Esto parece un cuento pero…
Se retuerce, se agita, brama y se eleva en tremendas oleadas de fuerza.
Cae, se sacude y tirita.
Tronando, palpita en esténtores largos y abrumadores. Con un quejido oscuro se aquieta y relaja, se estira en un último gesto agresivo, y se queda asechando como un gato, sobre un techo en una noche de invierno, a una bandada de palomas heladas.
Se mantiene al asecho.
En una tensa espera baja la bruma teñida de relámpagos, de luminosidades verdes y azuladas, asoma una aurora boreal por sobre la ciudad en ruinas. Pero no hay tal aurora: son apenas las cinco de la tarde. Y tampoco es boreal: estamos en una ciudad del Sur del Mundo, más allá de todo lo conocido, en medio de uno de los desastres naturales más destructores de los tiempos modernos.
Cae la noche sobre la tierra desbastada y sobre los destruidos paisajes urbanos se desploma un gemir largo y delirante, un desgarro de lienzos y de largos cristales se desprende de las bocas de los que aún pueden gemir. Es un solo aullido que se desprende de las ruinas y de los escombros. Las sirenas acusan llamados de auxilio y la búsqueda se inicia primero entre los despojos y luego entre los residuos de esperanza.
Viajamos hacia el norte, por entre los campos aún espantados, giran las ruedas y, por esta única vez, todos los pequeños nos mantenemos en silencio. Abrumados. Sobrepasada nuestra capacidad de entender, vemos, gracias a los relámpagos, las ruinas, los enloquecidos animales enredados en las hebras de las alambradas, los gestos desesperanzados de los campesinos que la piadosa noche que cae, decide ocultarnos.
Hay, a intervalos espaciados, reflejos de fuegos lejanos y de ruinas. Uniformes y vehículos a la vera del camino, algunos volcados, otros prestando ayuda. Grupos de personas van por el borde de la calzada y nos miran con ojos en que se refleja la envida, la sorpresa y el miedo, miedo, mas que nada eso.
Un desgarro de las nubes deja pasar un claro de luna rojizo, frío, mezclado con goterones de agua y tierra. La noche comienza y no sabemos como acabará. Es un espectáculo que me recuerda las novelas de guerra que mi padre guarda en los estantes de la biblioteca de la casa del campo.
Hemos cruzado lo que queda del puente, los pilares, cuatro viejos troncos de monumentales árboles, apenas soportan los cables, que por lo que se aprecia, fueron estirados hasta lo insoportable. Muchos tablones se han desprendido dejando espacios negros y mortíferos, más el auto, guiado con pericia y más cuidado, logra traspasar por sobre el iracundo paréntesis del río.
La sinuosa estructura, de cables y maderos, se retuerce, se agita, vibra, sube y baja en tremendas oleadas.
Se recoge sobre si misma y tiembla.
Truena, palpita en esténtores gemidos, largos y abrumadores. Con un lamento oscuro se aquieta y relaja, se estira en un último gesto y se tiende sobre la oscura herida del río para ser un gato gris en una noche de invierno, acechando a una bandada de palomas heladas.
Espera.
En el mismo instante en que las ruedas traseras del auto tocan tierra, uno de los cables maestros, más allá de toda resistencia, arrastra su ancla.
Una mortal sierpe de acero latiguea el aire. Silba dividiendo en dos la noche y arrastra tras de sí parte de la torreta del poniente, el toldo del automóvil, el sombrero de nuestro padre y parte de la tablazón del puente.
Salta el coche impulsado por el golpe de acelerador, reacción inconciente al miedo, y desde la protección relativa del camino vemos con horror como también corta sus amarras el otro cable maestro arrastrando hasta la tinta negra del río, el puente en ruinas.
Y un millar de trenes desbocados viajan bajo nuestros pies, que puestos en polvorosa, y para nada humillante fuga, suben hasta el borde del acantilado. La tierra, nuestra tierra, se retuerce, se agita, brama y se eleva. Se eleva y tirita en tremendas oleadas de fuerza.
