Poroto llegó a El Trébol un lunes por la mañana. Entró por el camino del sur y se dirigió a la plaza central. Los pueblerinos, desconcertados, con la presencia de tan extraño personaje, lo miraban sin tapujos, a los ojos.
A Poroto no le iban ni le veían las miradas escrutadoras de los pueblerinos, siguió su camino sin reparar en nada. Había caminado durante buena parte de la noche y estaba agotado.
Lo primero que hizo cuando llegó a la plaza, fue buscar un árbol de copa grande y frondosa y usando su sucia mochila de almohada se durmió una larga siesta. En el pueblo nadie osaba abordarlo, pero todos comentaban su aparición.
En el bar de El Gallego, los pueblerinos comentaban la aparición, era el tema de novedad. Incluso el bar, que estaba en una esquina, frente a la plaza, permitía ver a Poroto haciendo zetas.
Así pasó toda la mañana, hasta que los escolares salieron de la escuela y se dirigieron a la plaza para jugar a la pelota, y se encontraron con la presencia del lingera.
Decidieron dejarlo tranquilo, mientras él no los molestara. Armaron dos arcos con las mochilas repletas de libros y cuadernos y empezaron el partido. De pronto un pelotazo errático fue a dar de lleno en el rostro de Poroto, quién lanzo grito con forma de gruñido.
Matías, uno de los infantes, se acercó sigilosamente al árbol en donde estaba Poroto y quiso apoderarse de la pelota que había quedado a tan solo un paso de aquel.
Poroto, tomó un cuchillo, que llevaba al cinto y lo hundió sin preámbulo en el cuero de la redonda. Matías, al ver el arma blanca, salió disparado en dirección a sus compañeros de juego.
Estos estaban miedosos y decidieron ir a la comisaría, que quedaba a pocos metros a denunciar la acción de Poroto. Un oficial escuchó a los niños y se dirigió a la plaza para recuperar el balón.
Poroto se resistía a devolver la pelota e insultaba a los niños que no lo habían dejado dormir en paz. El oficial no tuvo más remedio que pedirle el cuchillo, objeto que aquel no tuvo problemas en entregar y fue llevado a la comisaría.
Después de algunas declaraciones desacertadas, insultar a la madre del comisario y a todo el maldito pueblo que no le dejaba dormir en paz, Poroto fue llevado al calabozo.
Poroto se encontró solo y encerrado en una celda de no más de quince metros cuadrados. El pobre hombre lloraba desconsolado. En la parte superior de la pared una ventanita con barrotes que daba a un terreno baldío.
En un rincón había un camastro con un colchón viejo y destartalado llenó de pulgas. Poroto se acostó y se durmió. Más tarde, Poroto, que no tenía idea de que hora era, fue despertado por los gritos infantiles. Eran los niños que jugaban a la pelota en la plaza.
Se reían y le hacían bromas pesadas al pobre Poroto. Este los insultó para que se fueran pero estos no se iban. Los niños cansados de hacerlo sufrir le hacían algunas preguntas.
Poroto les contó algunas desgraciadas historias por las que había pasado y poco a poco se fueron amigando. Los niños se presentaron al comisario para pedirle que dejaran en libertad al preso porque creían que era un buen hombre.
El comisario no quería saber nada de dejarlo libre. Los niños se organizaron y protestaron para que lo liberaren. También le llevaban comida y bebida que le pasaban por la ventanita.
Cansados de no conseguir nada por las buenas decidieron liberar al preso cortando los barrotes con una lima. Todos los días después del colegio los niños limaban los barrotes, hasta que un día Poroto se escapó.
Los niños le dieron algunas ropas que habían extraído de los placares de sus padres. Poroto parecía ahora un hombre elegante, solo que su pelo estaba tan roñoso y su olor era inaguantable.
En un bosque había una cabaña abandonada. Allí condujeron a Poroto una noche cuando todos dormían en el pueblo. El lingera se pudo bañar en un arroyo cercano con un jabón que le proporcionaron.
Ahora si era todo un hombre elegante y distinguido. Estaba irreconocible, al punto que el sábado fue al mercado del pueblo cerca de la plaza y se paseó sin que nadie lo reconociese.
Todos preguntaban que quién era, y él se hacía llamar Alonso Pérez, y decía ser escribano en un pueblo cercano. Poroto era bien parecido al punto que las mujeres se fijaban en él y comentaban que era apuesto.
Un día Poroto, “Alonso Pérez” fue invitado a una reunión que organizaba una familia distinguida del pueblo en su casa. Los niños le aconsejaban que no fuera porque todo el engaño iba a echarse a perder, pero él que se había enamorado de una joven viuda que iba a ir a la reunión se presentó esa noche.
Al principio Alonso Pérez estaba callado hasta que empezaron a hacerle algunas preguntas acerca de su familia y su profesión, y él que era un poco bruto dijo muchas mentiras extrañas y poco creíbles, y soltó muchas barbaridades y al final los reunidos lo echaron casi a patadas de la casa.
Poroto estaba triste y volvió a la cabaña a altas horas de la noche, pero antes pasó por el bar de El Gallego, en donde pidió algunos vasos de jerez, que apuró rápidamente.
Los parroquianos que estaban en el bar lo miraban y se reían por lo bajo. Poroto estaba muy triste, decidió abandonar el pueblo. Pero antes quería despedirse de los niños.
Durmió en la cabaña y al día siguiente esperó a los niños cerca de la escuela, lugar por donde pasarían. Allí se despidió de ellos, quienes no querían que se vaya.
Pero todo intento de convencerlo fue en vano y Poroto se fue del pueblo. Después los niños hicieron averiguaciones por los alrededores pero nada supieron del lingera.
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