Abuelo?
Por la Internet me han llegado unas fotos, acompañadas de un mensaje: “Como sé que te criaste por estos lados, te mando estas fotografías del volcán Llaima en erupción. Son de recién ayer. Que estés bien, compadre.”
Bajo el sol de enero, se eleva el bostezar de fuego, el hálito de gases y el babear de lava del despierto Llaima
Y eran de una claridad imponente, y de una belleza terrible: Y claro que me llevaron por las rutas de mi niñez, cuando a los pies del Llaima vivíamos con mis hermanos y nuestros padres eran jóvenes y se atrevían a crear un diminuto país entre montañas y ríos, bajo la sombra de los fuegos y los hielos.
Un país nuestro, sin teléfonos, ni caminos, sin trenes ni escuelas. Sólo nuestra familia, sus medios y nuestros vecinos pewenches.
Cada noticia de la civilización demoraba semanas en verano, meses cuando la nieve y las aguas cerraban los pasos y los vados. Sin nuestros amigos, los Carabineros del Resguardo, nunca hubiésemos sabido de la muerte de algún pariente de la ciudad, o de un nuevo nacimiento, menos salir por entre el invierno en las urgencias médicas.
A la caída de la tarde, cada tres semanas, los martes, mi madre calentaba grandes cantidades de agua: “El baño de los carabineros..” explicaba, emocionada y ansiosa. Corría de un lugar a otro. Preparaba comidas espaciales, destapaba tarros de duraznos al jugo, cocinaba algún pollo, buscaba vino. “Para estos sacrificados servidores de la Ley, para los niños que deben venir hambrientos y con frío”. Muchos de estos “niños”, eran varios años mayores que mis padres.
Al trote largo de unas cabalgaduras flacas, peludas y ágiles, como barbados mensajeros de otros mundos, casi ya oscuro, aparecían los policías, llevando de tiro, sus caballos cargueros (o pilcheros como dicen por allí).
Un largo ulular, medio salvaje, medio esperanzado, rompe la media luz del atardecer de invierno. En Las Casas, hace ya un rato largo que un triángulo de pobre luz amarillenta, marca, en la nieve del apeadero, un paréntesis de calor y bienvenida.
“Los “pacos” del resguardo”- comentábamos con mis hermanos. “Los pacos”: palabra misteriosa, con poder suficiente para acallar al mayor de todos nosotros, que según decían los adultos, debía buscar su futuro en los tribunales de justicia: “Éste parece tinterillo” era la sentencia.
Los pacos del resguardo, los Carabineros de servicio como guarda fronteras, traían en sus alforjas, con seguridad, los últimos periódicos, atrasados en tres o cuatro semanas, telegramas, cartas, y lo más esperado por mi mamá, unos fármacos para los dolores de cabeza, que le atormentaban día a día. Cigarrillos para mi papá y caramelos para todos nosotros.
Claro que también llegaban con ellos, informaciones de asaltos y de persecuciones de bandoleros, de malas noticias de la capital y de las familias lejanas, allá en el norte. En más de una ocasión, atravesado en el lomo de un caballo carguero, un cadáver: algún bandido cazado en las montañas cuando trataba de escapar a la Otra Banda.
También, una vez, vi a un Carabinero herido. Malamente herido por una bala bandolera. Curado por mi madre y mi papá, logró superar la perdida de sangre y la infección y luego de las tres semanas que demoró la ronda de su compañero, volvió a montar su, también restablecido, caballo de servicio, para integrarse a sus labores de hacer Patria, por las montañas de esa tierra bella y dura.
Claro que en algún momento de la juventud les perdimos el respeto y el temor a los “pacos del resguardo”.
(¿Por qué les llamarán “pacos”? Vaya uno a saber.)
Con un encargo de mi padre, -mi primera comisión de hombre- crucé un día de enero la cordillera.
