CITA DOMINICAL
Cayendo la tarde, asomándose la noche del domingo, íbamos llegándonos a la casa de Tito. Vivía en esa quinta, de esquinas y contra esquinas, en la cuadra segunda de Luna Pizarro, calle en la que yo también vivía. Nunca nadie había fijado la hora ni el lugar de reunión, pero se cumplía casi a rajatabla.
Había veces, que estando en casa haciendo cualquier cosa para matar las últimas horas del día, de pronto como una alarma interior me recordaba “La Reunión”, y empezaba a regocijarme del encuentro con la “manchita” en la quinta. Como por arte de magia, esa aprensión que se siente en las últimas horas de la víspera al lunes, desaparecía de mí.
Me daba una rápida arreglada que no pasaba de mojarme el cabello, acomodarme la camisa dentro del pantalón, echarme una chompa sobre los hombros atando sus mangas alrededor de mi cuello, darme una rápida mirada en el espejo, que prendido como una araña en la pared lateral de la puerta a la calle cumplía fielmente su función, antes de salir, a mi acostumbrado paso de saber que llegaría a la hora.
Cerrando la puerta enfrentaba directamente al templo vecino a mi casa, automáticamente hacia la señal de la cruz sobre mi, repartiendo el movimiento de la mano derecha desde la frente al vientre, y de del hombro izquierdo al derecho, terminando depositando mi mano, a palma abierta, sobre el centro de mi pecho, en un sentido, silencioso y mental ¡Amén!
Sin intención, por pura costumbre, levantaba la mirada hasta la azotea del edificio en cuya planta baja, en lo que estaba destinado para ser el teatro/salón de conferencias de la parroquia, palpitaba la capilla provisional. Del segundo al cuarto piso, se desarrollaban las actividades del Seminario Menor de la congregación de los Padres Oblatos de San José, en Barranco. Desde su azotea se podía dar un vistazo a gran parte del vecindario; con algo de dos kilómetros de largo, por poco más de uno de ancho, Barranco era, y es, uno de los más pequeños distritos de Lima; cautivo entre Miraflores, Surco y Chorrillos, jamás podrá escapar hacia el oeste más allá de las orillas de sus playas, que reciben, protectoras, las cansinas y monótonas olas del Pacífico.
Desde la esquina más lejana de la cuarta cuadra de Luna Pizarro, me encaminaba hacía la segunda. Al llegar a la siguiente esquina, con la calle Tiravanti, en diagonal, a las puertas de la tienda del “chino” Hiro (realmente sus orígenes eran japoneses) un sempiterno grupo de muchachos del barrio, conversando, quizás rememorando el último partido de fútbol jugado, o contando nuevos chistes o tramando algo más que hacer; nos saludábamos de vereda a vereda y continuaba mi camino.
La esquina siguiente, con San Ambrosio, era una esquina desamparada, sin espíritu de barrio, sin ningún alma que la alumbrara, siempre sola, deshabitada, triste. Daba lastima y sentía como una pena al pasar y no detenerme, dejándola sola… pero el tiempo apremiaba, se acercaba la hora de la reunión in-convocada.
Pasada la mitad de la cuarta cuadra, llegaba a la quinta, a ese su portal ancho, alto, cuadrado, siempre pintado de blanco. Pensaba y me extrañaba que habiendo tantas personas viviendo en su interior, en infinidad de departamentitos, casi nunca había alguien parado a la puerta.
A la entrada a la quinta, una especie de zaguán inhabitado; No había ninguna vivienda en ese pequeño tramo, sólo una multitud de cajas como empotradas en las paredes con los medidores de “luz”, supongo de cada departamento.
Seguía ingresando volteando a la izquierda y… ya no recuerdo si después a la derecha o la izquierda, pero de todas maneras llegaba donde Tito.
Usualmente había ya dos o tres del espontáneo grupo; luego iban llegando los demás, sin ser siempre todos los mismos y sin completar un número definido. Creo que el promedio era de unos siete muchachos, muchas veces más, pocas veces menos.
Nos enfrascábamos en alguna charla, tal vez no totalmente sin importancia pero que definitivamente no cambiaría al mundo, ni solucionaría ningún conflicto internacional; a veces sólo comparando las impresiones de alguna novedosa canción que recién se escuchaba, algún nuevo libro publicado o de alguna información propalada en algún programa político y de actualidad.
No había una hora fija para presionar el botón detonante de poner en movimiento al grupo, pero en cualquier momento, a cualquier hora, siempre no faltaba uno que de propósito o casualmente hacía la misma dominical propuesta: ¿Vamos al cine?
Barranco, a pesar de ser un mini distrito, en comparación a otros mucho más extensos tenía cinco salas cinematográficas vigentes, tres de películas en reprogramación (El Zenith- convertido después en un Supermercado; el Raimondi - que después terminó siento una salsodromo de poca vida; y el Balta - actualmente una de las tiendas de la cadena Supermercados Metro) y dos de películas de estreno (El Premier - ahora una sala de juegos; y el Cine/Teatro Barranco – en la actualidad uno de los más grandes estudios de grabación del Canal 4, América Televisión); Raramente la propuestas de ir al cine contemplaba ir a una de estas cinco salas, y sí el ir a las de Miraflores, nunca a las de Chorrillos, y, algunas, pocas veces, a la de San Antonio, Lince o del mismo centro de Lima.
Frecuentemente alguien tenía algún listín cinematográfico a la mano, que usábamos más para ver a donde ir que, que película ver. Escogida la sala de cine de destino empezábamos a salir caminando todos en grupo hacía la calle, calculando cada uno el paso de los otros, para llegar al trajinado Chevrolet del 57 de Pepe. El tenerlo a la vista era como oír el pistoletazo de partida hasta llegar al auto. El propósito de la carrera era no se que, porque el tema era simplemente que nadie quería ir en el asiento de atrás y todos pugnaban por colarse en el delantero.
Absurdo de absurdos, el asiento posterior iba vacío generalmente, pocas veces iba un solitario pasajero, mientras que en el delantero, sin saber como, íbamos todos uno sobre otros, rompiendo no se que record mundial de inútil ocupación de la parte delantera de un auto, basta con decir que el chofer iba sentado más cerca del centro del asiento que a la ventanilla, y a resultas, las señales de transito, con la mano izquierda (que las direccionales del autito, se habían jubilado mucho tiempo atrás) las hacía cualquier otro, que no el chofer.
Mientras Pepe estacionaba el auto en el mejor lugar que encontrara, los demás nos desperdigábamos en las filas que la gente, que llegaba normalmente a cine, formaba civilizadamente ante las boleterías.
Unos íbamos a la cola, otros a mitad de fila, y dos o tres a las ventanillas mismas, propalando algún rumor que desordenaba la fila, o permaneciendo atentos a aprovechar el menor descuido de lo que estaban adelante para “colarse” y comprar las entradas. La mayor de las veces, ya estábamos bien sentados en buenos lugares cuando las buenas personas lograban acceder a la sala.
El regreso a Barranco ya era más normal, pero no tanto, porque la capacidad legal de ocupantes siempre fue superada por el excesivo número de pasajeros.
Hoy en día, con las salas de cine convertidas en dos, tres, cinco, siete o más pequeñas salas, muchas de ellas proyectando las mismas películas, han quitado el encanto de estos safaris cinéfilos dominicales, y las más de las veces, uno prefiere ver las películas desde la comodidad del hogar, en también amenas pero diferentes compañías.
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