GOD, ALL IS PERFECT
Apagó el despertador a tientas y se cubrió con las sábanas unos minutos más. No le importó perder algo de tiempo, ya que todo en él (y él) era armonioso.
El departamento se coordinaba con la hora de la Base Naval a nivel continental, convirtiéndose en un modelo suizo de buen gusto aterciopelado, en que tanto la sala de estar como la habitación eran una electrónica disipadora de sensibilidades, en pantalla plana, con un soundround de pálpitos envolventes como la música que transmitía su estación escogida minuciosamente... porque eso que escuchaba era música, nada de tarros furiosos... Sí, adecuada, en un dial perfecto, a una hora exacta. ¡Qué maravilla!
Luego sonó el radioreloj con “Under Pressure”, ya hacia el final con la tronadora expresión de dedos de Mercury y el featuring de Bowie, transformada después en otra canción, y acabada ésta en otra, y otra, y otra, y otra... Pero seguía acostado, pues el sueño era agraciado, tentado a nuevas imaginaciones.
“Lo primero es levantarse”, murmuró a regañadientes. ¡Y Dios fue mudo testigo de cuánto esfuerzo colocó en ello! Pero no lo logró, y es que era tan somnífera la complacencia del cuarto y de su cama, siendo seducido por temas sencillos y libres desde la radio para sus sueños, que todo se reducía a su regodeo egoísta enredado en las sábanas.
Pero en un quiebre ensordecedor se dio cuenta de lo tarde que era...
Con un ojo agitado echó un vistazo rápido sobre el reloj y el grito de la vehemencia cobró fuerza... ¡Iba camino al fracaso! Las apariencias de su maestría podrían derrumbarse por un súbito atraso, lo cual era imperdonable. Tenía que levantarse e ir al baño; y esta vez no lo intentó, simplemente brincó fuera de la cama, quedando ésta deshecha, abierta como la fea boca de un sapo.
Y por algún milagro (o tal vez sólo por la práctica) no se cortó al afeitarse... Lamentable ocasión, única e irrepetible, en la cual era incapaz de detenerse a contemplar la perfección de su obra; no contempló la tersura de su afeitada piel ni su completa, aunque ficticia, imberbe mejilla, pues no había tiempo que perder.
Desnudo saltó dentro de la ducha y dio el agua, sin percatarse que la sencillez del no-encender el calefont no lograría atajar la mañana. Mas se despabiló al sentir el desgarro por el tacto del agua muy fría sobre su piel aún tibia y adormecida. Sus amarillos dientes rechinaron, los hombros (y la hombría) se encogieron, y, con los ojos y puños cerrados, gritó una sarta de barbaridades contra su madre. Y no perdió más tiempo pensando en lo dicho ya que estaba atrasado, muy atrasado.
El secado fue mecánico en un frotar rápido e ininterrumpido, presa por presa, haciéndolo como lo había enseñado su pobre madre: desde su húmedo cabello hasta la punta de sus dedos, para evitar sinusitis, resfriados y hongos malolientes. Y claro, pasando por la revisión de “cochinas pelusitas del ombligo” (y se regodeó por unos segundos con el recuerdo).
El vestir se le antojó tedioso: “Poner una pierna antes que la otra... mmm...”, pensó, “¡alguien debió haber inventado pantalones para este tipo de circunstancias!”. Pero no fue por mucho lo que pensó, porque no se podía distraer con ese tipo de idioteces. Entonces notó, a propósito de idioteces, que mientras se abotonaba la camisa no llevaba ropa interior. Nuevamente citó a su madre en cortas frases atroces mientras a tirones se sacaba los pantalones para vestir los boxers. Y con movimientos parkinsoneanos trataba de continuar con la camisa, errando miserablemente las parejas entre ojales y botones.
Maldiciendo se dirigió hacia la cocina mientras ataba y desataba la corbata.
Olvidó la siguiente maldición tras tomar a su fiel termo para prepararse una deliciosa taza de café.
-¡MIERDA!
La recordó.
-¡POR LA MIERDA!
Continuó la decepción.
-¡POR LA MISMA MIERDA!
El infortunio hacía mofa de él escondido en alguna parte de la cocina... ¿Cuán improbable era encontrar en actitudes de traición al termo, a quien creía selecto y cargado para saciar su necesidad inmediata de café?
-Sí... por la mierda...
Dijo cuando notó el termo vacío.
