I
Ana Ferretero, contempla desde su ventana a ese hombre de voz destemplada y de gestos ampulosos. Él, se viste como un vaquero, usando un sombrero alón que lo protege del sol. No es ni viejo ni tampoco joven, está en esa edad indefinida en que los hombres comienzan a desafiarse a sí mismos para aventar los espectros de la ingrata ancianidad. Los obreros que trabajan para él, se mueven afanosos, descargando enormes piezas metálicas que van depositando en las afueras. Para ello, utilizan grúas horquilla y tecles de gran poder. La casona que habita el tipo aquel, ha sido habilitada como taller y adentro de observan rumas de pillares, enrejados y cerchas de gran tamaño. De tanto en tanto, su voz bronca se deja escuchar, para proferir un insulto o recalcar alguna orden.
Todo lo que se vive al lado de su vivienda, es demasiado hostil para Ana, que ha intentado en varias ocasiones cambiarse de allí, pero siempre prima su amor por los amplios espacios de su casa, sus muebles finísimos, que sólo allí pueden lucir con majestad y esa sala de piano que es un lujo y un templo a la vez, porque allí se sienta por las tardes a ensayar piezas clásicas. Ella, es una mujer etérea, alta y distinguida, con un corte de pelo estilo garzón, que le sienta mucho a sus cuarenta y tantos años que parecen menos, ya que usa vestimentas traslúcidas que dejan ver su estampa elegante. No es bella, pero su rostro tiene gracia y un dejo de aristocracia que lo ennoblece aún más.
Su existencia transcurre en la soledad de su enorme casa, pero allí transita a gusto, como un agraciado espectro que se quedó enredado entre los finísimos géneros de las cortinas. Viuda desde hace unos diez años, sólo sabe de sus dos hijos por las cartas que ellos le envían de Europa, en donde partieron a estudiar hace un tiempo. No le gusta utilizar un computador, por ello, es una de las pocas personas que aguardan con impaciencia la llegada de algún cartero que le traiga noticias de sus muchachos.
Esa tarde, ha decidido tocar una sonata de Brahms, aquella que el insigne compositor le dedicó a Clara Schumann y que ella interpreta con maestría. Sus largos dedos se mueven con compulsión sobre el teclado del viejo piano de cola y las encendidas notas se escapan por las ventanas, en contraposición con los ruidos metálicos del vecino. Ana intenta concentrarse en lo suyo, pero la estridencia aparatosa del “vaquero” no se lo permite. Por vez primera, se levanta de su taburete y abriendo con violencia su ventanal, del segundo piso le grita al hombre:
-¡Basta señor, basta! ¡Con su ruido infernal lo que está haciendo es asesinar a Brahms!
II
El tipo, alzó su sombrero para divisarla mejor, se enjugó la transpiración del rostro y lanzó una grosera carcajada.
-Señora, que yo sepa, Brahms falleció en su lecho, hace ya mucho tiempo. Ahora, yo me estoy ganando la vida con estos fierros, perdone usted si la incomodo, pero así es el asunto.
Ana, hizo un mohín, que fue lo más categórico que pudo realizar. No acostumbraba a pronunciar malas palabras, que muy bien se las merecía el tipo aquel. Cerró pues su ventana y perdido su entusiasmo, se fue a leer a su cama. Abajo, el hombre reía a más no poder, mientras sus obreros trataban de hacerle corro.
-Debe existir algún modo de terminar con esto- se dijo aquella noche la mujer, que vestida con una larga bata, recorría las habitaciones de su mansión. Pensó en acudir a la policía, pero de inmediato comprendió que sería desoída, ya que el tipo debía tener patente comercial y ante eso, poco se podía hacer. Quizás intentar hablar con él, para lograr algún acuerdo, fuese una buena idea. Se aproximó al ventanal que daba a la casa del vecino y vio que en el fondo de esa montonera de estructuras metálicas, había una pequeña casa, ahora iluminada por tenues lámparas. Aquello, envalentonó a la mujer, que se vistió con un fino abrigo, descendió con paso raudo las escaleras y salió a la calle. Caminó los pocos pasos que la separaban con lo del hombre, buscó en la penumbra algo parecido a un timbre y cuando lo encontró, hizo el gesto de oprimirlo. Al cabo, se arrepintió. Quizás ese no fuera el mejor momento. Regresó a su casa...
CONTINÚA
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