus manitas de niño se movían despacio, imitando los movimientos del padre mientras lijaban la dura madera de tejo y como desesperó intentando trenzar las crines de caballo para hacerse su primera cuerda. Recordaba como si hubiese sido ayer mismo que su padre y el se sentaban junto al fuego de la sala para elegir las mejores plumas de ganso y las ramas perfectas para crear sus primeras flechas e incluso recordaba el dolor en sus manos al tallar sus primeras puntas de caza de una gran roca de silex cogida por ellos mismos en un lugar que solo su padre, y ahora el, conocían.
Todos estos recuerdos se agolpaban en su cabeza mientras se despedía de su ya anciana madre, hecho todo un hombre, para salir en busca de la carne con la que subsistirían aquel invierno.
Cogió su jubón, con provisiones para varios días y con una sonrisa melancólica se alejo con dirección al bosque que se extendía mas allá de la pequeña valla de piedra que protegía su propiedad. Hacia las montañas de la Luna, las montañas que le habían visto nacer y crecer. Un lugar tan grande e inhóspito que solo alguien como el, que había crecido a su sombra y jugado en su espesura se atrevería a adentrarse en ellas.
Caminó y caminó, siempre hacia el norte, hacia las altas cumbres, mientras sus pasos sonaban amortiguados por la hojarasca caída año tras año y no pudo evitar pensar que muy pronto, una nueva capa de hojas se sumaria a las ya podridas que ahora pisaba en un ciclo sinfín, hasta que las primeras nevadas cubriesen el mundo con su manto helado.
Durante aquel día no se preocupó mucho de hacer ruido ni hizo mucho caso de los rastros que los animales dejaban a su paso pues una de las primeras lecciones que le enseñó su difunto padre fue que nunca había que agotar esos preciados recursos gracias a los cuales sobrevivían y aquel verano ya había estado cazando por los alrededores así que esta vez debería alejarse un poco mas, adentrándose en lo mas profundo de aquella grañidísima cordillera.
En el pueblo se contaban muchas historias y leyendas sobre las montañas de la luna, pero aquellas eran historias de las que un cazador aguerrido como él no podía hacer caso si quería adentrarse en ellas sin temor a ser atacado por brujas horrorosas o por ogros de las cavernas. Aquello solo eran historias que se contaban a los niños o a los borrachos y el conocía tanto aquellas montañas que estaba convencido de que nada podría sorprenderlo.
Paso varios días caminando por la espesura y durmiendo con las estrellas como único manto hasta que llegó a las inmediaciones de un pequeño valle protegido por grandes acantilados rocosos en cuyo fondo podía verse el reflejo del sol en un pequeño lago de montaña que se alimentaba de las nieves perpetuas, cuyas aguas eran tan claras y frías que ni siquiera las algas podían crecer en ellas. Tan claras que incluso en su parte mas honda podían verse claramente las rocas del fondo y los tritones nadando entre ellas.
El muchacho decidió que aquel sería tan buen lugar como cualquier otro para su cacería por lo que montó su rudimentario campamento junto al lago y cenó frugalmente mientras el sol comenzaba ya a declinar por el escarpado horizonte. Aquel era su momento, el momento del cazador. Cuando las sombras se alargan y los animales del bosque comienzan sus andaduras nocturnas.
Cogió su fiel arco y el carcaj lleno de flechas nuevas para comenzar su cacería dando rodeos cada vez más amplios alrededor del lago.
Había cambiado sus botas gruesas por unos calzos de cuero suave que apenas hacían ruido con el movimiento y sigiloso como un gato escrutaba el húmedo suelo en busca de huellas frescas. Poco a poco pudo ir haciéndose una idea de los animales que por allí habitaban. Con tan solo ver unas huellas, y gracias a la seguridad que la experiencia le otorgaban, el joven podía saber el tamaño del animal, si tenía alguna enfermedad o discapacidad o cuanto tiempo hacia que había pasado por allí. Unas simples huellas le relataban a su mente entrenada la vida y vicisitudes por las que el animal pasaba.
De pronto, un sonido de rocas cayendo llamo su atención y forzando un poco la vista pudo distinguir a una gran cabra Montesa que bajaba por una escarpada pared, con una agilidad inusitada para su tamaño, hasta llegar a la orilla opuesta para saciar su sed.
El joven la observó en silencio unos minutos pero lo descartó enseguida pues estaba demasiado lejos y era muy arriesgado intentar acercarse sin espantarla, por lo que en cuanto vio que el animal se alejaba de nuevo hacia sus escarpados dominios, siguió con su búsqueda durante horas sin descansar.