A las primeras horas de una aurora cargada de brisas y largas estrías de nubes perfectamente verdes, remontamos, con Miguel, mi escudero y guardián mapuche, el repecho que remataba en una diminuta planicie en donde campeaba, deshilada por los vientos, la Tricolor con la Solitaria Estrella.
Allí, bajo varias capas de pintura, blanca y verde, los colores oficiales de los edificios de Carabineros de Chile, aguantaba el Retén del Resguardo. Apenas adivinábamos las formas contra lo opaco de los cerros, cuando unos perrazos, negros y fieros, dieron la alerta.
Un policía, fusil en mano, medio vestido, nos dio la voz de alto.
Ya reconocidos y al calor de un mate amargo y tortillas, entregamos los mandados de mis padres e informamos de nuestro cometido en el país vecino. Debíamos comprar algunos vacunos para ser carneados y así tener carne fresca durante la cosecha que ya se nos venia encima.
“Así es que tu apá no mata su vacada, eh chicooo, -comento el segundo Gómez, jefe del Resguardo- es que deben ser carazas las vacas overas neiras de raza horlandeza que tu “caico” trajo de las Uropas, he chicooo”.
“Carazas, - apuntó Miguel- Carazas”, remarcó con una chupetada al mate ya casi vacío.
“¿Y en cuando güelven, eh chico. Cuando?”, El sargento 2º Gumercindo Gómez Chandía, jefe del retén fronterizo de Carabineros de Chile, situado en el paso de China Muerta, tenia, y debía, saber la fecha de nuestro regreso, ya que si nos pasaba algo, o teníamos problemas con la Ley del otro lado de la Frontera, él avisaría a mi padre y a nuestras autoridades, e iniciaría las investigaciones, como corresponde a su investidura.
Trescientos metros más al oriente, el puesto policial del país vecino.
Mediada la mañana partimos, cruzamos la tierra de nadie, sin ser detenidos por la Gendarmería argentina, por una larga y sufrida pendiente, hasta el portillo del paso entre dos cerros enormes y luego la bajada, suave, arenosa y, a cada paso, menos fría.
Por la tarde, serian las seis y ya casi anocheciendo, a la orilla de la huella, tostamos charqui, lo pusimos a hervir con manteca, harina tostada y un poco de ají. Y mientras se cocinaba todo aquello con unas papitas picadas a lo largo y unas cebollitas a la pluma, desensillamos los caballos, los trabamos y nos aprestamos a comer y a dormir bajo un cielo casi negro, sin luna ni estrellas, cubiertos solo con los ponchos.
En una estancia, hallamos un buen piño de novillos indianos, gordos y medios salvajes. A buen precio y mejor rebaja, pagamos al contado en pesos argentinos; y a nacer el tercer día, noche cerrada aún, iniciamos la vuelta.
Es muy duro un arreo de vacas domadas; mucho más duro el llevar, a pampa abierta y reseca, un rebaño de novillos montaraces. Corren de un lado a otro, tratando de volver a su querencia, se ocultan en los matorrales, se echan a la sombra de cualquier árbol, se escapan por agua o, simplemente, se niegan a caminar.
Luego de seis días de este trajín, se asomó por la línea irregular y morada de los cerros, la bandera celeste y blanca, del país por dónde transitábamos.
Mientras el arreo bebe, en una aguada fría y tumultuosa, a la vista del puesto argentino, Miguel, se sienta en la montura, en un gesto propio de él, cuando tiene algo serio que decir, cruza una pierna por sobre el borrén de la silla, empujando el sombrero hacia la frente, se rasca la pelambrera rubia y sucia.
Con parsimonia muy impropia de este “gringo” criado por mapuches, de una bolsita de cuero saca un pellizco de tabaco negro y un papelillo, y mientras yo rechazo su ofrecimiento y él lía su pucho, sin mirarme me lo suelta.
“Y deaí, niño. Ya vio ya que nos sobran algunas vaquitas ¿nooo?”
