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Un recorrido hasta las profundidades del deseo muestra cuán impaciente somos las hormigas en el ombligo de una puta. Al ser mínimamente ocupadas por la tentación de desflorar el objeto de nuestro apetito, caemos en dilemas y dudas. Luchamos entre nosotras, devorándonos unas a otras, convirtiendo el vientre de la ramera en un campo de batalla. Los esqueletos de las muertas permanecen por largo tiempo en el sitio. Las vivas reptamos el pubis incoloro y penetramos de nuevo en la guarida húmeda. Con el tiempo la lluvia hacer germinar los exoesqueletos de nuestras antiguas compañeras y comienza la soledad. Porque exactamente en el bosque que nace sobre el ombligo de la puta, hay una paz que se respira que no es comparable con la de ninguna otra parte. El fluir de la sangre en las venas es un río pasajero que atraviesa la floresta y por los poros fecunda a la vida. El tiempo mismo es un armatoste deshecho que reside en la esquina del vientre. El bosque rinde tributo al olvido. Como si de repente se viese invadido por el vacío. Entonces hace su llamado y regresamos las antiguas moradoras. Emergemos en delgada línea de la matriz del recuerdo, hipnotizadas por el sopor aún vivo del letargo sobre nuestras corazas. Y nos ensartamos de nuevo en una disputa sin sentido, terrenal, basada en la salivación del deseo sobre nuestros poros insectos. Las antenas detectan el movimiento de la ramera por el afán de nuestras patas. Volvemos a destruirnos entre nosotras, dejando a nuestro paso devastación y de nuevo vacío; volvemos a matarnos e interrogarnos el signo de la vida enterrado en la sangre. Y la memoria regresa para ocupar el alrededor. Nos posee. |
Texto agregado el 01-10-2012, y leído por 184 visitantes. (2 votos)
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