Q. enfrentó su miedo y lo reconoció en su momento. Fue difícil para todos estar presentes sabiendo todo. Pasó un año después de la guerra. Un año completo y unos cuantos días. La ciudad descansaba, los viejos estaban muertos, los nightstalkers rendidos y algunos erradicados. Todo marchaba bien, excepto por esto y por el caso jamás resuelto de las gemelas del hotel.
Es tu padre, Q, le dije. Su cara se desfiguró completamente y sus manos tiritaron. De un momento a otro comenzó a tomarse la pierna afectada después de unos 25 años. Hizo una mueca de dolor, odio, vergüenza, y rabia. Todo combinado con un especial sonido de arrepentimiento con la boca cerrada. B. lo miraba atento. P. se tapaba la boca. Yo estaba atónito y avergonzado también. Es raro quedar en el centro entre dos fuerzas que chocan después de permanecer totalmente opuestas, separadas y distantes por tanto tiempo. Se siente como ser arrollado por dos contenedores de puerto hechos de algún material magnético atraídos solamente por sus polaridades diferentes. Unos inmensos magnetones de una tonelada.
D. lo miraba con su cara seria. Ni si quiera estaba seguro de que fuera él, a pesar de que la energía del momento se lo refutaba. Dio un paso, a lo que Q reaccionó en sentido inverso, acercándosele también. Me salí de la línea de fuego para mostrar el brazo de D. extendiéndose a mi lado derecho. Recuerdo que D. dijo algo en voz baja, algo que me dio tranquilidad, lo recuerdo vagamente, pero sé que dentro de esas palabras, me había dado las gracias por cuidarlo.
Me retiré completamente cuando estuve seguro de que Q. no sacaría una pistola cargada y la vaciara en la cara de su progenitor, sabiendo todo lo que había hecho, todo lo que había generado, toda la pena acumulada y las infinitas veces que deseó decirme padre a mí en vez que a D.
La pequeña pero significativa junta culminó con un abrazo lleno de lágrimas. P. lloraba antes de ese evento, pero yo me las aguanté hasta ese punto. Ni el último cigarro que me acompañaba esa tarde me hizo salir del mar de pena y nostalgia que nos invadió.
Estábamos vivos. Los mismos de siempre. Los que desde pequeños crecimos juntos y vimos crecer a los nuestros, vimos crecer al pequeño que abrazaba a su padre, para muchos muerto, pero secretamente escondido en el país vecino. 25 años de casos, de lucha, de policías, de cambios, de edificios, de desencuentros, de extraños, de balas, de patrullas, cigarros, cafés... 25 años de búsqueda y finalización de lo más hermoso y terrible de mi vida.
Difícil también era creer que D. estuviese ahí. Trabajando a la par con nosotros y con los viejos. La policía estaba en deuda. Yo estaba en deuda. Y el mejor pago que pude hacerle, fue entregarle a su hijo vivo, después de esos 25 años.
Celebramos en el café. Fui el primero en retirarme. Y al salir, recordé que no tenía donde llegar, más que a mi real casa. Volví con mi señora. Volví con mi hija. Pedí las disculpas necesarias y me aseguré de jamás volver a salir como lo hice. Mi misión estaba completa, mi insignia entregada, mi pistola descargada y la gabardina colgada. El sombrero olía a hollín de pistolas y mis manos vibraban por el repique de las armas y los volantes de vehículos conducidos siempre a máxima velocidad. Sonreí al verle la cara a mi esposa. Lloré al escuchar a mi hija recibiéndome. Entré tranquilo a mi hogar y antes de cerrar la puerta, me pareció ver a un pequeño pasar corriendo por la vereda. Los niños podrán volver a crecer sin peligro, me dije.
Nos distanciamos después de todo. Q. era el único que mantenía comunicación conmigo hasta hace unos años atrás. Creo que nos dimos cuenta que sólo el departamento y los casos nos volvían a reunir. Ni el aniversario número 100 de la estación nos motivó a vernos las caras otra vez.
Después de varios años también, una vez crecida mi hija, comencé a escribir estas historias de recuerdos y hechos que quise compartir. Comencé a trabajar en casa y vi crecer a dos hijos más. Pensé que a mi edad ya no me daría el cuero, sanamente hablando. Y me di cuenta a su vez que hacer el amor con la persona que siempre has amado es mejor cuando ha pasado el tiempo y te crees el cuento de viejo.
Olvidé casi también mi propio nombre. Horacio. Creo que jamás lo había dicho. Quentin, Dimitri, Bernardo y Paz, mis acompañantes, mis amigos. El pequeño de la estación se llamaba Mauricio. Kenny, el jefe y amigo a la larga. Mi esposa Victoria y mis 3 hijos, Gabirel, Gaspar y Martina. Y la ciudad, bueno ese es un nombre que solamente conoceré siempre como Puerto Nohelí. Mi hermana Sabrina y mi cuñado Tomás, después de la pérdida de mi sobrina en el hospital, siguieron adelante y adoptaron finalmente. A veces aún visito la tumba de la pequeña que no sobrevivió al venir al mundo y aún creo que pude haberla disfrutado.
Tengo un par o un poco más de historias para contar. Y creo que mientras pueda seguir fumando, trataré de hacerlas circular más seguido. Por ahora los dejo con esto, no es mucho y lo sé, pero sé que saber de mí, les va a gustar. Salud. |