Cabría decir que si las nubes gozaran de intencionalidad habrían estado burlando la lluvia sobre el pueblo de Esperanza desde hacía mucho tiempo. El agua que descendía por el arroyo Mataculebras era el único aporte hídrico que recibía el valle y eso era porque el deshielo de las próximas cumbres no podía evitar por completo la ley de la gravedad. El arroyo entraba por la parte alta provocando una cascada en el arrabal, que se serenaba progresivamente a medida que avanzaba por el pueblo, para acabar trazando una amplia curva en las huertas poco antes de despeñarse por el paso del Lobo y continuar el accidentado camino del desfiladero antes de llegar a las tierras bajas de Sopena.
Jacinto observó cómo una hoja parda entró en la acequia mientras descansaba apoyado en la azada. El agua comenzó a inundar los terrenos que acababa de preparar y la tierra roja fue absorbiéndola, haciendo desaparecer así las grietas que, por el contrario, parecían aumentar en el ajado rostro de Jacinto. Levantó la vista para fijarla en el amontonamiento de casas de Esperanza. No se sabía a ciencia cierta de dónde procedía el topónimo pero algún historiador lo ubicaba en el periodo de la invasión musulmana, cuando un grupo de cristianos remontara el tortuoso desfiladero del Lobo para acabar estableciéndose en aquel valle perdido.
Fue en ascenso, con paso lento, en el camino hacia el pueblo, dejando al agua obrar y, sin alzar la vista, pasó por delante de las primeras casas. Las vigas reposaban sobre el rojo suelo en medio de un cerco de adobe que parecía haber reventado por dentro. Al llegar a la plaza de la iglesia, no se volvió para contemplar los únicos muros de piedra que conociera el lugar, abiertos al cielo mostrando sus arquerías como el esqueleto de un pájaro pugnando por remontar el vuelo. Atravesó las calles silenciosas de camino al cementerio.
Al igual que todos los días y como parte del mismo ritual, cerca de la tapia se arrodilló junto a un montón de tierra donde estaba enterrado Pulgas, su último compañero. No se comprende cómo pudo llegar ese chucho hasta Esperanza atravesando las montañas, pero cuando Jacinto lo vio descendiendo la ladera y correr directamente hacia él, esbozó lo que alguna persona de corazón optimista podría haber considerado una sonrisa. Pulgas no se separó de su amo desde entonces y hasta que falleciera diez años más tarde. Jacinto aún tuvo que superar otra prueba de mayor crudeza cuando, fugazmente, se le pasó por la cabeza la idea de alimentarse de él y recordar así el sabor de la carne. Los surcos de su rostro se hicieron más profundos cuando terminó de sepultar con sus manos el cadáver prácticamente íntegro de lo que había sido su último ser querido.
Las rutinas son tranquilizadoras aunque se encuentren ya desprovistas de significado; del mismo modo, Jacinto retiró la cadena que cerraba la cancela del camposanto con el habitual gesto ceremonioso. Abrió y dedicó una vasta mirada a las tumbas. Emitió un largo suspiro y retomó su camino hasta un agujero abierto en el suelo. Rugió entonces una ráfaga de viento que al remover los cipreses le hizo pensar, por un momento, en un vehículo atravesando el paso del Lobo. Con lasitud comprobó que eso jamás sucedería de nuevo, pues Esperanza ya no figuraba en los planos; la carretera que ascendía desde Sopena reposaba desde hacía ya mucho bajo un sudario de cascotes y, por supuesto, tampoco quedaba nadie con vida que quisiera subir.
Jacinto volvió su mirada a la fosa que permanecía cavada para él desde hacía años, poco antes de que el pueblo cayera en el olvido, justo después de que la Muerte negligentemente ignorara que debía pasarse por aquel rincón. Fue asaltado de nuevo por el mismo presentimiento de que jamás llegaría a ocupar ese agujero. Con resignación arregló los bordes, removió la tierra para que estuviera suelta, cruzó de nuevo la cancela y echó la cadena de camino al resto de la eternidad. |