“¿ES MUCHO 24 HORAS?”
El sol caía lentamente, y el frío comenzaba a hacerse sentir, mientras sobre la mesa mi café también comenzaba a enfriarse.
Ricardo me había citado en aquel frío y húmedo café, sin darme explicaciones. No las necesitaba de todos modos: treinta años de amistad eran más que suficientes para tomarse esos pequeños privilegios; sin embargo, el aire de misterio que envolvía su voz en el teléfono, me hizo pensar que esa reunión, por algún motivo desconocido para mi, iba a tener un cariz un tanto ominoso.
Llegó puntualmente, como era su costumbre, vistiendo su viejo y raído sobretodo de color caqui. A sus 87 años, las articulaciones ya no le respondían como a los 30, sin embargo aún conservaba el buen porte, y caminaba erguido mientras observaba en derredor buscando mi mesa.
Había conocido a Ricardo en el club, allá por los años 80. Por ese entonces, en la plenitud de mi juventud, no era exactamente como los demás jóvenes de mi época. Poco dotado para los deportes, mis aficiones se inclinaban más hacia las actividades que requieran utilizar el cerebro, por lo que me inscribí en el club con la intención de jugar al ajedrez, y tal vez hacer algunos amigos en el intento.
Ricardo me aventajaba en edad por casi cuarenta años, pero eso no impidió que jugáramos asiduamente, y que a fuerza de tantas batallas ficticias, termináramos siendo buenos amigos. A lo largo de los años transcurridos, nuestra amistad se fue afianzando, y la diferencia de edad nunca significó mucho. De hecho, cada vez se notaba menos.
Esa tarde, Ricardo estaba más serio que de costumbre. La edad había impreso en su rostro una máscara mucho más severa que la firme serenidad que se ocultaba detrás; sin embargo nunca hubiera imaginado la revelación que su sombrío semblante estaba vaticinando.
- Voy a contarte un poco de mi historia, Jorge. Y quiero que me escuches con atención, porque es la primera vez que voy a revelar a alguien este secreto.
- Por supuesto, sabés que podés contar con mi discreción. -Respondí intrigado.
Así fue que Ricardo comenzó a detallarme la historia que les relato a continuación. Creerla o no, queda a consideración del lector:
“Cuando yo tenía doce años de edad, los pibes jugábamos en la calle. Pasábamos muchas horas deambulando por el barrio, ya que nuestros padres trabajaban todo el día, y teníamos mucho tiempo libre.
Yo tenía dos amigos por aquella época: José y Carlos. Los tres éramos inseparables. Nuestro lugar preferido de juegos, era por supuesto el más peligroso. Nos encantaba jugar en el puentecito bajo las vías: un pequeño hueco que habían dejado los obreros del ferrocarril, que mediría menos de dos metros de alto por dos de ancho, y que servía de guarida perfecta para nuestras andanzas.
Uno de tantos días de aquellos veranos interminables, como siempre jugando bajo las vías, se me ocurrió una idea que me pareció genial, y enseguida se la comenté a mis compañeros: ¿Qué tal si nos colgamos de los durmientes cuando pase el tren?.
Mis amigos, que de valientes tenían tan poco como yo, pero de inconscientes mucho mas, aceptaron enseguida el reto. Cuando pasara el próximo tren, los tres nos colgaríamos. El que resista más sería el ganador de la prueba.
Todavía no estoy seguro de dónde salió, pero en ese instante apareció junto a nosotros un viejito. El viejo parecía haber salido de la nada. Ninguno de los tres lo vimos ni escuchamos llegar.
El anciano, mirándonos con un solo ojo, (el otro era de vidrio), nos dijo:
- No hagan lo que planean muchachos… podrían resultar lastimados…
No sabíamos si reírnos del viejo, (no nos decía nada que no sepamos), o simplemente ignorarlo.
Yo le respondí:
- ¿Y usted cómo sabe lo que nos va a pasar?. ¿Es adivino o qué?.
El viejo no pareció inmutarse por la burla, y con mucha parsimonia estaba buscando algo en sus bolsillos.
- Acá está. Tomen esto, los protegerá de los peligros.
Y en su mano huesuda apareció una enorme moneda dorada.