Una luna creciente, tan fina como una sonrisa traviesa se alzó poco a poco en el firmamento mientras el joven se afanaba por encontrar lo que tanto ansiaba, cuando al fin, entre la maleza que lo rodeaba comenzó a escuchar los típicos gruñidos que los cerdos salvajes hacen al rebuscar entre la tierra.
Los sonidos le indicaban que había mas de uno por lo que el muchacho extremo las precauciones pues sabia de primera mano lo peligroso que podía ser un cerdo salvaje y con todo el sigilo del que era capaz se acercó poco a poco a un pequeño claro en el bosque, donde una familia entera de cerdos retozaba y hociqueaba sin percatarse de su presencia.
El joven los observó unos minutos y pronto se dio cuenta de que en verdad era una cerda con sus cinco retoños ya casi adultos por lo que enseguida supo el muchacho lo que tenía que hacer. No intentaría matar a la cerda, centraría sus esfuerzos en alguno de sus retoños pues sabía que su carne era más tierna y además, la cerda podría traer al mundo a más retoños pero si mataba a la madre, probablemente ninguno de ellos sobreviviría al invierno.
Aquellas eran las decisiones que un cazador experimentado y responsable debía tomar y el muchacho sabía muy bien que la carne de un animal de aquellos les daría de comer durante muchos días, por lo que extremando las precauciones se colocó lo mas cerca que pudo de la piara y colocó una flecha en el arco.
Aquel era el momento mas tenso de todos pues sabia que solo tendría una oportunidad, solo podría disparar una flecha y debía apuntar bien, pues un mal tiro podía dar como resultado un animal gravemente herido o una estampida muy peligrosa para si mismo, por lo que respiro hondo, tensó el arco y contó hasta tres antes de soltar el proyectil.
La flecha dio en el blanco y uno de los retoños cayó al suelo casi instantáneamente con el asta de la flecha sobresaliéndole del corazón.
El resto de la piara apenas se percató de nada, solo la cerda, al ver caer a su hijo se acercó para ver que le había ocurrido. Lo olisqueo unos minutos y tras un gruñido se alejó con el resto pues así era la vida en las montañas, muy pocos sobrevivían, no había tiempo para duelos y la cerda tenía que proteger a los cuatro cerditos que le quedaban con vida, por lo que se alejo adentrándose en la espesura, donde sabia que estarían a salvo.
El joven espero un rato en silencio, hasta que estuvo seguro de estar solo y solo entonces se acercó al claro para con manos diestras despellejar y limpiar al animal lo mas rápidamente posible para que su carne no se estropeara y acto seguido se alejó cargando con él hacia el campamento, dejando atrás los restos inservibles para que otro animal pudiese alimentarse de ellos.
Pronto llegó un nuevo amanecer y solo entonces el muchacho se relajó dispuesto a dormir y descansar.
Así pasaron varios días, en los que el joven dormía de día y faenaba de noche. Varios días en los que consiguió cazar un par de conejos y un corzo por lo que aquella noche decidió descansar ya que si cazaba algo mas no podría transportarlo y matar por matar no era algo que a el le hubieran enseñado nunca.
Se sentó junto al lago y con la vieja navaja de su padre comenzó a tallar un trozo de madera, una actividad que le relajaba profundamente, mientras canturreaba una vieja canción que su madre le cantaba para dormir, cuando algo le despistó del trozo de rama que tenía entre las manos.
Por el rabillo del ojo le pareció ver un destello, como un reflejo de la Luna en el lago pero lo que le extraño fue que aquella noche era la primera noche sin Luna. Observó los alrededores para no ver más que oscuridad y escuchar solo los lejanos aullidos de los lobos y el ulular de un búho cercano, pero en el momento en el que volvía a centrar su atención en sus manos de nuevo le pareció ver un extraño reflejo en la otra orilla del lago.
Esta vez, la curiosidad pudo con el joven quien se levantó y con paso lento se dirigió hacia donde lo había visto, una zona de la orilla en la que los troncos de los pinos llegaban hasta tocar con sus raíces el agua.
Allí no se escuchaba nada fuera de lo común pero, de nuevo, aquel reflejo paso veloz entre la maleza. Era como un rayo de luna que tuviese vida propia y se dedicara a jugar en el bosque.
Por un momento, todas las historias de criaturas extrañas que había oído se pasearon por su mente pero como era un hombre pragmático las desestimó todas para dejar paso a la curiosidad de aquel que cree conocer todo lo que le rodea y se encuentra con un nuevo misterio.
Hizo acopio de todo su sigilo, se acercó poco a poco a la orilla, mirando donde ponía los pies antes de dar un paso y apartando las ramas mas bajas de los árboles con todo el cuidado del que fue capaz, y así, mientras apartaba una gruesa rama lo vio por primera vez.
