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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, el Futuro del Pasado: Capítulo 16.

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Capítulo 16: “En la Taberna”.
-¡Gran bienvenida a este nido de ardillas, arañas, arpías o lo que sea esta gente!-masculló Esperanza al leer el letrero.
-¿Qué dice?-preguntó Arturo.
-Primero nos dan una zalamera bienvenida a las Islas Malvinas, que es a donde llegamos, y acto seguido nos piden que les paguemos como impuesto el 10% del valor total del barco-contestó ella.
-¿Y?-quiso saber él, quien por cierto, no captaba nada.
-Nos robamos ese barco, estamos registrados en todos lados como piratas e iremos derechito a la cárcel, además que si pasaran por alto ese detalle no podríamos pagarles porque nos robamos el barco y no tenemos ni idea de cuánto vale, maldita sea, nos pondríamos al descubierto-masculló ella.
-¿Alguna idea, capitana?-preguntó Arturo.
-¿Tú crees que si tuviese una maldita idea estaría aquí martirizándome?-retrucó ella.
En ese momento la imagen de un hombre rubio, de casi cincuenta años, medio alto, se perfiló por el camino y a medida que andaba, más se acercaba a la garita que controlaba los desembarcos en el puerto. “Es ahora o nunca”, pensó Esperanza y echó a correr seguida de cerca por Arturo, quien extrañamente no hizo preguntas al respecto. Tenía que aprovechar que el gringo venía de frente al sol y que todo lo que se enfrentase a su rostro lo vería como sombras borrosas, como simple niebla y nada más.
-Stop there!-bramó el hombre (“¡Alto ahí!”), al parecer se había percatado de la presencia del enorme navío que recién había atracado y de los tripulantes que habían tocado tierra sin su supervisión, ni mucho menos sin pasar por su registro.
Para cuando quiso seguir a los jóvenes cuyas sombras se habían recortado contra unos roqueríos más altos que lo normal, éstos ya habían desaparecido otra vez por entre las colonias de pingüinos que miraban asustados aquel panorama de dos muchachos corriendo a todo lo que les daban las piernas, como huyendo. Los pastizales y el musgo crecían a libre albedrío por entre y sobre las rocas.
Los jóvenes corrieron y corrieron hasta que llegaron a una oscura caverna al doblar hacia el corazón de Gran Malvina. Ni lerdos ni perezosos se escondieron dentro, sin siquiera un poco de luz que alumbrase la viscosa piedra.
-¡Tengo frío!-se quejó Esperanza.
Arturo, tan caballeroso como siempre se quitó su chaqueta y la puso sobre los hombros de la chica, quien lo miró agradecida. El invierno en las Islas Malvinas era espantoso, todo el mundo iba y venía completamente congelado. El viento soplaba con fuerza y una pequeña y helada lluvia caía sobre cualquier persona que no estuviese guarecida.
De pronto se escucharon pisadas en las rocas. Eran demasiado firmes como para ser las de un simple e inocente pingüinito, pero eran muy débiles como para pertenecer a un vehículo. Era el británico encargado de las aduanas.
-Come here, come here!-boceaba el hombre creyendo que de un momento a otro ellos obedecerían estúpidamente a su llamado y acudirían a que les pusiera las esposas.
Una sombra se recortó contra la entrada a la húmeda caverna, sin duda el inglés los estaba buscando y se había detenido un momento para ver mejor y de pasada tratar de echar una mirada a los interiores de la diminuta caverna, en la cual con suerte cabían Esperanza y Arturo uno al lado del otro y de pié, estirados como maderos.
Al percatarse de ésto, Arturo se abalanzó sobre Esperanza, cubriendo el cuerpo de la chica con el suyo y apoyando sus manos contra las rocas. Ambos se paralizaron ante un contacto tan íntimo, tan cercano. Sus respiraciones se paralizaron y nunca supieron si eso fue por culpa del británico que los rondaba o por estar tan cerca el uno del otro, tan cerca que podían sentir los acelerados latidos del otro ser.
