LA POLOLA FIEL
Luis Cifuentes S., 2012
La conocí cuando ingresé a la universidad, a mediados de los 60. Era muy femenina, inteligente, simpática y con unas piernas fabulosas. Me gustó desde el primer día, pero ella tenía pololo, otro estudiante de la U, de manera que no me hice ilusiones.
Iniciamos una amistad, conversábamos con frecuencia y nos encontrábamos en el humor, así es que nos reíamos mucho. Amandita era muy popular, debido a su simpatía y carácter acogedor, de modo que había otros amigos-admiradores, como yo, algunos de ellos a la espera de su oportunidad de conquistarla. Pero su pololeo seguía a firme y, me adelanto a aclarar, tengo entendido que culminó eventualmente en matrimonio.
Nuestra amistad tuvo un punto de inflexión un día que me encontró en los corredores del Departamento y se dirigió a mí. “Julito, necesito tu ayuda. Tengo prueba de matemáticas y no sé nada. No entiendo la materia”. Yo no era un genio de las matemáticas, pero tampoco me asustaban, de manera que accedí a ayudarla.
“Vamos a una logia de la Escuela de Ingenieros y allí estudiamos”, propuse. “Prefiero que vayas a mi casa”, me dijo, “donde tengo los libros y cuadernos y estaremos más cómodos”. Me dio su dirección e indicaciones de cómo llegar. Vivía en Las Condes, que para mí era terra incognita.
El Santiago que yo habitaba no se extendía tan al nororiente. A decir verdad, finalizaba en la Plaza Ñuñoa y mi lugar geométrico ciudadano era la Alameda desde la Pila del Ganso, Vicuña Mackenna, Irarrázaval, el Estadio Nacional, Macul hasta el Pedagógico y los barrios del centro (Plaza Brasil y otros) donde había vivido o estudiado en mi infancia y adolescencia.
Tomé la micro en la Estación Central y me embarqué en lo que me pareció un viaje interminable. Seguí las instrucciones y llegué a una casa vieja, pero llena de distinción y, aparentemente desierta, con excepción de mi anfitriona. Me hizo pasar y me llevó directamente a su pieza, pero en el camino vi las señales de cierta opulencia. Sus padres eran ‘pequeños empresarios’ decía ella, pero no tan pequeños a juzgar por el tamaño de la propiedad, el mobiliario y las decoraciones.
Su cuarto era un lugar soñado para la inmensa mayoría de los estudiantes universitarios chilenos: amplio, con una cama y un ropero grandes, un clóset y un baño privado y, por cierto, un escritorio de película, con lámpara provista de pantalla de vidrio verde y dos sillones giratorios, acompañados de un par de estantes en los que estaban todos los libros que uno podía necesitar en la carrera.
En comparación, mi propia pieza, en un departamento de un cuarto piso de una población santiaguina, era compartida con uno de mis hermanos y en ella apenas cabían las dos camas y un velador, aparte del clóset y una silla. Nuestro único escritorio era la mesa del comedor. Estante con libros había, pero eran los viejos libros de mi padre, fallecido años antes.
Partimos haciendo problemas de los libros de Granville y Thomas y allí le fui explicando lo que, al parecer, su profesor no había logrado. Al cabo de dos horas, ella me dijo: “Hagamos un alto, Julito. Te voy a dar oncecitas. Espérame aquí.”
Salió y volvió al cabo de pocos minutos con una gran bandeja y unas onces fastuosas: té, café, chocolate, jugo de naranjas, sándwiches de diverso tipo y un gran trozo de torta. No pude menos que hacer la comparación con las onces a las que yo estaba acostumbrado: té puro con pan con mantequilla o con dulce de membrillo del barato, de aquel que vendían en el almacén de la esquina.
Ataqué con entusiasmo las delicias gastronómicas que se me ofrecían y de pronto me di cuenta de que ella me observaba. “Comes con tanto gusto”, me dijo entre risas, “que no puedo dejar de mirarte”. Me acordé de una frase del Lazarillo de Tormes: “comes con tanto donaire y sabrosura…”.
Una vez que hubimos terminado las onces Amandita retiró la bandeja, se la llevó a la cocina y, cuando volvió, venía con una sonrisa pícara en los labios, que nunca antes le había visto. Se sentó en su cama y me dijo: “Julito, ¿te gustan mis piernas?”. Me sorprendió la pregunta, pero recordé un viejo lema: “La verdad es siempre revolucionaria”, y contesté “Sí”. “¿Te gustaría tocármelas?”, continuó ella. “No sólo tocártelas”, repliqué, “También me encantaría mordértelas”.
Ella rio con ganas y me dijo: “Mira, voy a dejar que me toques y me muerdas las piernas, pero nada más. Prométeme que te mantendrás en esos límites”. Mi escasa experiencia con mujeres me decía que las damas ponen reglas que ellas son las primeras en romper, pero, por cierto, yo estaba dispuesto a prometer cualquier cosa.
