CUAJO
Digamos que soy lento. Ya mi hermano mayor me lo repetía hasta el cansancio: lo gritaba de camino a la escuela, durante los recreos, en mi clase de gimnasia, frente a los amigos y compañeros de clase, al finalizar la jornada, y en el regreso al hogar.
En casa era lo mismo, desde la hora de cena hasta el anochecer en nuestro cuarto, único momento en que él al fin se callaba y dormía inmediatamente, mientras yo me mantenía despierto hasta altas horas de la noche, no por meditar sobre complejos temas de la vida ni inmortalidades sobresalientes, sino porque era de un dormir muy tardío.
¿Y ese dormir tardío me provocó algún problema al día siguiente? Por lo que logro recordar, nunca... sólo el mero hecho de atrasarme en mis quince años de escolaridad. Jamás logré llegar a tiempo. Y por mucho que mi hermano me despertara horas antes, no lograba alcanzar la puntualidad. Pero acabo de mencionar que fueron quince años los de mi escolaridad. ¿Acaso no son comúnmente doce? Honestamente, repetí el primer año básico porque no lograba aprender mi horario de clases ni la ubicación de la sala en el interior de la escuela. La segunda vez fue porque me era difícil el aprender a leer, escribir y contar, motivo suficiente para traumar a cualquier niño, pero por mi inocencia (o lentitud) no daba cuenta de ello. Y la tercera vez fue cuando pasé con gran dificultad a primero medio. Y mis padres, orgullosos de un paso tan grande como ese, me confiaron el pago de la matrícula... Lamentablemente, sin darme cuenta, me matriculé por segunda vez en octavo básico y lo repetí por completo. Me tomó todo un semestre empezar a sospechar que la materia era semejante a la que había aprendido el año anterior...
Pero desde muy pequeño me trataron de forma especial por mi aturdida personalidad. Mi padre me relató en una ocasión (no estoy seguro si fue una única vez ni si fue él) que cuando me dieron a luz, luego de un excesivo año y tres meses de gestación, me creyeron un no-nato inexplicable: no despedía llantos, no respiraba ni tenía pálpitos mi corazón. Entonces, con todo el pesar de mi madre destrozada, fui destinado a la morgue del hospital. Gracias a Dios, y a la decepcionante calidad de la institución, aparentemente me dejaron allí por un par de días sin realizarme la autopsia correspondiente, para luego ser bañado y enfrascado como parte integrante del estante de muestras de una facultad de medicina. Graciosa y perversamente, mientras me preparaba un joven practicante, lancé un estruendoso alarido seguido de un llanto empapado de lágrimas y moqueos, tiritando morado y hambriento sobre el frío mesón. Para sorpresa de toda mi familia (y más aún para ese estudiante) milagrosamente “volví a la vida”.
En la enfermedad también ocurrían cosas peculiares y semejantes. Mi madre, al menos una vez a la semana, me tomaba la temperatura a pesar de no presentar resfrío, fiebre o bronquitis. Hacía esto porque los síntomas en todas mis enfermedades se presentaban en orden y de forma separada evolucionando de manera normal, aunque yo apenas era conciente de ellos al recuperarme por completo. Por ejemplo, una vez siendo muy pequeño presenté exageradas secreciones nasales acompañadas de dolores de garganta, tos y un intenso dolor en el cuerpo sin motivo. Luego tenía grotescas erupciones, ya sin las molestias mencionadas, desapareciendo semanas después para dar paso a brotes de pus. Luego de un mes ya no tenía ronchas purulentas, pero mi temperatura estaba altísima. Y a las semanas siguientes me mareaba y ardía la cabeza, además de agitarme en escalofríos breves, pero no tenía alterada mi temperatura corporal, ni estaba intoxicado, ni mostraba evidencia física alguna frente a los médicos. Después de un año de exámenes se supo que sufrí sarampión en forma descontinuada y lenta.