-Ya se fue-murmuró Esperanza tratando de no mostrar su debilidad ante aquella cercanía.
-Cierto-dijo él liberándola de una buena vez.
Ambos salieron de la cueva, con el protector Arturo a la cabeza. Así iniciaron la marcha hasta Port Howard.
-¡No entiendo nada de nada!-dijo Arturo.
Aquellas calles eran demasiado ajetreadas como para tener unos simples 200 habitantes y nada más.
-¡Ven, sígueme!-indicó Esperanza tratando de hacer escuchar su voz en medio del bochinche existente.
Se toparon en su camino con varias personas vestidas increíblemente abrigadas a causa del frío nocturno reinante en Gran Malvina. Como era día viernes, la mayoría de la gente iba a restoranes para comer algo decente en familia. Los focos eran rústicos y otorgaban una luz bastante lúgubre en aquellas calles empedradas. La gente producía un bullicio asombroso.
-Tenemos que salir de aquí, capitana-dijo Arturo detrás de Esperanza.
-No, ya no podemos, sigue andando-dijo ella.
-No entendemos nada de nada de lo que dicen, tenemos hambre, mejor volvamos al Rosa-indicó él.
-No podemos, y ahora tenemos que hablar con alguien que nos diga dónde comer algo decente-dejó oír su voz de mando la muchacha.
-Está bien-.
Toda la gente los miraba con cara extraña, ellos eran unos invasores en su pequeño pueblo en el que todo el mundo se conocía. Al fin la muchacha vio a un tipo bastante solitario que le pareció el indicado como para contestarle todas sus preguntas.
-Hey, you!-dijo ella tratando de llamar la atención del hombre.
La calle se veía lúgubre y con suerte podían verse el uno al otro, atrás de la chica estaba Arturo, como siempre listo para cubrirle la retirada.
-Sos chilena, no hay necesidad de que hablés inglés-contestó él.
-Debe ser el acento. ¿Me puede decir dónde hay un restorán decente?-inquirió ella.
-Mirá, caminá dos cuadras y te vas a encontrar con un restorán a las afueras de la ciudad que da con el río, la comida es espectacular, querida-replicó el tipo.
-Gracias-dijo ella emprendiendo camino con Arturo.
-No te vayás tan rápido, Esperanza Rodríguez-dijo el tipo haciéndola girar sobre sus talones.
Arturo miraba alternativamente al argentino y a su compañera, aterrado, ¿caso esos dos se conocían?
-Tranquilo, estoy acostumbrada a que la gente que no conozco sepa quién soy-dijo ella al notar la mirada de su amigo.
-Te voy a acompañar. Tú y yo tenemos muchas cosas de qué hablar-indicó el tipo.
Sin más preámbulos, los tres sacaron patas y comenzaron a caminar las dos cuadras restantes para llegar al local.
-Yo pago-anunció el hombre al entrar al local.
No recibió respuesta alguna, el lugar era simplemente alucinante. Estaba iluminado tenuemente a la luz de las velas, las cuales se encontraban en los pilares que rodeaban al gran comedor, y distribuidas en las mesas que albergaba dicho salón. La iluminación de por sí era muy lúgubre, pero lo habría sido aún más de no estar aquella enorme araña barroca al centro, el único elemento con electricidad en toda la sala. Arturo miraba todo asombrado, pero Espe, siempre más lúcida que él, pudo sacar carácter y hablar, aunque fuese una sola palabra.
-Claro-dijo mirando embelesada cada rincón.
Los pasillos estaban repletos de mascarones de proa con imágenes de bellas sirenas talladas en su suave madera. En las murallas se juntaban fotos y fotos de aquellos extraños seres mitad mujer y mitad pez. Aquellas ilustraciones se sucedían la una a la otra hasta llegar por los pasillos hasta los baños y las cocinas, sin contar que estaban atestados de barras de bar. Ese era el elemento principal, el plato de fondo visualmente hablando, lo más reconocible, lo que daba nombre a la taberna-restorán: “The Mermaid’s Bay”.