A solo unos pocos metros de él pudo ver, con ojos como platos, al animal mas magnifico que ojos humanos podrían ver. Ante él tenía una criatura sacada de leyendas y cuentos para niños. Un unicornio.
Su tamaño era parecido al de un corzo pero su pelaje albino brillaba hasta casi dañar la vista y sus crines plateadas refulgían como agua de Luna. Sus esbeltas y largas patas se metían en el agua del Lago y el muchacho pudo observar como el agua brillaba a su alrededor. Pero lo que más destacaba de aquel magnifico animal era su largísimo cuerno en espiral que parecía estar hecho de nácar y cristal y lanzaba destellos haciendo retroceder las sombras alrededor suyo.
El muchacho aún tenía la rama agarrada y de la sorpresa la soltó sin querer provocando que le pegara en la cara, con lo que soltó una exclamación.
El unicornio se sobresaltó y de un grácil salto salió del agua para encarase con el muchacho, quien así pudo ver aquellos grandes ojos, tan negros como el abismo, mirándole directamente con una profundidad que solo un ser antitemporal como el podía poseer. En aquella negra mirada se reflejaban tal paz, sabiduría y fuerza que el joven no pudo evitar el impulso de arrodillarse, juntar las manos frente a la cara y llorar como el niño inocente y soñador que en su día fue.
Aquel animal era lo más hermoso y majestuoso que había visto, y que seguramente verían sus ojos de mortal y un montón de sensaciones que creía tener olvidadas se agolparon dentro de su pecho, haciéndolo sentirse tan pequeño e ignorante como un bebe de pecho.
Frente aquel ser de fantasía no podía haber mas que bondad e inocencia. Era como si su sola presencia alejara los oscuros sentimientos. Todos los miedos, indecisiones, malos pensamientos y malas ideas que cruzan la mente humana hubiesen desaparecido del mundo. Ante aquel animal el mundo parecía algo fantástico y maravilloso que descubrir, y todas esas sensaciones se amontonaban en el joven mientras lloraba, por primera vez en su vida, de verdadera felicidad.
Las miradas del joven y el unicornio solo se cruzaron unos instantes antes de que el animal huyese entre la espesura del bosque haciendo que con su marcha, el mundo se oscureciese de nuevo, pero esos instantes bastaron para que en el corazón del muchacho brotase una chispa, una llama, una luz capaz de iluminar su mundo interior con tal fuerza que, desde aquel mágico momento, sintió que hasta entonces había vivido en un mundo de sombras y miedos y ahora sentía, con una certeza que hasta no había tenido nunca que su corazón poseía una fuerza capaz de salvar cualquier obstáculo que se le pusiese por delante.
Aquel animal de cuento le había hecho el mayor de los regalos con tan solo dignarse a mirarlo unos segundos. Segundos que cambiaron al joven para siempre y de lo cual pudo darse cuenta su madre al verlo regresar a casa con la comida que tanto ansiaban y tanto había costado conseguir.
La anciana mujer, nada mas acercarse y mirar a sus ojos supo que aquel no era el mismo muchacho que marchó unos días atrás. Algo le había ocurrido en el bosque y no pudo evitar recordar a su difunto marido mientras este le contaba las extrañas cosas que se podían ver en lo mas profundo del bosque.
En sus ojos verdes había un extraño brillo que antes no poseían y su sola postura denotaba la seguridad de quien ha visto algo que solo esta destinado a unos pocos de corazón puro. Pero la mujer también intuyó, como solo una madre puede hacerlo, que un gran cambio se avecinaba solo con ver la decisión reflejada en los ojos de su querido hijo.
El muchacho le entregó toda la carne a su anciana madre y la abrazó con tanta fuerza que esta pensó que se partiría, pero el corazón se le detuvo cuando escuchó la grave voz de su hijo susurrándole al oído.
-. Madre. Prometo que jamás te faltara de nada, siempre tendrás algo que llevarte a la boca, pues yo me ocupare de eso, pero tengo que encontrarlo. Tengo que verlo de nuevo y volver a sentir lo que sentí al verlo, por eso mismo me voy. He visto la verdadera luz y ya no puedo vivir entre la oscuridad de este mundo. Estaré bien y te observare y cuidare desde el bosque, mi nuevo hogar.-
Tras decir aquello el joven limpió las lágrimas que corrían por las mejillas de su madre y sin decir una palabra más volvió sobre sus pasos, hacia el bosque, hacia las montañas de la Luna, mientras unos tímidos copos de nieve anunciaban la llegada del invierno.
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