Y todos nosotros, los pequeños, los adultos y los conejos, aterrorizados, nos enfrentamos por centésima vez, en los dos últimos días, a la fuerza ciega e incontenible de la Madre Tierra.
Lentamente, como en una de aquellas viejas películas del cine mudo, nuestro coche pierde, poco a poco, bajo sus ruedas, el camino que avanza, inexorablemente, hasta el borde del cauce. En breves momentos los negros labios de la noche lo succionan. Un golpe líquido, seguido de un chapoteo, nos hace saber que lo hemos perdido. Y con él, toda nuestra comida y ropas de abrigo e impermeables, los que, gracias al tremendo aguacero que se nos viene encima, son las piezas del equipaje que más amaremos en los momentos del futuro próximo.
Mojados, entumidos, acompañados por la lluvia y por el terror, nos encomendamos al patrón de los seres desvalidos y tratamos de guarecernos bajo el viejo roble del Alto del Puente, quien, amoroso en su soledad, nos cobija por unos momentos hasta que, ya agotado por sus largos años y por un desprendimiento de tierra, se desploma entre quejidos y hojas al viento.
Una dispersión de niños y conejos provocan en los mayores gritos y carreras. De cara al viento, corremos algunos cientos de metros hasta llegar a nuestra casa que nos espera acogedora y seca, en el borde del estero que discurre por entre los árboles de la quinta. Ya en el corredor, propio de toda casa patronal del sur de nuestro país, hacemos un recuento de los refugiados: dos padres y una abuela, tres niños de diferentes estaturas y años, una cuidadora de infantes y nada más.
(A los conejos los encontramos al otro día. Absolutamente aterrorizados murieron de frío y horror a la libertad, entre las maderas del cerco circundante del gallinero en donde, me imagino, intentaron encontrar protección y seguridad. Supuse, en esos momentos, que mis gazapos confundieron a las atemorizadas gallinas con ángeles y murieron felices de entrar en el Paraíso. Claro que junto a los muy muertos conejillos dormían, también, sus últimos sueños las viejas gallinas, un potente gallo y los amarillentos patitos, bajo, por lo menos un metro de agua y los escombros de las perchas del gallinero y los nidales. El estero, taponado por ramas, desechos y lodo, rebasó su cauce y arrasó con el recinto de la huerta, el gallinero y las pesebreras. Respetó los establos, vacíos por la estampida de vacas y terneros, e inundó los graneros y galpones del pasto).
Largos crujidos de las maderas de nuestra casa nos anunciaban que sus fundamentos eran socavados por las aguas del estero y por los temblores que no dejaban de sucederse. La lluvia inundó los patios, luego el corredor y al atardecer entraba por la puerta del comedor y avanzando por la sala y el salón, cruzaba el dormitorio de los papás y salía por un agujero en el piso de mi dormitorio. Ese hoyo no lo conocía. Para mí, al igual que muchas otras cosas que sucedían en esos momentos, como la familia de ratones grises en la mesita de noche, era inédito e indescifrable.
Ha dejado de llover, un sol pálido, tímido y burlón asoma por entre las ramas de los hualles y nos mira, compasivo y querendón; nos sonríe y nos permite abandonar la casa que se retuerce, se agita, brama y se estremece en tremendas oleadas de fuerza.
Tronando, palpita en esténtores largos y abrumadores. Con un quejido, oloroso a recuerdos sin estrenar y muy oscuro, se aquieta y relaja, se estira en un último gesto resignado, y se queda tiritando como tiembla, sobre un techo en una noche de invierno, una bandada de pájaros perdidos.
Y mientras huimos hasta la loma y el sol se mantiene al acecho, vemos que nuestra casa nueva, y perfumada a madera y humos, se sacude, tirita y se deja ir hasta el estero que la recibe entre sus aguas tumultuosas e iracundas.
…fue muy real.
Frans Gris
Los Troncos, La Cisterna,
Santiago de Chile
Círculo de Escritores de La Cisterna
17 de enero del 2009
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