La vida se aceleró y aclaró desde ese crucial momento para ella. Nada tuvo que pedir, todo le fue dado. Casi sin creerlo, se le concedían los deseos profundos, que brotaban de su alma. Lentamente fue perdiendo el temor antes conocido, y ganando las ganas de ser sorprendida por el devenir cotidiano. Era como estar parada sobre esa rueda de la muerte, que una vez contempló con sobresalto cuando era niña en algún circo. Una rueda gigante, que giraba mientras un acróbata trepaba para caminar luego en el pequeño espacio que había entre el antes y el después, haciendo equilibrio en quince centímetros de superficie que cambiaba, conforme ésta rodara.
Para los que la conocíamos, era fácil comprender que esta simple revelación le había sido otorgada en sueños una noche en que de pronto despertó, y recordó nítidamente la escena, la voz, y el mensaje, “Ustedes están vivos”. La virgen, el sillón, el manto, las flores, los ojos, su boca, su piel humana. Que nada es un juego, ni un destino, ni una quimera, ni gallos cantando en la madrugada, ni llegadas con aplausos, ni noches sin amor. Desde ese día supo que lo único real serían esos quince centímetros que iba pisando. Y fue en busca de ellos.
|