Llegó el día, deberían de zarpar a las tres y media de la madrugada, desde un punto intrincado, relativamente cercano a la desembocadura del Río Canimar, donde de manera permanentemente se mantenía estacionada una torpedera, cuya misión era cubrir toda la costa norte desde Bacunayagua hasta Hicacos — península donde está enclavada la playa de Varadero. Tenía que ser a esa hora, puesto que el cambio de tripulación de la torpedera se efectuaba a las cuatro, media hora antes cuando empezaban los preparativos y media hora después, nos facilitaría al menos una hora para alejarnos del alcance de los cañones de la embarcación artillada en caso que nos detectaran.
En horas de la noche del día anterior a la partida mi hermano, iría a recogerme a mí y a Michael, tal como se había acordado, mientras que Julito traería a Marcos. No habían pasado cinco minutos de la hora indicada cuando apareció el carro de él… Sin esperar apenas que se detuviera, ambos nos dirigimos hacia el vehículo, yo fui el último el llegar al auto. Una vez más en mi se reafirmaba la idea de que no era tan fácil dejar a los seres que mas quería, luchar contra los sentimientos como lo había soñado no era sencillo, y mientras avanzaba a tomar el vehículo me preguntaba si en verdad había llegado el día en que dejaría a m i familia y a mi Cuba para siempre.
No adivinaba mientras tanto, que en Michael los deseos de volver a su casa ocupaban su mente, aunque trataba de no hacerlos aparente. Al subirse al auto de mi hermano, su amigo, dejó que el viento entrara por la ventanilla, mientras perdido en su yo interno buscaba, tal vez, en el cielo algo divino que le impidiese la huída o lo protegiese en caso de ser esa la decisión…
Mientras tanto en otro lado de la ciudad Marcos caminaba apresuradamente hacia la esquina donde iba a encontrarse con Julito, quien aun no había llegado aún a la parada de la “guagua” donde habían quedado en reunirse… temeroso que este se hubiese arrepentido, decidió esperarlo, al menos una hora, mientras luchaba consigo mismo para mantenerse tranquilo, pues se sentía, inquieto, desesperado. Se ubicó en la parada, haciendo ver que estaba a la espera del ómnibus, levantó su pierna izquierda y la recostó al muro de una casa. Casi de inmediato divisó a un sujeto del barrio que se aproximaba, se recordó que lo había visto en ocasiones con Julito, por lo que se le acercó para preguntar si sabía el paradero del amigo de ambos.
Le habló pausadamente como temiendo de antemano que el recién llegado sintiese el temblor de sus palabras debido a su marcado nerviosismo… no supo nada… Ante la ignorancia del destino de Julito por parte de este, Marcos., muy preocupado, decidió continuar esperándolo, pero por un tiempo prudencial. Julito nunca llegó, dos horas antes del encuentro fue apresado en una redada ajena a la fuga, mientras que Marcos., quien desconocía lo que en realidad había sucedido, al no presentarse, decidió acudir por sus propios medios al lugar donde todos nos reuniríamos antes de la partida hacia “tierras de libertad”.
Una vez allí, a escasos cien metros sitio donde deberíamos permanecer hasta tanto llegara la embarcación, se encontró conmigo quien estaba alerta y esperando al resto de la gente, en compañía de mi hermano, quien debido a la insistencia mía de que se fuera conmigo, a lo que había rehusado constantemente, decidió mantenerse allí en el lugar hasta tanto no nos perdiéramos en lontananza… entonces, solo entonces regresaría a nuestra Habana Vieja. Todo el grupo al enterarse por boca de Marcos de lo sucedido, sospecharon de inmediato que Julito los había dejado embarcado, el muy “maricon” se había “rajado” a última hora. Algunas semanas después nos enteraríamos que había caído preso por el mercado ilegal de ropa a que se dedicaba, ajeno a la partida nuestra, cuando desde Miami llame a mi hermano a La Habana, y este me informó sobre lo ocurrido.
