Con cada escalada a la almohada siento un imperativo de la sed advirtiéndome que no vaya demasiado lejos. Que no siga contestando las rogativas del viento encumbrado arriba de la cama. Sólo se trata de atolondrados colibríes que anidaron hace un año en el mismo lugar donde reposo. Para ese mal me recomiendan dejar las ventanas abiertas, acostarme con la luna en las pupilas, dejar al puma rondar la acera de mis sentidos, y tan pronto como cerca, veré rendidas las palabras sobre la cama. Pero, ¿quién habla? Todo no es más que un sueño. Una mujer viene y me despierta con una caricia en mi frente. Unos dedos que apartan mi pelo y trazan líneas de ternura en mi cara. Me vuelvo y ya no está. Sé que estuvo. Pero ya no. Debo levantarme y seguir el día donde lo dejé la noche anterior. Justo allí donde una copa a medio beber, una colilla humeante y un cadáver babeante, metaforizan la mesa. ¡Por supuesto que soy yo mismo! Una especie de prisionero. Un condenado con palabras a medio digerir, a medio pensar, sin vaciar. Eso que tengo en el estómago no es más que una úlcera de vino que brota de mi piel en forma de llaga. Son ronchas de sangre, flores de muerte. Aureolas en mi abdomen donde las moscas y los gérmenes se alimentan de pus. ¿Qué hago para levantarme? ¿Para despertarme de ese sueño solitario? Aún conmigo aquí me siento solitario. Pero no esa la cuestión. Es el pedazo de muerte que encuentro encaparazonada por mi mano y mis dedos, doblegada por el peso inerte de mi ausencia. Es una desfachatez, pero me llamo por mi nombre. Grito. ¡GRITO! Trato de salvar la distancia que hay entre el absoluto fin de mis huellas y el “yo” postergado. Siento que es una pesadilla. No funciona. Busco en mi espalda, en mi columna arqueada algún puñal que sólo un victimario hubiese podido clavar. Ni una señal. Sólo los huesos de una serpiente partiéndome hasta el final de la espalda. Entonces doy por cierto que sí deben ser esas costras fermentadas mi verdadera vocación de muerto intencionado. Esas colonias bacteriales el verdadero motivo por el cual me siento exiliado tan pronto de la vida. ¿Bebí demasiado? ¿Fume hasta a la extinción? No recuerdo nada. Ni un gramo de alguien más percibo en la escena. Es como sí de repente tengo la lucidez de que se trató de un sueño donde yo acabé conmigo. ¡Una calamidad! He permanecido por mucho tiempo dentro de mí que ahora estoy invisible. Ahora en ese instante tengo la clarividencia. Acabo de darme cuenta que ya no hay prisión donde aventarme todos los días para andar en el mundo. No soy más un enclaustrado de este vicio que se llama vivir. Ahora puedo ser yo el fantasma de los otros. Salgo a la calle para entorpecer al mundo de su rutina, convertirme un depredador de hábitos, de voces, de llamados, de nombres. Encontrarme entre tanta gente como un perro callejero al que nadie presta atención. Que está allí como un visionario del tiempo. De los miedos de los individuos. Que se aparea con la noche y aúlla en su lenguaje, uno superior al humano. Porque es así, un perro supera en muchas cosas al ser humano. No depende del tiempo, sino de la vida. Por eso no sufre. Su dolor es una risa precisa en la carrera del niño por apalearlo, destruirlo. Pero tampoco el infante lo sabe, lo de su invisibilidad. Entonces el perro se devuelve y lo muerde.