“Mierda, mierda, mierda...”, palabras que repetía incesantemente mientras colocaba la tetera llena de agua al fuego. Las ideas desde entonces se tupían en espera del hervor. Dio inicio a un caminar uniforme, primero en una dirección, luego en otra. Caminaba como si eso ayudara al agua a hervir más rápido, como si causa-efecto existiesen entre las propiedades de su caminar y el calentamiento precipitado. Caminaba para no admitir la estupidez de llenar la tetera hasta el tope. Caminaba para no recordar la tetera eléctrica prestada a su primo y que éste debiera devolverlo ya de una vez por todas. Caminaba para ignorar los tics y tacs de la muralla. Caminaba hacia la derecha para detener el paso del reloj. Caminaba a la izquierda para acelerar el hervor. Caminaba hacia la puerta para no esconderse y volver a deleitarse bajo la cama. Caminaba hacia la cocina para no irse a trabajar sin tomar desayuno, la comida más importante del día. Caminaba para no dejarse llevar por el frenesí del vapor y tentarse al despedazamiento de su cabeza contra la pared, con la formidable imagen que se recreaba en su mente al notar su frente masacrada una y otra vez, manchando y salpicando sangre en su virtual silencio de baldosas. Caminaba para esperar que el mil veces maldito pito de la tetera sonara.
Y sonó.
Rápidamente la retiró del fuego y vertió su preciado, esperado, anhelado contenido en una taza. Fueron dos cucharadas de café y dos de azúcar. El embelesamiento de la leche haría una delicia temprana, capaz de multiplicar su embriaguez para el resto del día; pero no tenía tiempo para eso. Mientras revolvía sintió ese agradable aroma que, junto con tranquilizar el estómago, estimula la mente con una serie de indefinibles sensaciones de bienestar. A ojos cerrados, ya sapiente del placer a otorgarse, se llevó la inmaculada taza de café a la boca... y apenas su lengua entró en contacto con el café tuvo que desistir con otro grito de “¡mierda!”, dolor y rabia.
Muy caliente...
Se sintió desfallecer. Tendría que seguir esperando, pero ya no tenía de dónde sacar más paciencia. Entonces maldijo su suerte, su antojo, su taza, su café, su calefont, su radioreloj y su cama. Miró el reloj... todavía le quedaban unos minutos... llegaría algo atrasado, algo después de las 9, no tan tarde como otros (pero no tan temprano como siempre). Su condición humana llamó a no desperdiciar el café, tomándose unos pocos minutos para enfriarlo. Así fue como lo colocó en el refrigerador... Mas no serviría... ¡Lento! Eso era, ¡lento! Sacó la taza y la puso en el congelador. Bastaría con un minuto, no más, ya que dejarla por más tiempo sería una soberana estupidez y, además, él no tenía dos minutos para perder.
Aún así, fue lento...
Volvió a caminar por la cocina, como si con eso asegurara un perfecto sabor. Anduvo a la derecha para olvidar el retraso que llevaba, anduvo a la izquierda para recordar todo el placer que da una taza de café. Anduvo durante un minuto. El minuto más largo de su vida. El minuto más desperdiciado de su vida. El único minuto que tenía sentido. El único minuto que lo dejaba sin sentido.
Entonces algún accidente sería adecuado, una excusa pertinente para llegar tarde o un hecho miserable capaz de bajarle el perfil a su atraso. Así que rogó fervientemente a Dios por algún desastre, que cualquier demente fanático-extremista-practicante se arrojara en avioneta contra la empresa vociferando su credo; que un escape de gas minucioso en su cocina lo llevara a una inconsciencia persuasiva; que una insensata coalición resultara en un acto revolucionario capaz de un golpe de estado justificado por las libertades y valores en nombre de un partido que se creía extinguido entre las masas alienadas en pro del compatriota obviado en nuestros libros de historia; que un podólogo enfurecido y enajenado haya sido capaz de infiltrarse entre empleados públicos con un rifle de servicio apuntando y disparando a todo aquel de zapatos coloridos desde la azotea; que otro joven errante corrompido por la separación de sus padres y víctima de discriminación en el barrio industrial en el cual vivía, una zona olvidada de la mano del progreso globalizante, se volviera de la noche a la mañana en un “delincuente”, pues vestía de negro, era de pelo largo y olía a cogollo, y que, dopado con ojos reventados en sangre, decidió quemarse a lo bonzo en la plaza pública en una manifestación que llevó a decenas de jóvenes a reunirse en las calles cargando velones en honor al mártir anónimo, generando un taco perpetuo hacia el lugar de trabajo; o que ocurriera cualquier cosa con tal de justificar lo tarde que era.
Al fin...
Sacó la taza justo en su punto. Ni muy caliente ni muy fría. El sabor era mejor de lo que él esperaba, recorriendo a gusto la garganta, inundando el estómago, estimulando el cerebro y tensando los músculos. En su paladar ocurría una orgía de sabor. Todo lo hermoso, placentero y jubiloso se definía en su boca.
Y con una tranquilidad inusitada tomó sorbo tras sorbo de su taza, logrando un estupor de la conciencia. Una sonrisa se asomó y giró lentamente la vista hacia el reloj, notando que aún quedaban segundos suficientes para lavarse los dientes, tomar sus cosas y partir al trabajo. Desde ese momento la parsimonia dominó sus acciones, y, anestesiado frente al calendario, el sabor se volvió agrio y la textura áspera, notando que era miércoles, y, para su mayor decepción, se enteró de que era un día feriado. |