La espera allí de la hora acordada, se hizo realmente insoportable para todos nosotros, ninguno se atrevía a articular palabra alguna. Aquella fresca madrugada transcurría en una tensión nerviosa incalculable, la esperanza de todos era, cuando amaneciera, una vez en alta mar, ver si con la luz podíamos retomar fuerzas. A nadie le importaba que pudiera pasar en el transcurso del próximo día, pero para mí era sumamente importante tomar todas las medidas pertinentes para que todo saliera como se había planificado. Inmediatamente después de despedirme de mi hermano y suplicarle que se fuera conmigo de una vez por todas… cuando finalmente se fue asumí la dirección del pequeño grupo, no porque fuera el más adecuado, sino porque fue la decisión de mis amigos, al notar en mí una calma, que ni yo creía posible en momentos como aquellos.
Usando la contraseña que Julito había acordado de antemano con el patrón de la embarcación en que huirían de Cuba, al ver que se acercaba a donde se encontraban los tres, se identifico con el tal Leocadio y le hizo entrega del resto de la suma acordada —la primera parte, ya Julito se la había entregado cuando hicieron los arreglos para la salida. Tan pronto se dio la señal de subirse a la embarcación, todos corrimos hacia ella, aunque ni siquiera veíamos bien dónde diablos estaba… no sabría decirle que lo motivaba si la alegría que los separaba de la libertad, o el temor ante lo inesperado. En realidad me sentí orgulloso, conmigo mismo y con mis amigos, más que eso ya hermanos… pues el biológico había optado por quedarse junto a mamá, sentí la admiración por aquellos que junto a mi nos lanzaríamos en breve a la búsqueda de la libertad, solo porque sentíamos la necesidad y el derecho de poseerla, a pesar del peligro y de lo que pudiera pasarnos durante la travesía.
Todo estaba preparado y listo para la partida…junto al patrón de la embarcación se encontraba otro tripulante, con un aspecto realmente repulsivo, además de un grupo de personas entre hombres, mujeres y niños, desconocidos para nosotros, pero unidos por un mismo destino… sumábamos quince personas en total, incluyendo Leocadio, su ayudante y nosotros tres… pensé inconscientemente en lo que ocurriría cuando llegara mi padre a recogernos en su lancha rápida que por muy buena que esta fuese no era un “ferry” de pasajeros… y en ella sólo había espacio para cuatro personas, si el resto no había coordinado con sus familiares en la “Yuma” el momento y el lugar de su recogida, sería imposible ayudarlos y transportarlos hacia “tierras de libertad”.
La embarcación con Leocadio a la cabeza zarpo según lo planificado a las tres y media de la mañana de ese día, a escasas dos horas del amanecer, con el propósito de aprovechar la poca visibilidad que tendría la torpedera cubana en caso de que nos sorprendiera en nuestro intento de fuga. La nave, se deslizaba lentamente, no sólo debido al peso que trasportaba, sino también evitando llamar la atención con la estela que pudiera provocar la nave si aumentaba su velocidad. Habían trascurrido ya las primeras horas de la travesía y rebasado el límite de las aguas territoriales cubanas cuando la embarcación comenzó a detener su marcha… al tener problemas con el Loran quedamos a la deriva a merced de lo que podía acontecer, sin saber si sería bueno o malo lo que nos deparaba la suerte… ese juego terrible al que a veces nos enfrenta la vida.
Finalmente la corriente nos condujo de nuevo a aguas cubanas, y ante el temor de que en un momento a otra apareciese la torpedera, cundió el pánico entre todos nosotros. El patrón se mostro valiente y enfrentó a la acobardada tripulación, entre los que me encontraba simulando el temblor que recorría mi cuerpo, nos expreso que era imposible que la torpedera llegaba, porque según la información que le habían dado, esta estaba varada en el lugar, donde la estaban arreglaban, por lo que no podía salir a cumplir su misión, y el hecho de que los castristas hicieran por mantener el cambio de guardia no era otro que poder amedrentar cualquier posible salida del país, como la que nosotros estábamos llevando a cabo.
