A MALA DE IDA Y VUELTA
Hacía frío al salir del cine Premier. Era la medianoche de un domingo común y corriente. Sin muchas expectativas, a último momento me había animado de ir a ver aquella película tan intranscendente que ni siquiera su título ha ocupado lugar en mi memoria. Desde el cine, hoy convertido en una sala de juegos, caminé bien dentro de mi casaca cerrada hasta el cuello, con las manos en los bolsillos laterales y la mirada esquivando los huecos de las veredas levantadas por las raíces de los grandes y frondosos ficus, antiguos moradores de la Av. Nicolás de Pierola, en Barranco. Llegué a casa y sin mayor trámite, me retiré a dormir, tratando de no leer más de la cuenta, para no desvelarme y salir cómodamente temprano al día siguiente para acompañarla a entregar una mercadería.
Habíamos quedado en encontrarnos en el centro de Lima, en la esquina de las Av. Abancay con la Nicolás de Pierola, justo frente al grande edificio del Ministerio de Educación, que por tantísimos años, por sus 20 pisos, fue el edificio más alto de Lima; Imponente, con esa construcción con la curvatura de una porción de arco, futurista en sus tiempos, y que lo había visto desde siempre en cada paso por esas calles céntricas. Mis recuerdos más concretos era de las mañanas de los domingos cuando, justo en esa misma esquina en que la esperaba, aguardábamos el ómnibus expreso pullman, tipo interprovincial, que nos llevaría por la carretera central, hasta la localidad de Ñaña, en donde el abuelo paterno administraba una Hacienda. Allí viviríamos un nuevo día de sol, de aire y cielo limpio, de cerros colindantes, de río, riachuelos y acequias de regadío, en donde palomillaríamos a nuestro libre albedrío, con la única advertencia de que volviéramos sanos, completos y secos, y que no rondáramos la casa-hacienda, hermosa, avidriada y permanente deshabitada. Nunca vi a nadie salir de ahí; sus puertas y ventanas siempre estuvieron cerradas. Era una especie de isla del tesoro vetada, en donde seguramente más de una bella infantil aventura nos aguardaba.
De regreso, en las tardes-noches, la parte baja del edificio se convertía en un terror de frío: porque justo debajo de esa mole de cemento y vidrios, nos estrujaba el viento helado que su fachada, que después de recopilado en las alturas, nos llegaba en ondas a las veredas en donde esperábamos el vehículo que nos llevaría de regreso a casa.
Ha pasado el tiempo, Lima ha crecido, hay muchos edificios mucho más altos, pero en esa esquina, ese frío, se sigue vigente.
Recontemplando mis recuerdos en esa enorme fachada del edificio educacional, y por dos veces… o más, no escuché su saludo.
-¡Holaaaa! –volvió a decir, arrebatándome de mis recuerdos.
-¡Hola princesa! –respondí sonriente, tratando de recompensar la desatención. –Recordaba cuando esperábamos allí el ómnibus para ir a lo del abuelo –justifiqué.
Me sonrío comprensivamente y correspondimos, al unísono, el beso de saludo. La ayudé a acarrear los paquetes del material educativo que llevaríamos a la cooperativa de una mina en el distrito de Mala, al sur de Lima.
Caminamos sin premura, por el peso y porque los buses hacia el sur, salían con una frecuencia de 20 minutos. Anduvimos las tres cuadras del Jirón Puno hasta el paradero inicial del Maleño, en la Plazuela Santa Catalina. Desde allí seguía observando el azulino edificio del Ministerio de Educación.
Abordamos el bus, y tomamos los primeros asientos, cediéndole a ella al lado de la ventana, como tácitamente corresponde a un caballero.
