Algo que detesto de la primavera es la horda de insectos que trae a la rastra tras su sonora irrupción. De cualquier rincón emergen cucarachas, las que se pasean como pedro por su casa. Y no se diga que es falta de aseo, ya que usamos la aspiradora, insecticidas poderosos y limpieza acuciosa de todos los rincones. Pero no, allí están, lustrosas y repugnantes, arrogantes por ser la especie que sobrevivirá a cualquier hipotético desastre nuclear, pero no a nuestros zapatazos que las dejan convertidas en estampillas.
Años atrás, muchos a mi parecer, era aún peor, ya que partíamos al cine padre, madre y hermanos, nos regocijábamos con el nutrido programa fílmico y cuando regresábamos, ya de noche, sólo era cosa de encender la luz para que un enorme manchón negro se disgregara en todas las direcciones. Eran las cucarachas, que salían de todos los rincones para adueñarse de la casa. Entonces, nos enloquecíamos al ver tanto bicho suelto y comenzábamos a zapatear sobre ellos, quedando la pieza convertida en un campo de batalla, con numerosos cadáveres despanzurrados por doquier.
Me pregunto si será posible firmar un armisticio con ellas, llegar a algún acuerdo, reivindicar nuestro territorio, cediéndoles una parcela lejana para que vivan y se reproduzcan a destajo. Pero no, ellas no respetan nuestra intimidad, trepan las cortinas y de pronto nos sentimos observados desde las alturas por estos pequeños demonios color azabache.
Con las arañas de rincón es distinto. Ellas, silenciosas y recatadas, sólo se aparecen de vez en cuando, produciéndonos un espanto frío, tal como si nos encontrásemos a boca de jarro con un tipo que porta una metralleta. Asustan, claro que sí, ya que pueden asesinarnos con una simple mordida, pero a la vez, no saben utilizar bien su espantosa investidura, mostrándonos sus dientes o frunciendo el ceño. Muy por el contrario, ante nuestra presencia horrorizada, sólo atinan a huir por cualquier rendija. Además, tenemos a nuestras aliadas a la mano: las arañas tigre, que son algo así como esos personajillos flacos e insignificantes que bajo su feble investidura, portan el arma secreta. Ellas, paralizan a nuestras enemigas y luego se las manducan sin remordimiento alguno.
Concluyendo, amo la primavera, sus rubores y ese sol que brilla por doquier, pero, los bichos que llegan con la calidez del clima, me quitan en parte ese entusiasmo y sólo me alivia la circunstancia que existen efectivos insecticidas y que hasta el momento estoy indemne a las mordeduras de cualquier alimaña…
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