-¿Nos sentamos aquí?-preguntó el hombre sentándose en una mesa que incluía tres sillas.
-Sí, por supuesto-indicó Esperanza, sentándose a su vez y siendo seguida por Arturo.
Un tenso silencio se hizo entre los tres, como si no tuviesen ningún tema en común aparentemente. ¿Para qué les había invitado a comer ese tipo? ¿Cuál era aquel tema tan importante que a ese hombre se le había ocurrido platicar justo en ese momento? Eso se preguntaba Esperanza una y otra vez, mirando fija y detenidamente al tipo que divagaba en anda a saber qué. Lo miraba llena de recelo y desconfianza, no le daba buena espina. En cuanto menos hablaran las cosas irían mejor, por aprovechadora estaba metida en aquel lío, en aquel embrollo mental, pero una cena no se puede despreciar.
De pronto su mirada se posó en Arturo, quien jugueteaba distraídamente con uno de los adornos que otrora estuvo ubicado en el centro de la mesa. La desconfianza de Esperanza se acrecentó al mil por ciento, si ese hombre la mantenía alerta, el lugar la tenía en constante recelo y cualquier cosa que el chico tocase era de temer.
Bajo su vista aún más hacia las manos y las palmas del muchacho, y lo que vio le quitó el aliento, pero no por eso el ímpetu.
-¡Suelta eso!-gritó dando un puñetazo en la mano del muchacho.
Al recibir el puñetazo en su mano el joven soltó lo que tenía firmemente afirmado, como si fuese el custodio de lo que según él era un amuleto y eso era… ¡La figurita de un cocodrilo con una serpiente enrollada!
-¿Por qué?-preguntó Arturo alarmado. Algo malo para Esperanza Rodríguez era malo para él, y eso lo sabía, lo había aprendido con el tiempo.
-¡¿No sabes que da mala suerte tener aunque sea sólo por un maldito segundo algo relacionado con cosas que se arrastren, maldita sea?! ¡Se llevan toda tu suerte, todas tus cosas buenas, todo tu éxito, por el suelo!-profetizó ella furiosa.
Acto seguido la muchacha salió disparada de la mesa con rumbo al cuarto de baño sin vacilar ni por medio segundo, mientras sus dos acompañantes se miraban entre que asombrados y atemorizados, sin saber que la causa de sus miedos era la profecía o el mal carácter de Esperanza.
-¡Los baños están en reparación, maldita sea! ¿Y ustedes qué demonios hacen ahí sentados? ¡Vengan! Tienen que lavarse las manos para quitarse el aura de esos dos bichos-dijo Esperanza pasando por el corredor.
De más está decir que el furibundo y algo estrafalario carácter de la muchacha llamó la atención de muchísima gente que se encontraba en la reconocida taberna malvinense “The Mermaid’s Bay” y, Arturo y el hombre argentino no tuvieron más remedio que levantarse de la mesa, dejando sus cosas para marcar que nadie se sentase allí, para seguir a Espe.
-¡Hasta que llegaron!-les soltó la muchacha cuando los vio salir de la taberna.
Estaba completamente oscuro, pero la luna, con sus suaves destellos de plata iluminaba todo. El viento pasó soplando por los cuerpos de los tres y remolineó los cabellos de la joven, quien al estar congelada se decidió de una buena vez a hacer la operatoria lo más rápido posible.
Así, la muchacha se agachó en la rivera del río para echar a correr la figurita que Arturo había tomado, para que así la corriente se llevase consigo a todo el mal que la imagen pudiese haber surtido en el chico.
-Mierda, mierda, mierda-repitió la muchacha tres veces, siempre secundada por el argentino y por Arturo.
Luego la chica se agachó una vez más con el firme propósito de lavarse las manos para despegar de su propia piel, de su carne, el aura de la serpiente y el cocodrilo inmortalizados.
-¿Qué demonios hacen ahí parados? ¡Lávense las manos maldita sea!-bramó cuando se percató de que los dos hombres seguían parados tan tiesos como si se hubiesen tragado un palo.
