Ana, no pudo disimular el temblor de sus dedos al abrir la puerta. Delante de ella estaba ese hombre altísimo, aún con el sombrero alón puesto y su vestimenta tan particular. Ella se lo quedó mirando con un tanto de miedo, otro poco de curiosidad y, ¿por qué no decirlo?, con mucho de fascinación. Carraspeó, antes de preguntar: -¿Qué lo trae por acá?
Pensó para sus adentros que recibiría una reprimenda por lo de la noche anterior, y ya intentaba ponerse en guardia para contraatacar. Pero no, el tipo se quitó su sombrerote, le extendió una mano y sólo dijo:
Mucho gusto, mi nombre es Roberto, para servirle.
Ella, sin disimular su nerviosismo, extendió su mano al interior de la casa –Pase usted, por favor.
El hombre, en medio del extenso living, contempló con admiración la fastuosidad de la residencia. Luego, se sentó en un amplio sofá y aceptó un vaso de agua.
-Bella casa tiene usted.
-Gracias.
Los primeros minutos fueron de reconocimiento. Él, la estudió con sus ojos de hombre ducho, encontrándola algo relamida. Ana, sin dejar de responder con monosílabos, sólo temía que aquel tipo destrozara alguno de sus adornitos de porcelana. Para ella, era un tipo basto, que sin embargo la seducía por esas cosas que tienen las mujeres y que entienden sólo ellas.
Al cabo, ya bebido el vaso y carraspeando, Roberto dijo:
-Bien, mi señora. El tema que me trae es el que conocemos y que nos tiene aproblemados a ambos. Pero, antes que nada, quisiera saber su nombre, que usted aún no me lo ha dicho.
Ella, acomodando su falda sobre el sillón, respondió con voz monocorde:
-Mi nombre es Ana Ferretero.
El tipo soltó una carcajada. –¡No puede ser! ¿No me está usted bromeando?
Ella, molesta, le respondió que no veía la razón de su risa.
-Pero, ¿Cómo quiere que no me ría? ¿Sabe usted cual es mi apellido?
-No me lo ha dicho tampoco.
- Mi apellido es…Rubinstein.
Entonces, la risa surgió espontánea en la boca de ambos y tuvo el mérito de deshacer esos imaginarios montículos de hielo en los que ella se había atrincherado. Es que era realmente divertido que ambos, por así decirlo, llevasen los apellidos cambiados.
-Si esto fuese un cuento, una película, que sé yo, parecería demasiado rebuscado. Pero no, es la vida real y ambos somos protagonistas de una coincidencia mayúscula.
Roberto reía a más no poder, mientras Ana, más recatada, ahora se abocaba a retomar la conversación.
-Dígame señor Rubinstein, ¿que…
Él la interrumpió –Mejor llámeme Roberto a secas, por favor. Mi apellido suena demasiado pomposo.
Hablaron durante unos veinte minutos. Luego, el hombre se levantó y le recalcó con su vozarrón de tipo acostumbrado a gritar, que haría lo posible por evitarle molestias, pero que ella también pusiera de su parte para que las cosas anduvieran mejor.
IV
Los siguientes días transcurrieron en un estado tal, que parecía que se había producido una especie de armisticio, notando Ana que los operarios ya no provocaban tantos ruidos inútiles, preocupándose de apilar las piezas con orden dentro del recinto. Tampoco miraban hacia la ventana de la mujer con esos gestos burlones que la desacomodaban. Roberto, de vez en cuando, se tocaba el ala del sombrero a modo de saludo y le sonreía a la distancia. Ella, le respondía con cierto recato, y proseguía con sus menesteres diarios. En realidad, estaba inquieta, le costaba concentrarse en lo suyo, ya que el tipo aquel había despertado su curiosidad con esa rara mezcla de caballerosidad y espontánea rudeza. Ni siquiera la pronta llegada de su hijo la sacaba de ese estado. Y ese apellido, tan grande, tan magnífico. Esto era para Ana, una irónica jugarreta del destino.
Al atardecer de un par de días después, bajó los escalones de su dormitorio, se colocó un abrigo y salió a la calle. Deambuló un buen rato por las inmediaciones de su casa, no atreviéndose a pasar frente a la casa taller de Roberto, que a esas horas se encontraba cerrada. Saludó a algunos vecinos y prosiguió su camino hasta llegar a un almacén cercano. Allí la atendió doña Luzmila, quien se tenía bien ganado el apodo de “la sabelotodo”. Al verla, la mujer la recibió con sorpresa, ya que Ana acostumbraba a realizar sus pedidos por teléfono.
-Gusto de verla, señora Anita. ¿Y qué la trae por estos lados?
Con dicha pregunta, la mujer deslizaba la primera tentativa para averiguar lo que pudiese existir detrás la inusual aparición de la pianista.
-No, nada en especial, señora Luzmila, sólo quise aprovechar el aire fresco de la tarde para salir a dar una vuelta. Y también, quiero que me venda esos exquisitos chocolates que tiene usted en la vitrina.
-No faltaba más. ¿Cuántos va a querer?
La vendedora no podía evitar mirar detenidamente a su intempestiva clienta. Algo no le cuadraba, porque sabía que Ana jamás consumía dulce alguno, y eso, porque los pedidos que ésta le hacía, obviaban las golosinas.
-Déme dos, por favor.
Luzmila envolvió lo solicitado, pero no quedó satisfecha. Su indisimulada curiosidad, delatada por sus ojos saltones e inquisitivos, la obligó a preguntar:
-¿Tiene usted algún problema, señora Anita? Puede confesármelo, yo soy todo oídos y me precio de ser la mujer más reservada del mundo.
Ana, sonrió con suavidad, negó con la cabeza, canceló el importe de la compra y salió del almacén.
Varios días después, Roberto le hizo señas desde el taller hacia su ventana para que bajara. Ella, sintiendo una curiosidad que no se parecía en nada a la de Luzmila, sino más bien a la de una jovenzuela que es sorprendida en falta, cerró el ventanal y bajó, sintiendo que sus piernas apenas la sostenían. Al abrir la puerta, Roberto la miró con el ceño fruncido.
-Estimada dama. Yo me he esmerado en cumplir con mi parte de lo que acordamos, pero usted, en cambio, no lo ha hecho como corresponde.
CONTINÚA
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