Estiré la mano para tomarla, pero el viejo cerró rápidamente los dedos.
- Hay algo que deben saber de esta moneda. Si la miran bien, observarán que de un lado tiene el número 24, y del otro el símbolo de la hoz. Esto tiene un significado. Cada vez que la moneda salve a alguno de ustedes, 24 horas se restarán de la vida de alguien que conocen. Es decir que la muerte vendrá un día antes para alguien de su entorno. Puede ser un familiar o un amigo, pero alguien cercano a ustedes vivirá 24 horas menos que antes.
Nos asustamos un poco, porque el viejo era en verdad lúgubre, pero no alcanzamos a comprender el verdadero significado de lo que la moneda nos “cobraría” por cada uso.
Sin pensarlo dos veces, tomé la lustrada moneda, y compartí enseguida su fulgor con mis amigos.
- ¡Mirá como brilla!
- ¡Mirá que grande!
-
Sin darnos cuenta, (estábamos demasiado concentrados en la moneda), el viejo que un instante antes estaba entre nosotros, había desaparecido sin dejar rastros.
Entonces vimos que venía el tren. Nos miramos los tres, y tras la muda aprobación miramos hacia arriba calculando la distancia.
Carlos saltó primero, y quedó bamboleándose colgado de un durmiente con las puntas de sus dedos. Enseguida saltó José, y casi al mismo tiempo hice lo propio. Escuchábamos al tren acercarse, y nuestro expectación crecía casi tan rápido como los latidos de nuestros corazones.
Inesperadamente, el ruido se acrecentó muchísimo. La locomotora estaba sobre nosotros. El calor era intenso, y la máquina parecía interminable. El monstruo sobre nuestras cabezas rugía con furia, mientras los tres soportábamos la prueba apretando los dientes.
De pronto, escuché un crujido, y vi caer a José. Medio segundo después, dos crujidos más y tanto Carlos como yo, nos reuníamos en el suelo junto a José, todos con cara de desconcierto, y sujetando un durmiente roto cada uno.
Pocos instantes después, mientras todavía continuábamos observando la máquina desde abajo, vimos que por debajo de la locomotora, cerca del final de la misma, un caño roto venía desprendiendo una poderosa llamarada, que literalmente estaba calcinando todo a su paso.
Los tres nos miramos a la vez extrañados, asustados, sorprendidos y maravillados. Casi habíamos logrado superar el desafío, pero si no fuera porque se rompieron los durmientes, estaríamos completamente asados.
Casi al unísono, gritamos: “¡La moneda!”. Y comprendimos que nuestra increíble suerte no era tal, sino que la moneda del viejo (estábamos seguros ahora de que él era de otro planeta), nos había salvado. Un durmiente, puede ser que esté podrido y se quiebre, dos tal vez, ¿pero tres durmientes que se rompan al mismo tiempo?. Nunca se había visto nada igual.
Fue entonces cuando, con infantil inocencia, establecimos un pacto que ninguno de los tres debería romper: No le contaríamos a nadie de la moneda alienígena, siempre la tendríamos con nosotros, y los tres seguiríamos siendo amigos, para mantener esa magia inexplicable que nos había salvado de convertirnos en pollos asados.
Para sellar el pacto, los tres escupimos sobre nuestras palmas, y nos dimos la mano como hombres, apretando fuerte, como para sentirnos mayores a nuestra edad.
Desde entonces, los tres hemos pasado por muchas circunstancias, algunas de mucho riesgo, pero mágicamente hemos salido indemnes de todas ellas, casi siempre atribuyendo a hechos fortuitos las causas de nuestra buena suerte.
Cada accidente que nos iba a ocurrir, siempre nos esquivaba, como si fuéramos sencillamente intocables.
Incluso yo mismo he estado en un importante accidente de avión, y salí totalmente ileso.
Aún en los más mínimos detalles estaba presente la moneda. Ni siquiera me corté nunca un dedo pelando una manzana.
Poco a poco fuimos creciendo, y lentamente tomando real conciencia de lo que el viejo nos había dicho tantos años antes: “24 horas se restarán…”, y esa frase retumbaba en nuestras cabezas.
