Cuando Andreíta tenía apenas unos mesecitos de nacida, solo le calmaba el llanto cuando le rascaba la espaldita. Sus llantos de fastidio se transformaban automáticamente en alivio cuando le acariciaba la espalda, especialmente por la zona del omoplato; sus ojos chinitos de felicida y su sonrisa pequeña se dibujaba en su rostro.
Los días fueron pasando, y la picazón aumentaba al igual que los llantos. Tuvimos que llevarla al pediatra, que solamente nos indico que era un sarpullido comun y corriente natural por la temporada, y que se le quitaría con un poco de crema o talco. Pero a Andreíta le gustaba más su rascadita o su caricia, además de que la dejáramos sin polito. Cuando cumplió cinco meses, le comenzó a salir manchas rojas en la espalda en forma de dos paréntesis pequeñas que parecían crecer cada vez que la revisábamos y me preocupe mucho.
Un día, mientras la deje en la cuna, y me disponía a tomar un refresco y ver televisión, pero atento a los ruidos que hacia (síntoma que está bien) en su dormitorio, el silencio me hizo ir corriendo a verla. Se imaginan la sorpresa al ver que Andreíta no estaba de pie en su cuna, sino que flotaba sobre ella. Obviamente el refresco se me callo de la mano, y salte a cogerla esperando que callera en mis brazos, pero no, la muy bandida seguía flotando, por sobre su comodita, por el roperito, pegada al techo como un globo con helio.
Andreita iba aprendiendo con el paso de los días a dominar este don, al igual que al caminar. Nosotros como padres, nos hicimos miles de preguntas. Y al final llegamos a la conclusión que era un ángel.
Fue gracioso, porque el canguro azulito con franjas rojas que le compre para llevarla, no lo necesitaba. Su abuela lo transformo, volviéndolo un arnés, con una correa que la sujetaba a mi muñeca, y así la llevaba al parque, flotando como un globo. Se movía de un lado al otro con el viento. Cuando tenía que sujetarme las agujetas, la amarraba en la banca, en una rama, evitando siempre que en un descuido, se fuera volando. Me paraba cada cierto tiempo a explicarles a los transeuntes que mi hija era de verdad y no un globo robot. En la casa, no podíamos dejar abierta la ventana, por el temor de que se fuera a salir por ahí. Cuando hacia sus berrinches, no quería bajar del techo, pegaba su espaldita sobre el cielo raso y de ahí me miraba y se reía la muy bandida, la amenazaba con subirme a una silla para alcanzarla, e inmediatamente se movía al otro extremo, hasta que me cansaba y me sentaba en el sillón con mi cara de molesto, entonces llegaba a mi regazo en un vaivén de pluma y nos reímos mucho.
Al año, Andreíta le crecieron alas. Tuvimos que hacerle agujeros a todos sus polos, a su ropa de estar, a todo sus trajes que le impedian volar; y nos habíamos hecho la promesa de ya no sacarla flotando por ahí o por allá. Pero algunas veces cuando no encontrábamos algún curioso (casi siempre en las noches) la sujetaba sobre mi pecho, y mirábamos las estrellas tratando de ubicar de cúal de ella había venido.
¿Esa?, le señalaba con el dedo.
¿Aquella? y mirábamos para allá y ella se reía, o
¿esa otra?. Mi angelito me miro, me señalo el corazón, entonces desperté.
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