-¡Por supuesto!-asintió Arturo agachándose a su vez para poder cumplir con lo que su compañera de travesía sugería o, mejor dicho, ordenaba.
Lo que sucedió entonces, fue una mezcla inigualable entre lo irrisorio y lo alarmante. El muchacho al agacharse no tomó en cuenta que se estaba hincando justo detrás de Esperanza y al querer lavarse las manos le hizo el quite, sólo para ir a dar con todo el peso de su cuerpo desequilibrado en el de la chica. De más está decir que ella cayó al agua en un tris al perder el equilibrio a causa del golpe y él, al perder su punto de apoyo fue a dar al agua, agua en el cual ambos impactaron con la fuerza con la cual dos balas de cañón lo harían.
El golpe del impacto fue duro y doloroso para los dos. El agua salpicó hacia todos lados como si fuese una cascada, o en su defecto una pileta de plaza, mojando hasta al trasandino que amablemente les había invitado a cenar y ahora estaba en la orilla mojado de punta a cabo, de popa a proa, de pe a pa, por haber estado segundos antes lavándose las manos y no haber alcanzado a reaccionar en el momento preciso.
Cuando cesó el salpique de agua hacia un lado y el otro, reduciéndose a unas miserables olitas que corrían desde los cuerpos de los muchachos hasta la orilla, Esperanza comenzó a chapotear desesperada. Había sido una caída desprevenida y la sensación de ahogo la invadía de un punto a otro. ¿Acaso se estaba ahogando? ¿Acaso se iba a morir?
-¡Sáquennos de aquí, maldita sea! ¡Sáquenme! ¡Me ahogo!-gritaba la muchacha una y otra vez con los brazos en alto, tratando así de mantener una mínima esperanza de no ahogarse a medida que subía y bajaba en el agua.
Arturo nadó en la oscuridad hacia ella y, a pesar de su estupor, levantó a la muchacha y la afirmó tan protector como siempre.
-No pasa nada, tranquila, tranquila-le decía una y otra vez a medida que se iban sumergiendo y volvían a salir a flote.
Cuando estuvieron arriba definitivamente se quitaron de la nariz toda el agua posible, siempre con el castañeteo de sus dientes como música de fondo. ¡Esa agua realmente estaba helada! Podían sentir como sus huesos se congelaban uno a uno. Ya casi no podían mover los brazos y no sentían los pies, de hecho casi por segundo perdían la sensibilidad de su cuerpo bajo las caderas.
-¡Auxilio! ¡Auxilio!-gritó Arturo sosteniendo a Esperanza a duras penas.
La muchacha se asió con renovadas fuerzas al cuerpo de Arturo y gritó pidiendo socorro junto a él.
Al cabo de un rato les lanzaron una cuerda para que pudieran volver a la orilla y Arturo ayudó a regresar, tan caballeroso como siempre, a Esperanza primero.
Cuando estuvieron casi en la orilla, el trasandino los ayudó a ponerse en pié.
-¡Vaya! No sabés el susto que me habés dado-les dijo cuando los dos jóvenes estuvieron de pié en la orilla, castañeteando y tiritando de frío, y chorreando agua como si fuesen una pileta.
-¡Gracias por su invisible ayuda!-le soltó irónica y furiosa Esperanza cuando su mandíbula inferior recuperó el autocontrol.
-Espe, Dios siempre hace las cosas por algo y ese algo siempre es bueno, aunque de buenas a primeras no nos demos cuenta de ese significado. Mírale el lado positivo a ésto: ya no te queda el aura del cocodrilo por ningún lado-anunció Arturo tan religioso como siempre.
-¡Tú no me hables! ¡Todo ésto fue por culpa tuya! ¿Tú crees que es muy divertido estar congelada y chorreando agua por doquier? ¡Pues si no te recuerdas de lo desagradable que es, con gusto vuelvo a sumergirte!-amenazó Esperanza.