En aquellos momentos la sed comenzaba a resecar mis labios, habíamos consumido casi toda el agua que traíamos. La sed nos trastornaba a todos, mas tarde fue el hambre, luego la fatiga y al final la desesperación que nos embargo por completo… Yo esperaba que tan pronto se resolviera el problema técnico, la embarcación continuaría la travesía rumbo a Las Bahamas, para desembarcar a la gente en un lugar seguro y posteriormente regresar a Cuba como lo había ya hecho Leocadio en más de una ocasión. Allí, en el sitio acordado de antemano, cada cual se las ingeniaría como fuese, algunos, como nosotros seriamos recogidos por otras embarcaciones, el resto, o los recogía algún familiar —como a nosotros coordinado de antemano—, se entregarían a las autoridades bahameses, o se quedaban allí esperando de que algún barco pudiera o quisiera trasladarlos a territorio norteamericano.
Si bien la sed, el hambre, la fatiga y la sensación quemante de la terrible y continua insolación provocada por el sol caribeño, pude olvidarla con el tiempo, la fatídica escena del cadáver mutilado de mi amigo colgando de ambos lados de las fauces del tiburón, en cambio, nunca podrá borrarse de mi mente.
…en realidad no estaba seguro de lo que había visto…un movimiento brusco del bote me llamó la atención… no sé cómo se cayó al agua… no podíamos ver nada, salvo las olas ocasionadas por las brazadas de este, tratando de regresar a la embarcación que se alejaba poco a poco, impulsada ahora por el viento…
…de pronto uno de la tripulación señaló con el dedo índice hacia una especie de mancha gris plateada que describía un lento círculo en torno al lugar donde creíamos ubicar a Michael, mientras gritaba impacientemente… ¡Hacia allá coño!, tenemos que sacarlo del agua cuanto antes, había gritado el observador.
La aleta de un enorme tiburón de un color gris ferroso, que se tornaba por momentos en azul, asomó desafiante a la derecha del hombre caído al agua… el peligro era inminente. El escualo se movía veloz, abriendo y cerrando su boca como si respirara, en dirección a Michael, quien buscaba ganar la embarcación nadando a toda prisa. En su continuo y desesperado pataleo emitía ciertas señales que eran percibidas por el tiburón. Si bien hasta entonces habían sido débiles señales, no por ello eran menos efectivas, pues ante la borrosa visión del pez estas le servían para orientarse, a fin de poder localizar su presa…
— ¡Oye!…trata de mantenerte flotando, ya te alcanzamos… no te muevas mucho… el no ve bien, se orienta solo por el chapoteo del agua… Gritaba Leocadio al desesperado joven, tratando de calmarlo, mientras este continuaba nadando en dirección a la embarcación…
Al parecer los reclamos de Leocadio hicieron efecto en Michael, quien se detuvo por un instante, quizás realmente haciendo caso a los gritos del “patrón”, o tal vez para descansar.
En ese momento las razones eran lo menos importante, lo cierto fue que al perder el tiburón las señales emitidas por el nadador, este aminoró la velocidad y giró su cabeza de un lado a otro, como tratando de recuperarlas… fue entonces cuando fatalmente el joven desesperado por alcanzar la embarcación reanudó sus movimientos… sus brazadas y sus patadas ocasionales emitieron nuevas señales, las que fueron captadas de inmediato por el escualo, que estando casi debajo mismo de Michael sintió la llamada desde la superficie y entonces atacó.
—¡Apúrate carajo!, ¡Sube! Recuerdo que le grite desaforadamente…
El tiburón impulsándose hacia arriba se lanzó en busca de su presa, emergiendo entre un chorro de agua, a la par que abría su mandíbula y la cerraba de un sólo golpe, para engullir piernas, tronco y brazos del infortunado…
—Lo atrapó… Hagan algo. Clamó Marcos dirigiéndose al resto de la tripulación.
—Ese hombre ya está muerto. Dijo alguien sin inmutarse siquiera.