Lima estaba cambiando, la nueva carretera al sur era uno de esos cambios. Ya no había la necesidad de ir al sur atravesando la ciudad. Los que vivían en los distritos del sur como Miraflores, Surquillo, Barranco, Chorrillos, para ir al sur tenían que ir o hasta Lima o hasta la nueva carretera, lejana a la costa; atrás quedaban los días en que prácticamente saliendo de sus casas, en la primera esquina podían abordar los Pachacaminos, Chilcanos o Maleños, las antiquísimas empresas de transportes de Pachacamac, Chilca o Mala, que ahora circulaban por esta novísima ruta.
El paisaje en esa vía era menos urbano, casi rural en algunos puntos. Nuevos asentamientos, nuevas construcciones de ingentes centros comerciales y modernos centros de estudios; el gran Hipódromo, que aunque con algunos años ya, era más accesible. Pero esto cambiaba, tornando a vistas anteriores cuando las carreteras, la nueva y la antigua, se aproximaban poniéndose casi lado a lado y entrecruzándose en modernos puentes o pasos a desnivel, hasta llegar a las playas del sur, en que se solidificaban en una sola. Las playas iban quedando atrás y mientras inagotablemente contemplaba su cabello juguete al viento, lacio, cayendo a cascadas sobre su rostro, nuestra charla no salía de nuestros interese comunes y de las remembranzas de nuestras reuniones en las playas barranquinas, sobre todo en la de Las sombrillas, nuestra preferida. A veces caballero sobre mi moto, observaba desde el malecón a que llegara a la playa; otras veces la esperaba en la playa misma; dando prácticamente las espaldas a las olas y el ruido del mar, me concentraba en mirar el cúmulo de gentes que circulaba por la llamada “bajada de los baños”, quebrada natural, principal acceso a las playas para los barranquitos y visitantes. Mi desasosiego terminaba cuando la divisaba ella locomotora arrastrando ocho de sus nueve hermanos, vagones de un tren humano que llegaba siempre fuera de hora, pero que de todas maneras llegaba … culebreando entre la gente que bajaba y subía.
Siempre recordábamos y reíamos con alegría de esa vez, cuando recién la pretendía, en que casi muriendo la tarde, mientras sus hermanos correteaban y se daban los últimos chapuzones en las orillas del mar, nosotros los observábamos tendidos bocabajo sobre la arena, y de pronto, por una sensación extraña, o de cálculo elemental, le dije hay que traer las ropas más acá, no vaya a ser que una ola llegué hasta aquí; no, me dijo, no pasa nada. No terminaba de decirme “nada” y las ropas “nadaban”, flotando apenas, en la resaca de esa atrevida ola. Subimos con alguna de nuestras prendas algo mojadas y con otras en las manos. Desde esa vez… tampoco me hizo mucho caso de otras advertencias.
Cuando pasamos por Lurín, lo vimos comparativamente desierto a como está actualmente, sin tanto comercio ni gente cruzando la carretera antigua. Igualmente poco concurridas eran la multitud de playas, que disfrutábamos sin tantos nombres como ahora. Las playas conocidas estaban salpicadas en el camino, después de Lurín Punta Hermosa, allá abajo a los pies de la pendiente sobre la cual serpentea la carretera; después Punta Negra, con ese morrón negro sobre el mar, primer punto distinguible y que daba nombre al distrito, al lado del cual se localizaba la casa que tenía la asociación Emaus, lugar de esparcimiento y de las colonias vacacionales con niños y niñas por años y años. Una vez, ya siendo marido y mujer, visitamos esa casa, encontrándola lamentablemente, en un estado calamitoso, con las paredes, puertas y ventanas corroídas por la brisa que llegaba del mar que a sus espaldas estrellaba sus olas en esa negra rompiente.
En amena charla, continuamos hacia el sur, pasando por San Bartolo; poco después frente a la arcada de la entrada de Santa María, y seguidamente por Pucusana.