Torció la cabeza para el lado de Chile y le dio otra chupada al cigarrillo. Junto con el humo y con cara de inocente: “Serán como diez las que se vinieron escondías entre medio de las otras, pus don”.
Otra chupadas al pucho: “Y, cómo las vamos a degolvere, pus niño, sufririán re mucho solas por la pampa. Y eso de hacere sufrir, nues de chilenos, pus”.
Recordé que las “guías de libre tránsito” decían que nuestros animales, comprados y pagados, y que de acuerdo con las leyes vigentes, podían cruzar la frontera eran solo quince.
(Y recordé también que el muy autoproclamado “chileno” era, en otras circunstancias, mapuche o “gringo” según le conviniera.)
-“Y vo, indio´e merda, me podís decir como cresta se vinieron esas vaquitas escondías entre las otras, ¿Ahh?!! - yo más asustado que enojado, me vi de pronto en una cárcel argentina a mis trece años, acusado de abigeato, o peor, en una prisión chilena, preso por contrabando de animales.
-“Mi taita nos va a matar, Miguel, por las de tu maire, indio ladrón. Nos van a sacar la mierda los gendarmenes. Y si los hacemos güeones, nos pillan los pacos. Me va a matar mi apá, ho.”
-“Y deaí, ¿Qué? Cuando no lo han güasquiao, cada vez que la caga, pus niño. Media noedá, pus. Haga caso, y deaí lo arreglo. Pegue un galope hasta el retén de los “ches”, ya los vieron cuando cruzamos. Y les da la guía, les ice qui a la noche cruzamos, con la fresquita”
Volví con un uniformado para contar los animales: “Quince novillos gordos, marcados y señalados, y cuatros corderos, negros y sin señal, dos chuzitos de silla, dos de tropa y dos baguales pilcheros”, fue el recuento.
Invitamos nosotros al asado. Uno de los borregos, negros y sin señal, nos dio un suculento asado y un sabroso gniachi, comida mapuche a cual me había aficionado, sangre coagulada con cebollitas y ají, todo crudo. Muy rico. Dos botellas de grapa argentina pusieron el toque alcohólico de amistad internacional, e intencional.
Y ya de tarde, con la carne y el gniachi, oscuro y denso se les vino el sueño a la guardia.
Silenciosos, como sombras entre sombras, montamos, llevamos el piño, despacio, en silencio, hasta la barrera. Miguel la levantó, sin hacer ruido y empujé los novillos por la senda de bajada.
A los trescientos metros la Tricolor y sus escoltas, despiertos por los ladridos y el trotar de la tropa, se asomaban a la tierra fronteriza.
Un estremecimiento de temor recorrió el piño, aleteó en los belfos de las cabalgaduras y se nos montó al anca.
Pero no eran los ladridos ni la vacada lo que despertó a los policías: era un tremendo temblor de tierra y un atronar subterráneo.
Los novillos; desorbitados los ojos, las colas al aire y un bramar de miedo; se lanzan contra las barreras con un galopar espantado.
Bajo la tenue luz de las estrellas se eleva, terrorífico, el bostezar de fuego, un hálito de gases, el babear de lava del despertado Llaima.
Ya lanzados a la aventura, detrás del rebaño, chicoteando a los pilcheros y con aullidos demoniacos, nosotros: ponchos al aire, los lazos borneando al viento y, pegadas al muslo derecho, las escopetas recortadas.
Cabalgábamos en pos de la novillada y del viento.
Luego en casa….las explicaciones no se necesitaron, nadie las pidió… por un extraño sentido de la oportunidad, los novillos que se vinieron escondidos entre los otros, se dispersaron por los campos cercanos a la ruka de Miguel.
De verdad las fotos son perfectas, sus colores muy nítidos, extraordinariamente reales, y en mi recuerdo el mugir de los novillos y los gritos de Miguel y los míos… y a quién se lo cuento?
Tengo edad suficiente para ya ser abuelo…pero no lo soy… a quién se lo cuento?
Enero, 2008
Frans Gris
Santiago de Chile
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