Orlando poseía una afinidad con los animales muy peculiar. Cualquier perro callejero se le acercaba, lo olfateaba un poco, el lo acariciaba y juntos se iban caminando un trecho, sin forzar la marcha, hasta que el can se entretenía con alguna hembra de su especie.
Vivía frugalmente en una casita de techo inclinado, donde repiqueteaba el agua de lluvia debido a la chapa. El albañil constructor no había escatimado en lograr una verdadera sobriedad de materiales diseño y cálculo, y austeridad en los gastos. Todo funciona mal. Las Instalaciones sanitarias perdían, el techo goteaba, las paredes eran de yeso, se escuchaba el caminar de las hormigas taladrando la tierra, aunque también el piar de los pájaros por la mañana, entonando acústicamente sus cantos.
Esa mañana Orlando vio que al abrir la puerta entro una gallina, de pelaje colorado, muy oronda a su humilde morada. La acaricio, como era su costumbre, con ternura.
Fue hasta la la cocina, ahicito nomás a buscar una galletita, quizás se alimente no solo de maíz, la gallinácea, y al volver ya no estaba. La busco con la mirada, la llamo cariñosamente-
-Gallinita, dulce veni...
Pero no apareció. Como tenia que ir a trabajar cerró apurado la puerta y partió.
Ya entrada la noche luego de trabajar, era profesor de taller, en una escuela de la zona, puso la llave en la puerta y al entrar, descubrió azorado que todo estaba plagado de heces, todo revuelto, los papeles tirados, regueros de suciedad por doquier y al no comprender que había pasado, se sentó en una silla de acampar que tenía por allí.
De pronto de atrás del baño aparece ella, con su andar cansino, bailoteando y alegre.
La llamo, y ella no aparecía. Había anidado, había semblanteado el lugar y lo apreciaba.
Y al fin saltando hizo su aparición.
Orlando ya no aguanto más y la echo a escobazos.
Cansado, hambriento, y sudoroso se sentó otra vez, y al divisar el tablero, observo, ahora con extraño deleite dos hermosos huevos color ocre depositados amorosamente sobre el.
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