CONTANDO LOS DIAS
UN AÑO MAS, ya no sé si creer que es un regalo del destino o como la reflexión de Mafalda en verdad es un año menos, tomando en cuenta los destinos marcados y que los seres humanos no somos más que una mercancía en el borde de un estante que es este mundo, con nuestra descripción en la etiqueta de la lata que es nuestra apariencia externa, con un código de barras que nos señala nuestros ingredientes, aditivos y fecha de vencimiento. Pasamos toda nuestra existencia acorde a los cánones establecidos por una pequeña casta de triunfadores, que reprodujeron su filosofía por el mundo, señalando los ingredientes perfectos para una vida también perfecta. Estudio, competencia, aspiraciones, ambición, sacrificios, falta de escrúpulos, trasnochos, ahorro, apariencia de triunfo, método, objetivos y por sobre todo, trabajo. Cualquier tropiezo que te aparte del camino que recorre esas estaciones, puede significar la pérdida de la ruta que conduce a la última y más placentera estación, llamada: Triunfo. En ese frustrante y agotador camino transcurrí la mayor parte de mi vida, estudio consciente, vida monástica, veda de excesos, erradicación de vicios, lucha contra el tiempo. Fue una vida tan gris, que perdí la virginidad cuando ya no me importaba portar el colgajo o cambiarlo por una sonda. Mi primer trago de licor lo probé después de que me salió el último vello de mi barba y lleve la decepción de mi vida pensando que de verdad era “un manjar de los dioses”. Cuando los adolescentes de mi época montaban en bicicleta o rodaban en patines, mis hobbies impuestos eran leer novelas clásicas que mi padre examinaba como una tesis de doctorado o jugar ajedrez con mi abuelo enfermo que cada vez que sospechaba una partida perdida desarmaba el tablero de un manotazo culpando a su Parkinson o se orinaba encima para desquitarse de mí, castigándome a limpiarlo y recoger sus fluidos pestilentes. Nunca entendí la libre determinación o eso que llaman independencia o emancipación, una selección consciente y trabajada de películas, me enseñaban que en países más desarrollados los jóvenes como yo, obedecían con actitud de esclavos a sus padres, veneraban a su madre y eran solícitos y dóciles como perros amaestrados de circo. La televisión era un premio mayor y sólo era accesible cuando el gran patriarca ordenaba sentarse frente a la pantalla, sintonizaba un programa educativo o del reino animal y sometía a toda la familia a una hora, al menos de suplicio, tiempo en el cual no podía hacerse un comentario que no fuese autorizado por él, ni una risa burlona por cualquier nimiedad. Las circunstancias a veces conspiraban en su contra, como la vez que repentinamente comenzaron a copular unos monos y mi padre no se decidía por taparnos los ojos o apagar el televisor que en esa época estaban desprovistos de su principal accesorio: El control remoto. Mi hermana menor no cabía del asombro y mi abuelo arropado de pies a cabeza con una manta se orino como de costumbre pero en un ataque de risa que de no haber muerto, todavía estaría escuchándose en su mecedora.
Luego de una vida de cuidados, restricciones y apegos a las normas, de haber procreado y criado a dos hijos que se rebelaron de la disciplina impuesta por herencia, de haber rechazado como alérgicos las normas señaladas en el manual familiar y haber hecho lo que a bien les venía en gana, Jonathan de tatuador callejero, con un bolso de cuero del cual no se separaba con sus máquinas, tintas y agujas, decorándole la piel a los drogadictos y cobrando tarifas de miseria o porciones con que alegraba su atribulada vida. Susana persiguiendo a un guitarrista que fue su novio desde primaria y el cual pensaba que sus seis cuerdas era su pasaporte y su tarjeta de crédito, con la misma habían recorrido gran parte de Europa y América, durmiendo y retozando con la misma pasión sobre un colchón de plumas en un hotel de categoría o sobre unos cartones en un parque de huéspedes furtivos.
Yo tengo cinco años postrado, viendo como la vida se pasa frente a la ventana de mi cuarto, único lujo que puedo darme, la pensión del Ministerio cubre a duras penas mis medicinas que se complementan con las aportadas por una fundación para pacientes terminales, mi esposa cansada de escuchar mi toz metálica por toda la casa y perdida toda esperanza de tiempos mejores, decidió visitar una prima en una ciudad lejana de la cual quedo soldada para nunca más regresar, mis básicos cuidados los realiza una inquilina a la cual tuve que permutar habitación por comida y cuidados, a pesar de mi calamitoso estado y mi indefensión, jamás me ha dejado sin comer y cambia mi ropa de cama de manera semanal cosa que le agradeceré de por vida, es decir, por poco tiempo.
No sé cuántas veces he deseado sellar mi calendario, tomarme un puñado de pastillas, dejar una carta maldiciendo hasta al cura del pueblo, escupiendo la cara de mi mujer, pisoteando la piel de mis hijos, llenado de mocos a todo aquel de manera insensible osó abandonarme y estrujar con mis manos el recibo de la pensión de miseria en la cara del Director de Ministerio, que el destino quiera tenga mi misma suerte. Cada día medito con fuerzas para juntar el valor para tomar esa fatal determinación, llega la noche, invade la penumbra y bajo las sabanas y en medio de un manojo de sondas y mangueras, vuelvo a ser quien en verdad soy, un animal asustadizo y cobarde, que ruega, implora, se arrastra ante cualquier Dios que exista, por un día más, una semana más, un mes más, UN AÑO MAS, recitando los conjuros inventados para espantar la muerte, olvidando que sólo quiero vida para mirar la de otros perderse en el abismo, mientras el electrocardiógrafo con su pito de vida, me cuenta o descuenta lo que me falta o me queda de esta desgraciada vida.
|