— ¡Quien coño lo sabe! Respondí colérico…
—Tenemos que alzarlo. Gritó otro.
En cambio Michael no tuvo tiempo de gritar, incluso si lo hubiera tenido, no hubiera sabido que gritar, no había visto siquiera al tiburón… lo único que sabía es que estaba en eminente peligro hasta que recibió una especie de brutal encontronazo, un golpe violento en la boca del estomago, que lo dejó de inmediato sin aliento mientras una debilidad inmensa, como un vacío colmaba todo su ser. La última cosa que sin dudas vio Michael antes de morir fue como el tiburón lo contemplaba a través de una cortina formada con su propia sangre.
—Lo ha devorado, está muerto. Afirmó ahora el “patrón” de la embarcación, no hay nada más que hacer, el pez ha mordido y el hombre está muerto. Mientras el enorme pez se sumergía con un movimiento de su parte central, triturando la masa de carne y huesos de nuestro amigo…
Con temor a no poderlo verificar, bien puedo afirmar que el ultimo y único pensamiento que paso por la mente de Michael fue, como poder alcanzar la lancha, mientras me tendía la mano, aunque lo mejor sería sumarnos a lo que dicen muchos, cuando afirman que en ese momento se hace un recuento documental de toda la vida, instante por instante. De seguro en ese recorrido, en primer lugar para Michael aparecieron sus padres, en particular su madre, a ratos sus enamoradas, o nosotros sus amigos Marcos, Julito, mi hermano y yo, y tantos otros, sus aventuras, sus logros o fracasos, desdichas, añoranzas y aspiraciones.
Tal vez imaginó en ese momento, el disfrute del deseado e inalcanzable trasero de María, o por qué no, que había procreado un hijo con Patria a la que amó a su manera y obedeció incondicionalmente mientras estuvo a su lado. De igual manera de seguro transitó nuevamente por las calles y avenidas de la querida barriada de La Habana Vieja que lo vio nacer, o se proyectó en los desconocidos vericuetos y parajes de la ciudad de Miami, donde sin duda lo habrían recibido con los brazos abiertos.
Sin embargo dedicarnos a imaginar lo que pasa por la mente de una persona que llega al final de su vida en tales circunstancias sería adentrarnos en inútiles divagaciones ajenas a nuestra trama. No obstante, lo que sí es cierto, es que tanto en la mente de Michael como en la de muchos compatriotas nuestros, que a lo largo de más de cuatro décadas intentaron cruzar el corredor marítimo que separa la “suciedad” cubana de la “tierra de libertad”, ya en veloces lanchas, en pequeñas embarcaciones o en frágiles balsas construidas artesanalmente bullía la idea de campear cualquier obstáculo, asumir cualquier riesgo, o afrontar cualquier tipo de peligro, incluso el de morir ahogado o en las fauces de un tiburón para lograr la ansiada libertad.
Mientras tanto, a escasas cien millas del lugar en que el grupo que embarcaría hacia “tierras de libertad” se enfrentaba a tal tragedia, otra embarcación, la “Phantom” de mi padre de siete metros de eslora mucho más potente que la que capitaneaba Leocadio, surcaba con rumbo Noroeste el denominado Estrecho de la Florida… el piloto fijando sus ojos en la consola de mando, observaba detenidamente los instrumentos, el compás, el tacómetro, así como el número de revoluciones por minutos y la presión de aceite. Piso con fuerza el pedal a su derecha bajo el volante lo que hizo que las agujas de inmediato saltaran como si despertaran de golpe…
Observó como la hélice de su lancha rápida barría una turbonada de espuma a popa y los siete metros de eslora de la Phantom aceleraron en movimiento, enfilando hacia las Islas Bahamas, para en un punto cercano a las mismas recoger a su hijo y amigos… Ambas naves habían salido a la hora prevista, y a pesar de que no mantenía comunicación directa con la lancha de Leocadio, alguien de su absoluta confianza, desde Cuba le había informado por radio, que su hijo había partido sin inconveniente alguno y que todo se venía cumpliendo según lo planificado.
