Un círculo rojo rodaba sin parar, dando vueltas una y otra vez. Chocó en varias oportunidades, pues muchas veces se lanzaba de las alturas más estrepitosas y la velocidad era casi inmanejable, sintiendo la adrenalina al máximo con un viento que penetraba todo su cuerpo. Era un éxtasis sublime, pero las colisiones eran duras, sin sentido y descarriladas. Era un momento fugaz de frenesí y alegría, pero tan pasajero que no le alcanzaba para una verdadera sonrisa. Pero un día todo cambió y ese desenfrenado círculo comenzó a ascender y ya no podía rodar tan rápido, porque el declive era mayor; ya casi llegando a la cima, se encontró con un triángula de tono verde claro, hermosa y de apellido isósceles. Su semblante lucía delgado, alargado y esbelto en el principio de la colina. Se miraron y avanzaron juntos por una especie de planicie del cerro. Llevaban una velocidad moderada, hasta que de pronto ese suelo ras se rompió, porque apareció un declive bastante pronunciado; así, la falda de la montaña se extendía. La triángula y el círculo comenzaron su descenso. Ella aumentaba su velocidad y él la disminuía para no ser una rueda incontrolable. Se acomodaron el uno al otro para acompañarse, pues además, la oscuridad lentamente se difundía por el cielo, cerrando el manto de sol de aquel día. Se acercaron tanto que comenzaron a juntarse y fusionarse, creando una nueva forma. Nadie sabe como al llegar a la superficie aquellas figuras geométricas se convirtieron en la más hermosa que podía llegar a existir: un lindo polígono adornado de colores rojos y verdes. Además, una pequeñísima triángula isósceles con un amarillo que alumbraba como un farol, esperaba inundando el camino con toda su alegría. |