La única respuesta que recibió la muchacha fue el apreté extra de dientes que Arturo ejerció en sus propias mandíbulas y, luego, un silencio gutural que anunciaba el asombro del cual eran presa sus acompañantes. Decidió de una buena vez que ya era momento de volver a entrar a la taberna. Hacía mucho frío allí afuera y a eso era preciso sumarle que estaba completamente mojada, si permanecía allí por un solo segundo más, tendría un resfriado y quizás cuantas cosas peores en un tris.
Volteó furiosa, haciendo que su cabellera negra chocase entre sí a pesar de estar pegoteada a causa del agua, y luego echó a andar. A los otros dos no les quedó más remedio que seguirla, después de todo no era mala idea.
Abrió la puerta con más rabia aún, haciendo que todo a su paso fuese como un huracán, ella misma incluida y agradeció a toda clase de seres que las luces estuvieran apagadas o, mejor dicho, fuesen muy tenues como para que alguien pudiese ver el aspecto que traía. No le gustaba darles motivos a los demás para que se burlaran de ella, mucho menos de su lado patético el cual había salido a flote en ese preciso momento. Nadie la veía, pero igual se sentía enormemente patética.
-Vení acá-le dijo el tipo al pasar por el lado de ella.
Entonces en ese momento salió de sus cavilaciones. Sin querer se había dado cuenta de que había permanecido parada, apoyada, en uno de los pilares que rodeaban el salón principal. Así que sacó carácter y siguió a Arturo y al trasandino.
-Tenía un regalo para vos-anunció el tipo cuando llegaron a la mesa.
Ambos lo miraron enarcando las cejas, realmente ese hombre los conocía demasiado. A Arturo le causó una suerte de miedo ese conocimiento extremo que el hombre tenía sobre ellos. El efecto que surtió sobre Esperanza lo dicho y observado fue una desconfianza aún mayor. ¿Hasta qué punto la conocía ese hombre? ¿Qué era capaz de hacerles? Ella sabía que ese conocimiento que el tipo tenía sobre ellos conllevaba cosas buenas y malas, pero… ¿Qué tan graves eran las malas?
-¡Aquí están! ¡Sabía que tenían que aparecer!-anunció el trasandino sacando de su mochila negra dos sendas cajas con un cartón exterior que simulaba un paquete de regalo.
-Para vos-continuó entregando el paquete correspondiente a Arturo al mencionado muchacho, quien no hizo problemas.
-Y… para vos-prosiguió para entregar a Esperanza su caja.
-No, muchas gracias, pero no acepto-dijo ella haciendo un gesto con su mano que apoyaba lo que había dicho.
-Pero, Esperanza, ¡es ropa! Y nos hace mucha falta, en especial tras el chapuzón de hoy. Muchas gracias, caballero, voy a buscar un lugar en el que pueda cambiarme-agradeció Arturo.
El muchacho se alejó muy campante hacia una habitación que en el primer ingreso a “The Mermaid’s Bay” había visto vacía y que confiaba le dejasen ingresar. Esperanza bufó, realmente a Arturo había que cuidarlo más que a un niño pequeño, era demasiado confiado. De súbito cogió su caja y se fue tras el muchacho.
-Muchas gracias-decía Arturo cortésmente a la tabernera, quien sin lugar a dudas se había quedado gratamente sorprendida y encantada con los modales del muchacho, en el momento que Espe apareció.
El muchacho abrió la puerta de madera y prendió la ampolleta tras comprobar que la iluminación lúgubre era solamente parte del decorado de aquel místico lugar. Antes de que pudiera cerrar para cambiarse tranquilamente de ropa, Esperanza sostuvo la puerta e ingresó, tras eso cerró.
-No te cambies de ropa, puede traerte alguna consecuencia mágica. Ese tipo nos conoce mucho sin haber cruzado más que un par de palabras y eso no me da buena espina-dijo ella enfrentándose cara a cara al muchacho.
-Sólo debemos confiar en que Dios nos proteja. No tenemos nada que temer… Tú eres la descendiente de una diosa, estás inmune, nada te puede pasar. Y yo, estoy protegido por Dios. No desaprovecharé la oportunidad que Él me dio para preservar mi salud-dijo él.