Una vez llegado al lugar indicado, situado en un pequeño islote del archipiélago bahamés, no encontraron señal alguna de los hombres, ni rastro de la lancha. A instancias de mi padre el “patrón” de su yate reviso si en realidad estaban sobre las coordenadas acordadas, o existía algún error en su apreciación. Al cerciorarse que no estaban equivocados decidieron esperar un tiempo prudencial mientras bordeaban los cayos en dirección Este-Oeste, siguiendo la posible ruta de llegada de la embarcación, a fin de buscar alguna pista, mientras mi padre se comunicaba con el radio-aficionado de su confianza en Cuba, a fin de confirmar si en realidad la embarcación partió de la Isla.
Una hora más tarde, mi padre se comunicaba por la radio nuevamente, esta vez, con su “contacto” en la Guardia Costera norteamericana, para averiguar si habían recogido a alguien en aguas cercanas de Las Bahamas o si tenían noticias de algún naufragio… ante la negativa decidieron esperar otras dos horas. Pasado ese tiempo, volvió a llamar, ahora a un recibidor situado en un punto de Cayo Hueso.
De antemano sabía que la persona a quien llamaba, solo lo haría en una caso de emergencia, como este y quien no era otro que un antiguo “contacto” suyo en la Isla, estaba bien al tanto de lo que ocurre en los mares cercanos a la Isla y no le fallaría. Dicho sujeto, de haber ocurrido algo, lo sabría pues mantenía contacto directo con las autoridades de ambos gobiernos, y por la “amistad” que una vez lo unió con él, sin la menor duda le diría la verdad de lo acontecido, de no estar enterado de nada, indagaría en las instancias superiores y rápidamente se lo comunicaría.
Mi padre —según me narraba luego de mi arribo a “tierras de libertad”—, que ya mostraba un marcado nerviosismo, pues había perdido su habitual ecuanimidad, ante la posibilidad de que no hubiese señal alguna de de su hijo y de los amigos, esperaba cualquier respuesta por amarga que esta fuese, si no había, regresaría de inmediato a Miami. La noticia no se hizo esperar… supo de un rescate en las inmediaciones del archipiélago, de más de una docena de “balseros” cubanos, entre ellos algunas mujeres y dos niños, efectuado casi al mediodía por un carguero de bandera panameña, que saliendo de Bahamas navegaba con rumbo a La Florida. Se enteró también de la pérdida de uno de ellos, un hombre joven, quien fue devorado por un tiburón después de caer al mar.
Al interesarse desesperadamente por las características físicas del infortunado navegante, las que habían sido descritas por sus “compañeros” sobrevivientes, eliminó la posibilidad que lo acongojaba de que fuese su hijo…
… ¿Quién pagará por tu vida valiente balsero que no llegaste?… que pasará por la mente de los tuyos cuando no sepan de tu arribo… algunas de estas preguntas se habrá hecho mi padre…
— ¿Quién va a ser? Podría responderle cualquier cubano el hijo de puta de siempre…
Una vez que mi padre verifico que yo y mis amigos estábamos en el carguero que viajaba rumbo a La Florida, puso la “Phantom” en movimiento y regresó a Miami donde de inmediato inició las gestiones pertinentes para que una vez que los “náufragos” fuesen entregados a las autoridades estadounidenses de inmigración pudiese contactar con los recién llegados y viabilizar la reunión de estos con sus familiares.
Tras los trámites e investigaciones de rigor realizadas por los funcionarios norteamericanos, los sobrevivientes de una de las tantas y continuas incursiones de “balseros” procedentes de Cuba que tuvieron lugar en las postrimerías de la década de los setenta, pudieron abrazar a sus familias. Yo en particular hacía mucho que no veía a mi padre y nos fundimos en un caluroso abrazo, olvidando, al menos por el momento, la tragedia ocurrida durante la travesía, y que llevó a mi amigo Michael a formar parte integral de la tétrica y larga lista de aquellos balseros que no llegaron a las ansiadas “tierras de libertad”
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