Señoras enlutadas a la última moda se abanican esparciendo la frivolidad por aquel aire no respirable.
Sentada delante mía, una señora reducida por la edad. Jorobada por la vida. De más edad que el propio protagonista de aquella velada sin fiestas. Se sentía la copartícipe de un protagonismo no buscado. La gente la saludaba casi dándole el pésame por su muerte próxima e indeterminada, a tenor de su edad casi centenaria. Ella respondía al saludo macabro lo más diplomáticamente posible, mirándolos luego a traición como a peleles.
El más elegante, el muerto. Raya capilar a la izquierda. Estampa serena, cara afilada, mueca severa. Parece de cera. Resulta chocante ver sus blancas manos unidas, asomando por el oscuro de su chaqueta impoluta. Escoltado por cuatro velones que acotan su espacio de naturaleza muerta, sin duda, es el más feliz de la fiesta.
Todos allí por él. Pero nadie osa a mirarle directamente. Recuerda demasiado que somos efímeros.
Un cuadro barroco. San Miguel arcángel adornado para la batalla celestial, abre sus grandes alas, y mira al cielo victorioso levantando su gran espada mientras pisa la cabeza sangrante del ángel caído.
“Todo está en orden”, nos dice. Podemos morirnos tranquilos.
Pero justo al lado, más que un cuadro, un aviso a navegantes: Dios, sentado entre nubes sobre su trono de hierro, señala con su dedo acusador a un puñado de perdidos en eterna orgía insensata. Les acusa de estar a su izquierda. Les condena a la perpetua por siempre.
Siento el escalofrío propio de un animal terrenal. Estoy señalado, sentado a la izquierda del Padre, gritando histérico. Gozando y follando con mis tentaciones.
“Oremos”, dice el cura. Y me salva del dedo divino que me señala y me espera impaciente.
Levanto la vista hacia el altar buscando cualquier distracción. El cura, con las manos enlazadas. Resignación y cara afligida estudiada ante el espejo de la sacristía. Gestos asépticos. Tres funerales seguidos en una misma mañana. Demasiada realidad para un estomago vacío.
El cura de postura estudiada da el pésame a la viuda que permanece escondida de la vida envuelta en un riguroso luto. Al lado, su hijo único. Gesto serio y frío. Con cara de más muerto que el padre. Se siente observado por toda la iglesia. Se avergüenza de la tristeza de la madre, a la que da pañuelos de manera compulsiva. Cuenta los minutos para que acabe este trámite e ir a la notaría. Hay mucho que discutir de las disposiciones testamentarias, incluida la de la madre.
“Cría cuervos…”, me parece oír cuchichear a la anciana casi centenaria, que se ríe para sus adentros cuando escucha el comienzo del sermón: “¡Polvo somos, y en polvo nos convertiremos!”
…Y yo sentía de nuevo, que necesitaba aire.
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