Se sentó en la cama, se sacó los zapatos y se levantó la falda hasta descubrir sus impresionantes muslos. Puse manos y boca a la obra y me entretuve largo rato, desde todos los ángulos posibles, entre risas y respiraciones entrecortadas. Pero llegó el momento de parar: “Julito, no puedo más. Estoy demasiado excitada y no puedo seguir. Pero no te preocupes. No te voy a dejar así. Tiéndete de espaldas”.
Ante mi silencioso asombro, procedió entonces a abrirme los pantalones, bajarme los calzoncillos y masturbarme manualmente con una pericia admirable. Creo que hice bastante ruido, pero la casa vacía lo permitía sin riesgo alguno.
Nos quedamos tendidos en la cama conversando y pelando a nuestros conocidos comunes de la universidad. Nos reíamos a carcajadas inventando situaciones entre tales personajes. Al cabo de un largo rato, la invité a seguir estudiando, cosa que hicimos muy seriamente y finalmente, se hizo tarde y ella me acompañó hasta la puerta.
Allí nos dimos un beso y nos despedimos. Sus palabras, inolvidables, fueron: “Gracias, Julito, por tu ayuda y por respetar nuestro acuerdo. Yo no quiero serle infiel a mi pololo.” Quedé estupefacto, pero no dije ni pío. Me dirigí a mi casa riéndome de tan extraña despedida.
Pues bien, la vida continuó. Nos seguimos viendo en la universidad, pero NUNCA se mencionó nuestro episodio erótico. Era como si jamás hubiera ocurrido. Yo me dije “Algún día entenderé a las mujeres”, pero 45 años después sigo teniendo la misma expectativa.
Transcurrió acaso un año entero o poco más hasta que un día ella me alcanzó corriendo en un patio de la universidad y me dijo: “Tengo examen de matemáticas y no sé nada. Por favor ayúdame”. Otro largo viaje, otro llegar a la casa (otra vez vacía), otra vez estudiar, otras ‘oncecitas’ fastuosas y, lo que yo más ansiaba, otra sonrisita pícara, esta vez seguida de una propuesta más sabrosa: “Julito ¿te gustaría acariciarme desnuda?”. “Por supuesto”, respondí, “y me encantaría lamerte entera”.
Volvió a reír con ganas y me hizo prometer que no habría penetración. Acto seguido se desnudó y se tendió sobre la cama de espaldas. Esa visión de su cuerpo sigue pegada en mi memoria hasta la fecha.
“Sácate la ropa”, me dijo. Procedí a desnudarme y a tenderme a su lado. La acaricié y besé todo su cuerpo. Después de más de una hora de jugueteo, llegó el momento de parar. “Julito, no te preocupes, no te voy a dejar así”. Nuevamente Amandita cumplió su promesa. Esta vez fue sexo oral, magistral, prolongado, hasta el clímax.
Nos quedamos en la cama conversando y riéndonos, pero también acariciándonos y besándonos. Finalmente ella dijo: “Van a ser las 9 y llegarán mis papis, así es que mejor nos despedimos”. No se reanudó el estudio, nos despedimos en la puerta con otro largo beso que yo condimenté acariciando su cuerpo y ella creyó necesario agradecerme nuevamente: “Gracias por no penetrarme. Es que no quiero serle infiel a mi pololo”.
Independientemente de que yo consideraba que sí la había penetrado, no pude evitar la risa. “Amandita”, le dije, “te he acariciado y lengüeteado entera y luego me has dado sexo oral hasta el orgasmo ¿y crees que no le has sido infiel a tu pololo?”. “Así es”, contestó ella con la mayor seriedad y laconismo. No pude menos que acatar su apabullante y tácita lógica.
La vida continuó y, como la vez anterior, seguimos siendo amigos y conversando en los patios y corredores universitarios, pero nuestros episodios eróticos nunca fueron mencionados.
Finalmente egresé, me titulé y obtuve una beca para continuar estudios en Europa. Un día fui al Departamento a despedirme de mis ex profesores y compañeros que aún permanecían en la universidad. Cuando ya me había despedido de un buen número, subí a un laboratorio a ver si me quedaba alguno y, en ese espacio casi desierto, la vi. Allí estaba Amandita trabajando con matraces y tubos de ensayo sobre un mesón.
Me acerqué sigilosamente y la abracé desde atrás. Ella se dio vuelta sorprendida y yo, aprovechando el momento, la besé y le conté que me iba a Europa. Allí, paraditos no más y apoyados en el mesón, tuvimos una larga sesión de caricias. No vaticinamos nada ni prometimos nada, pero vi una lágrima en sus ojos, posiblemente de emoción ante mi viaje.
Cuando volví de Europa, dos años más tarde, ella había desaparecido. Lo único que pude averiguar fue que alguien creía que se había casado con su pololo y se habían ido al extranjero. Nunca volví a verla ni a saber de ella. Amandita, la que no quiso ser infiel, permanece como un recuerdo gratísimo de mi lejana e inocente juventud.
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