Participan en este cuento compartido: *inicio divinaluna**desarrollo morgund ***Strómboli ****umbrio
Experimento macabro
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Echó la última palada y se irguió encima del túmulo de tierra fresca.
Había comenzado a llover y con la herramienta al hombro cruzó ante mi sombra, tan cerca que sentí su aliento en mi cara. Movió la nariz como un mastín entrenado, pero no me vio.
La lluvia arreciaba y el extraño apuró el paso. Había llegado cerca de las once, lo supe porque miré el celular para silenciarlo, advertí que el bulto que cargaba se movía y profería sonidos extraños. Entonces me escondí detrás de una pared a medio construir, con el corazón acelerado por inusitado temor.
No sé cuánto tiempo estuve inmóvil, pero cuando por fin salí de mi escondite, corrí hasta el paredón del cementerio y me escabullí por uno de los huecos, hacia la calle.
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Mi corazón latía como caballo desbocado pero aun así tuve valor para detener mi huída. La curiosidad retumbaba en mi mente como los tambores de la guerra, entonces tuve el valor y me devolví tras mi sombra a atestiguar nuevamente la aterradora escena.
El cielo se despejaba tan rápido como huía aquel guardián del bulto con extraña sinfonía. Lo seguí por ingenuidad o valentía, quizás podría servir de informante para algún policía. A media milla, quizás un poco más se detuvo. De esquina en esquina su bulto seguía moviéndose como en un macabro baile. El agua se delizaba por el rostro del hombre que al poco tiempo dejaba su carga en el piso y para mi asombro, golpeaba con gran ira aquella cosa que ocultaba dentro de la bolsa.
Me acerqué lo máximo posible y aún así no pude ver qué tenía la bolsa. El extraño desapareció finalmente entre sombras de árboles junto al cementerio. Entonces, quizás en un impulso desatinado, fui a ver aquella cosa que ,a pesar de los golpes, aún se movía.
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Sin hacer ruido me acerqué a aquel bulto, que de pronto se inmovilizó. Un escalofrío recorrió mi nuca. Temblé de miedo, La curiosidad propia de mi juventud, me decía que tenía que hacer algo, nada de quedarme quieto. Llamé por el celular al decano de la Facultad de Medicina. Le informé lo sucedido y me advirtió que no tocara nada sin ponerme guantes, no fuera a dejar huellas. Era mi deber como futuro médico el salvar una vida. Lo había prometido al pronunciar el juramento hipocrático cuando inicié mi período de prácticas.
Al ver lo que contenía la bolsa, se me hizo un nudo en la garganta, no esperaba encontrar a una criatura recién nacida. Tenía el cuerpo amoratado, sus ojos miraban sin vida. Estaba muerta. ¡Maldije para mí! El muy desgraciado, era un asesino. Teníaa que llamar a la policía sin demora. ¿Cómo explicar mi presencia en el cementerio? No podía dar explicación alguna. Me metería en problemas con la justicia, y eso es lo que menos me convenía. Soy ayudante del Dr. Anasagasti, mi mentor .Desde mi posición de alumno aventajado, me he ganado su confianza y en noches cerradas como la pasada me acerco al camposanto para robar algún cadáver para luego efectuar autopsias y otros experimentos de genética. El doctor era un ferviente admirador de Josef Mengele, igual que éste estaba obsesionado con cambiar el color de los ojos de los sujetos que estudiábamos.Yo no estaba de acuerdo con sus métodos que escapaban a lo legalmente permitido y al ayudarlo sabía que me convertía en un paria que vivía al margen de la ley.
Me acerqué a una cabina telefónica cercana y desde allí llamé a la Jefatura de la Policía e informé el macabro descubrimiento. Tenía que irme de allí cuanto antes, cogí el subterráneo para ir a mi pensión. Mi instinto me dicía e que debía cambiar de domicilio cuanto antes…
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Al llegar a la pensión me desprendí de mis ropas empapadas y mi cuerpo rezumaba sudor frío. El efecto de la adrenalina había pasado y mi cuerpo me dolía y temblaba sin control. Continuaba la extraña sensación que me obligaba a escapar, y sin embargo, mi cuerpo se negaba, exigía descanso.
Una luz fosfórica iluminó el cuartucho y empecé a percibir imágenes que no lograba determinar si eran ilusorias producto de mi estado febril o de alguna pesadilla. Lo cierto es que eran vivísimas, veía a la niña del panteón rebosante de vida. La niña me pedía vivir que con su carita angustiada.
Estaba desesperado, no sabía como ayudarla y para consuelo le ofrecí juguetes de apariencia bizarra, que guardaba en mi armario: el mono que tocaba el violín era el primer animal que había diseccionado en la universidad, el ruiseñor de alegre canto representaba mis pueriles investigaciones en la anatomía animal, el primer cadáver que robé del panteón estaba convertido en macabra muñeca que realizaba pujiditos infantiles.
Todas mis extrañezas y excesos fustigaban mi conciencia, pero la niña estaba muriendo, su tez de seda, a la vez que se tornaba transparente se jaspeaba con venitas azules, un ojo perdía color, su boca pálida parecía una rosa desteñida, mustia ya.
De pronto la criatura, en visible estado de descomposición, me abrazó el cuello y pegó su rostro al mío murmurando: “la muerte acecha por la ventana”, el gélido aliento me despertó al mismo tiempo que un cristal del ventanal se fragmentaba dando paso a una amenazante sombra que se apoderó de mi garganta con violencia.
Busqué a tientas algo para golpear al agresor. Un vaso de cristal, que providencialmente estaba cerca, sirvió para atizarle un fiero golpe en la cabeza. El cuerpo fláccido se escurrió de mis brazos, encendí la luz y vi con asombro que era el asesino del campo santo, su vestimenta mojada y sus zapatos enlodados de la arcilla roja propia del panteón lo delataban.
En mi ingenuidad había comunicado al asesino que había sido testigo de su crimen. Pude haberlo detenido un año atrás, cuando descubrí que era capaz de terribles atrocidades con tal de alcanzar sus metas.
El recuerdo de la niña muerta, la de mis pesadillas, que era más convincente, duplicó mi indignación y mi fuerza, decidí matar al Dr. Anasagasti. Quien al verse dominado empezó a justificarse:
-La niña era uno de mis experimentos de genética, quería cambiar el color de sus ojos pero algo falló. Creí que estaba muerta pero cuando me di cuenta de mi error, los nervios me traicionaron. Ofuscado y temeroso empecé a golpearla y murió.
Sin admitir que el “más allá” sea una verdad irrefutable, hay veces que lo inefable nos roza con sus alas. Han pasado los años y el recuerdo de aquella noche me abrasa. No es el remordimiento de matar el que quema, es la cicatriz que dejó en mi oído el frío aliento de la criatura asesinada.
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