Era media mañana cuando pasamos por el pueblito de Chilca, seguidamente por la laguna del mismo nombre, en competencia con el de “Las Salinas”, por la gran cantidad de sal que afloraba en el contorno de esa laguna cuyas aguas termo-medicinales eran tan deliciosas de disfrutar con el permanentemente temor del frío contacto con el aire exterior que se sentiría al salir de las aguas. El barro que se asentaba bajo la superficie, tenía la fama de curativo y siempre era una risible sorpresa inicial el ver a las personas, sobretodo mayores, con la cara y partes del cuerpo embadurnada con ese lodo; los pequeños no nos escapábamos de la esperanzada acción curativa de nuestros mayores. Ya en esos tiempos el nivel del agua era de unos escasos 50 centímetros y aparentaba estar en franco proceso de desaparecer, pero hasta hoy en día sigue siendo muy concurrida, por más que la comunidad de la zona ha despertado desde hace unos años en un afán de lograr algún ingreso y ha cercado la laguna de una valla en todo su perímetro, permitiendo el ingreso únicamente previo pago.
Recordé y le conté una de las veces que toda mi tribu familiar había abordado los dos carros que en ese entonces había en la casa y cargando comida y bebidas, enrumbamos a la legendaria laguna de Chilca cuando en pleno camino sentimos una explosión en la maletera del auto en que yo iba. Nos detuvimos y con sorpresa y tristeza, vimos que el botellón en que se llevaba chicha de jora, demasiado bien tapada, había sucumbido a los gases de la fermentación acelerada por el traqueteo de viaje, y yacía decapitada dejando escapar a borbotones esa sabrosa bebida, ya imbebible.
No recuerdo si fue en ese viaje o en algún otro anterior o posterior, en que estando dentro de las calidas salobres aguas, tendido de bruces, soportado por mis brazos extendidos, con las manos y los dedos como dragando el fondo de la laguna, sentí que algo encajaba en uno de mis dedos. Al sacar la mano… ¡ohhh sorpresa!!! Tenía una sortija de oro en el dedo. La suerte no fue completa, era una sortija de mujer; se la di a la mama y la final beneficiada fue mi hermana, en ese tiempo aún mayor que yo… ¿?
Apenas dejando atrás la laguna, pasamos, a la distancia, por Puerto viejo, esa larga playa que en su lado norte tantos campamentos realizamos, prendados de la cueva de la sirena, ya desaparecida, y esa puerta natural, formada por el encuentro de los moles de piedra, hacia una playita reservada y que la marea aísla cada tarde.
Llegando a la también algo lejana León dormido, ya estábamos prácticamente en Bujama, con Las Totoritas, una de la más conocidas playas de Mala.
El fuerte sol, reinante en esa franca de costa, tan estrecha que sentía abarcaba sólo de la orilla del mar hasta poco más allá de la carretera, nos obligó a comprar unos bonitos sombreros de paja y enrumbamos hacía la mina, no se si de Calango o de Coayllo, a la que pertenecía la cooperativa que había adquirido el material.
En ese momento lo sabía, ahora no lo recuerdo. Pero si recuerdo que para llegar a ese destino había un único medio, contratar un auto, especie de taxi-colectivo en el que tuvimos que aguardar a que se completara la cantidad de pasajeros posibles, según la cantidad de asientos, para poder partir.
Una tranquera como la del viejo oeste, de tablones entrecruzados era la señal que habíamos llegado a la mina; tras ella áridos terrenos, con algunas esporádicas construcciones de madera, bajas, como aplastadas por el calor, descoloridas por el viento arenoso, sin ningún letrero que indicara que era o que contenía. Tampoco había mucha gente en los alrededores pero hubo alguna que nos indicó la oficina en donde haríamos la entrega del material. El trámite no fue largo, se hizo la entrega con el conteo y las revisiones del caso; se extendió la factura, se recibió el pago y se concluyó la venta en contados minutos. Mayor tiempo pasamos en espera dentro del automóvil, especie de taxi-colectivo, aguardando pasajeros para completar la cuota, y mientras decidíamos si almorzábamos en Mala o esperábamos a la vuelta a Lima, calculada para las dos de la tarde.
