A Norma
Al abrir la puerta ya sentí el frío. En realidad desde la calle y el pasillo ya se siente el frío. Un frío diferente. Es un frío de ausencia, de vacío, un frío de saber que ya no estás. Porque cuando es otoño, como ahora, uno siente un frío que le congela los pies, las manos, le seca la garganta y hace que la nariz se proteja con una parva de mocos que hacen que no pueda respirar cómodamente. Pero insisto, la sensación de frío de este Mayo es incomparable a la que sentí después de dar dos vueltas a la cerradura de tu puerta, o la que era tu puerta. Porque me cuesta hablar de tus pertenencias en pasado, es más, todavía hoy sigo diciendo que voy a tu casa, y no a la que ayer era tu casa.
Cuando entré, abrigado con mi buzo y mi campera, sabía que mi vestimenta no iba a cuidarme del frío de la casa, del frío de tu vos que ya no está más. Porque aunque vivías sola la casa tenía vida. Hoy ya no, y pronto será ocupada por la vida de otros, aunque poco importa, porque va a seguir siendo tu casa. Y las cosas que cargué en estas cajas con el frío a cuestas van a seguir siendo tuyas, y sin querer mi casa se va a llenar de vos. Estos platos, las ollas, las tazas, los vasos que me llevo, seguirán siendo tus platos, tus ollas, tus tazas y tus vasos.
Es una pequeña herencia, mucho más presente y evocadora que un frío fajo de plata. Porque de esta manera vas a estar en cada rincón, haciéndote presente y atentando en forma de cucharita contra el olvido, un olvido que lucha contra la memoria triste de tu ausencia, pero una memoria triste que remite, a través de una mueca de sonrisa, a la memoria alegre de tu recuerdo.
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