¿Es mucho 24 horas?. Solamente un día. A veces te pasás el día entero sin nada que hacer, y se te hace interminable. Otras veces los días parecen pasar más rápido. El asunto es el cargo de conciencia. Era difícil cargar con la idea de que un familiar nuestro viviría un día menos por nuestra culpa, pero de todos modos: ¿Es mucho 24 horas?.
Hace varios años, José tuvo con nosotros una importante discusión. Los motivos no son relevantes, pero lo importante es que una semana después del entredicho, nos enteramos de que José había fallecido arrollado por un tren. Aparentemente cruzó sin prestar atención. Sin embargo, Carlos y yo sabíamos que la moneda había dejado de protegerlo, ya que él rompió su parte del pacto.
Dos años después, la desgracia alcanzó a la familia de Carlos: su mujer falleció en un accidente automovilístico, del que mi amigo salió por supuesto absolutamente indemne.
Dos semanas después, mi amigo Carlos, convertido en una sombra de lo que era, a causa del enorme pesar, vino a casa a decirme que deseaba romper el pacto conmigo.
- No quiero dejar de ser tu amigo, pero la verdad Ricardo es que ya no soporto esta vida sin Susana. Y me siento enormemente culpable de su muerte, porque la moneda me salvó sólo a mí, y ambos sabemos que ella podía haber vivido un tiempo más. Es mi culpa que su día llegara.
- Carlos, no hagas nada imprudente, temo por tu seguridad.
- No te preocupes por mí. Estaré justamente donde quiero estar.
Estas son las últimas palabras que escuché de él. Nunca más volví a verlo. A la mañana siguiente leí la noticia en el diario: Carlos se había pegado un tiro en el cementerio, frente a la tumba de su esposa.
Y siempre volvía la fatídica pregunta: ¿Es mucho 24 horas?.
La respuesta la tuve el día en que murió mi esposa: Definitivamente 24 horas es mucho. Hubiera dado un millón de esas monedas por estirar su vida un día más. ¡Y encima la moneda me había salvado muchas veces!. ¡Es decir que eran muchas 24 horas menos!.
Desde entonces he vivido muy solo. De hecho, vos sos el único amigo que me queda; tal vez la única persona en el mundo que se interesa un poco por mí.”
Sus ojos se pusieron vidriosos, parecía a punto de romper en llanto. Sin embargo se contuvo y continuó:
“Yo sé que la moneda me protegerá todavía mucho tiempo. Temo que me alargue la vida, como lo ha venido haciendo hasta ahora. Y al mismo tiempo acortará la vida de personas cercanas a mí…”
De repente caí en la cuenta de que yo era su único amigo. No pude evitar tragar saliva.
“Temo que esta moneda, de la cual el tiempo me ha convertido en esclavo, me haga vivir mucho más de lo que me gustaría. Ya no tengo familia, mis dos amigos de la infancia murieron. Estoy tan cansado, y la culpa es tanta…”
Entonces, inesperadamente, Ricardo se levantó de la silla. Sin decir siquiera adiós, se dirigió hacia la salida del café, con paso tan presuroso que apenas me dio tiempo a levantarme. Lo vi alejarse, y al llegar a la vereda, descendió a la calle sin mirar. Un colectivo que justo pasaba arrasó con su pesar, su soledad y su vida. Todo en apenas un instante.
Totalmente petrificado, me quedé mirando lo que sucedió, parado en la puerta del bar. Fue entonces que miré hacia abajo, y pude ver una gran moneda dorada, que como movida por alguna fuerza misteriosa, venia rodando sobre la vereda, hasta detenerse justo entre mis pies.
Me agaché y estiré la mano para tomarla, pero a último momento dudé. ¿Sería cierta la historia de Ricardo?. Si era así, esa moneda me aseguraría muchos años de vida. ¿Pero a cambio de qué?. A cambio de quedar finalmente solo, y con un enorme cargo de conciencia.
Me levanté rápidamente, y continué caminando hacia el lugar del accidente, sin mirar atrás. Mi amistad estaba muy por encima de un simple círculo dorado. En el camino me crucé con un anciano que me miraba con curiosidad. Yo estaba muy apurado para detenerme, pero hubiera jurado que el viejo tenía un ojo de vidrio…
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