-Jamás creí que fueses tan oportunista-confesó ella.
En ese momento, ante la pasmada mirada de Esperanza, Arturo comenzó a quitarse la camisa blanca que solía usar en el Seminario y luego en la fantástica travesía, la cual ahora estaba completamente empapada. Luego se quitó el cinturón y cuando iba a sacarse los zapatos se percató recién de lo que estaba haciendo. Decir que enrojeció como una amapola es poco, decir que sus mejillas se encendieron como cuando un semáforo da en rojo y se sintió el ser más estúpido, repugnante y patético de la Tierra, sería más apropiado.
-¡Eh…! ¡Lo siento! ¡Discúlpame! ¡Perdóname! ¡Ay, no, sólo a Dios se le pide perdón! ¡Eh…! ¡Sale de aquí! ¡No, mejor! ¡Salgo yo!-dijo Arturo completamente avergonzado y asustado.
¿Cuál fue la reacción de Esperanza? Reír hasta que le dolieran las costillas.
-Tranquilízate-dijo cuando aún estaba en medio de un ataque de risa-. Yo me voy a vestir a ese rincón.
-¿Qué no era que no te ibas a cambiar?-inquirió él.
-Cambié de opinión-anunció ella.
-Entonces yo salgo-anunció él.
-¡No, no salgas! Tú te vistes en ese rincón y yo en el otro. Yo no te miro, tú no me miras-dijo ella.
-Pero no es correcto-dijo él urgidísimo.
-Arturo…-dijo ella con el tono que demostraba que a Arturo no le quedaba otra opción que no fuese obedecer.
Así, ambos se quitaban prendas, se ponían otras, estrujaban sus antiguas ropas, desdoblaban las nuevas sin siquiera mirar hacia atrás. Esperanza luchaba contra sus cachetes que amenazaban con encenderse en cualquier momento, porque al fin y al cabo eso era lo que ellos querían. Arturo estaba derechamente ruborizado. Después de todo… ¿Qué tan malo podía pasar si se vestían así?
-Nos vemos, te espero a cenar-anunció Arturo saliendo completamente vestido.
Esperanza no supo si maldecir o no a Arturo, si ahorcarlo o no. Después de todo lidiaba interiormente entre sus externos impulsos de golpearlo y los internos que constaban en abrazarlo con todas sus ganas.

Él llevaba una camisa entre que blanca y que crema, unos pantalones negros ajustados y botas altas de hebilla metálica de tono igualmente negro. Un paliacate negro le sostenía el cabello que ahora le había crecido salvajemente. El cuadro lo completaba el cinturón café en el cual venía una pistola y un sable turco.
Esperanza concluyó de vestirse completamente y miró el efecto general en el espejo que extrañamente estaba en esa habitación que hacía las veces de bodega. El paliacate negro le cubría parte de sus enmarañados cabellos, llevaba el camafeo de Anto, luego seguía una blusa blanca de punta a cabo con las mangas anchas que dejaban al descubierto los hombros. La blusa tenía vuelos en los puños. Parte de la blusa estaba cubierta con el corsé negro que bastante trabajo le costó apretar para luego quedar sin nada de aire, el cual estaba con dos piezas cruzadas en la espalda y un montón de aplicaciones en metal. Más abajo venían los pantalones negros sobre los cuales venían las botas igualmente negras con la misma hebilla que llevaban las de Arturo. Al cinto llevaba un cinturón rojo sangre en el cual estaba instalado su Haenger y una pistola igual a la de su compañero de travesía.
Tras observarse una y otra vez concluyó que a pesar de lo extravagante de su apariencia, no se veía para nada ridícula. Al cabo de un rato volvió a la mesa, instalando sobre sí misma tras ese momento de paz a su carácter.
-La mesa está servida, ¡bonne appetit!-exclamó alegremente el trasandino.