Al llegar a mala coincidimos con un ómnibus listo a recibir pasajeros para partir en contados minutos, y sin pensarlo más lo abordamos de inmediato, ocupando para el regreso, los mismos lugares que para la ida.
Aún faltaban unos minutos para partir y se nos antojo comprar un helado. Llamamos a un heladero ambulante, escogimos ambos un sándwich de chocolate cada uno y al tratar de sacar el dinero de la secreta del jean, salió también, disparado, el boleto del cine que cayó a los pies de ella.
-¿Con quien fuiste al cine? –fue su inquisitiva pregunta.
-¿Y por qué no preguntas primero si fui solo? –repregunté, con la tranquilidad en mi.
Una tormenta había caído de improviso en sobre esos dos primero asientos del bus a Lima.
El trayecto de regreso, fue la otra cara de la moneda a la del viaje de ida. Ella casi no hablaba y tampoco yo tenía ganas de dar mayores explicaciones que no tenían razón de ser.
Volvimos a pasar por las cercanías de las playas en orden inverso, igual de inverso a las sensaciones de alegría y de compartir momentos, del viaje de ida.
Por suerte el tiempo de regreso lo sentí más corto, y porque sabía que era mejor no hablar y dejarle tiempo a reflexionar, opté por hablar lo menos posible.
Llegados a Lima, el ómnibus en su ruta al paradero final, nos dejó a pocos metros de la esquina del encuentro. Bajando no me dio tiempo a decir nada, a paso rápido llegó a la esquina y torció hacía la derecha, por la Av. Abancay, dejándome atrás. Al llegar a la esquina preferí seguir de frente por la Nicolás de Pierola, cruzando la Abancay, pasando de la acera del Ministerio de Educación hacía la del parque Universitario.
Sabía de sus decisiones por lo que ni pensé en mirar atrás a ver por ella. El orgullo de sus ancestros orientales me hacía recordar que eso de “tortura China” no era gratuito, que por el contrario era la perfecta calificación para la peor de las torturas.
Dejando el parque Universitario continué por la Nicolás de Pierola por unos metros más hasta el pequeño restaurante “Don Carlos”, que su rápida atención y sus agradables platos hicieron de él, y por muchos años, uno de mis favoritos.
Tenía hambre, pero más era antojo de comer un salpicón de pollo especial acompañado de una cerveza chica. No recuerdo que más me serví, pero como siempre, salí satisfecho del pequeño restaurante.
De allí caminé, siempre por la Nicolás de Pierola, hasta la Plaza San martín, la crucé y en la esquina del cine-teatro Colón, me puse en la fila de pasajeros en el paradero de la Línea 2 y releyendo “La Revolución Francesa”, de N. Efimov, y a ratos con esa especie de revolución china en mi mente, volví a casa.
No tengo memoria de cuanto duró su insostenible e injustificable enojo, pero la vida continuó.
Pasados los años, un día de confidencia, me confesó que al voltear hacia la Av. Abancay, desaceleró su paso, esperando le diera alcance. Cuando se dio cuenta que no la seguía, se convirtió en seguidora; que me siguió hasta el restaurante y recostada, escondida, en la jamba de la puerta del restaurante, me estuvo observando que y cuanto me servía.
Se quejó de mi desconsideración, no sólo por no haberla seguido para darles las explicaciones que pensaba tenía que darle, sino porque además me fui a almorzar de lo más tranquilo, mientras ella, contenía su enojo y su hambre.
¡Claro! Le dije lo sentía mucho que pasara esos momentos, pero que mi conciencia estaba y seguía limpia, y que sabía que por más que hablara, por mas razones que le diera, no daría su brazo a torcer, porque la sabía terca, tan terca que si se encontrara con una mula en un desfiladero, tendría que retroceder… la mula, por que ella, ella, pero que aún así, la amaba.
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