Esperanza miró recelosa a la mesa, incluyendo a Arturo que ya atacaba su sopa de espárragos que estaba completamente hirviendo para que los dos tripulantes no cogiesen más frío del que ya habían obtenido como un cruel regalo a las afueras de “The Mermaid’s Bay”. Que ella se hubiese puesto finalmente esas viejas ropas no era indicio de que ahora tuviese confianza plena en ese hombre.
-¿Para qué nos invitó a cenar?-inquirió secamente sin dar ni una miserable muestra de agradecimiento, agradecimiento del cual carecía. Quizás si hubiese probado la sopa su voz se hubiese suavizado.
-Para darles el regalo-dijo el tipo soplando una cucharada.
-¿El regalo? ¿Nos conocemos?-inquirió ella de nueva cuenta aún más desconfiada, con la mano en el Haenger y los pies en la madera del suelo, lista para emprender una veloz huida.
-Sí, claro que sí-contestó el trasandino con una cara de dolor que denotaba que se había quemado con la sopa.
-¿De dónde?-inquirió ella a sabiendas de que no lo había visto jamás en su perra vida.
-Del seid-contestó él, para luego dejar de sorbetear y dirigir sus ojos grises hacia la muchacha-. Te conozco Esperanza Rodríguez, sé quién sos y también sé lo que sos para el seid, el Brisingamen…-dijo él con un mirar pícaro y al advertir los gestos de la muchacha y el respingo de susto del muchacho, continuó-. ¡Ah, lo admitís! ¡Sabés de qué te hablo!
-¿Para qué quería verme?-repitió ella, no dejaría qué ese hombre viese su estupor jamás.
-Ya lo dije, el regalo-contestó él bajando la mirada hacia su sopa.
-Pues, no es la gran cosa. No es nada más que un montón de telas viejas que unidas con un hilo tremendamente endeble dan forma a un prospecto de ropa. No vale mucho-dijo ella sabiendo que había gato encerrado.
-En eso te equivocás, querida. Mirá, te contaré toda la historia, completita, completita, ¿me entendés? Mirá, esas ropas vienen de Inglaterra…-dijo él siendo interrumpido por la muchacha.
-Como todo lo que hay en las Malvinas-aclaró ella haciendo alusión al conflicto bélico entre Inglaterra y Argentina por la posesión del Archipiélago de las Islas Malvinas.
-Escuchá, la familia de mi padre es inglesa y como tú sabés antes del siglo VI d.C., Gran Bretaña se rendía ante la que entonces fue la religión que ahora conocemos por Mitología Nórdica. Desde aquella época se rumoreaba el fin de los tiempos de mano con el grandiosísimo Ragnarök y una ancestro de mi padre hizo una pócima mágica para proteger el cuerpo de forma exterior de quien la portase, así sobreviviría un grupo de gente al triple invierno y podría ir al Asgard a detener esos sucesos, pero ella murió y no sucedió nada. Ahora bien, el frasquito con la pócima sobrevivió enterrado en el sótano de la mansión en que vivió mi familia paterna hasta el siglo XVIII, cuando un hombre y su mujer, parientes míos, por supuesto, decidieron venir a hacer fortuna a las Malvinas y al empacar se encontraron la gran sorpresa gran de la existencia de la pócima y de un pergamino que versaba su utilidad. Ni lerdos ni perezosos la pusieron en estos trajes que hasta la fecha aún existen. Según el hechizo, la pócima, vale decir la ropa, protegerá el cuerpo de quien la porte sólo hasta donde esté cubierto, así que debés proteger tu cara y tus brazos de heridas, pues el resto de tu cuerpo está protegido de cualquier cosa que se le quiera hacer, mientras llevés la ropa-narró el tipo.
-¿Por qué nos las dio a nosotros en lugar de protegerse usted?-inquirió Arturo sorprendido por la generosidad del caballero.
-Vosotros sos los que irán al Asgard a evitar todo ésto, ¿qué más? Y ahora, Esperanza bebéte esa sopa que se te va a enfriar-aconsejó el tipo, haciendo que la velada siguiese un curso relativamente normal.

Texto agregado el 17-09-2012, y leído por 125 visitantes. (3 votos)


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