Como cualquier otro niño era atraído a la aventura y a la experimentación brusca en los juegos. En mi caso particular, yo era exageradamente propenso a los golpes. Más de una vez mis primos mayores me subieron a los árboles sin que me quejase, y les encantaba verme caer de cabeza hacia el suelo, levantándome como si nada. Y días después, mientras me compraban un helado en el parque, me tiraba al suelo lloriqueando y sangrando a borbotones con las manos apoyadas en mi cabeza, mareado y confundido hasta perder el conocimiento. En otra ocasión, montando en bicicleta (después de tres años y medio de desesperante aprendizaje) me tiré a alta velocidad en un estrecho callejón hacia la avenida principal. Lo único que recuerdo de ese instante es el viento contra mi bicicleta y mi rostro, terminando en el roce de la rueda delantera con el capó de un auto. De tal escena pasé a verme las piernas enyesadas, completamente inmovilizado con brotes dolorosos por todo mi cuerpo. Pero es una chispa de recuerdo, porque cuando cerré los ojos y los volví a abrir, estaba en silla de ruedas saliendo del edificio y entrando a una ambulancia... No me pidas que evoque más de esas horas (¿o semanas?) porque será en vano...
Otro lío era la alimentación, pues sólo comía bien en casa los fines de semana. Me llamaban a la mesa al despertar, siendo el primero en sentarme a las once de la mañana, para terminar de almorzar a las seis de la tarde. A eso de las tres de la tarde, a mitad del primer plato, seguía con la cena intercalada, comiendo hasta que el resto de mi familia volvía a sentarse conmigo a cenar, y me dejaban solo hasta las dos de la mañana, hora en que iba a la cama a dormir.
Lo peor se presentó en la pubertad, con sus revoluciones hormonales y sorpresas. ¡Cuántas vergüenzas pasé con mis poluciones nocturnas! Y ni hablar de mis primeras relaciones, todas llevadas a un fracaso rotundo. Si ya para casi cualquier adolescente principiante le es incómodo en ocasiones controlar sus impulsos libidinales, sin saber el tiempo de ataque y reacción, para mi era una completa odisea tortuosa. Basta con explicar que cada noche en que tenía uno de esos sueños despertaba para nada afectado. El problema se presentaba en el momento de “sacar la basura”, lo cual me ocurría en los momentos más inesperados, tales como en la mitad de un almuerzo familiar con mis tías (logré culpar a una supuesta caja de leche descompuesta que aún no se botaba por la fetidez emitida), en el transcurso de una disertación frente a la clase (la segunda razón por la cual me llamaban “Caracol”, además de lo despacio de mi ser) o en la vía pública (siendo un espectáculo ambulante, sobretodo para el placer de la extraña de la vecina).
En el caso de las dos únicas citas logradas en mi primera juventud también todo era desalentador. En principio ella creía que yo era un tipo relajado, y que mi filosofía de vida tenía algo que ver con la parsimonia de las sensaciones o algo por el estilo. Al rato de compartir palabras para un sencillo saludo, la abrumadora espera de un poco más de dos horas para decidir la bebida cola a tomar hizo que se alejara decepcionada de sus conclusiones tan poco atinadas.
Con la segunda fue un poco mejor, pues duramos juntos bastante tiempo. O al menos era eso lo que creía, ya que yo, a pesar de la paciencia tan espectacular que tenía ella, no tenía ni idea que me había dejado desde hacía cerca de dos mes. Con razón ella no contestaba nunca mis llamadas...
Pero esta mañana noté un pensamiento perezoso que me llenaba de conflictos indelebles: todo lo anterior era sólo un prólogo de lo que se avecinaría en los próximos años, un preludio a la vida real a la cual enfrentarme y una aparente aventura que me generaría uno de mis mayores temores, y trata sobre el cómo diablos sobreviviría y enfrentaría al mundo universitario, rodeado de perversos viejos profesores en busca de ideas rápidas y eficaces, queriendo “alumnos reflejos” ante preguntas escabrosas entre tipos (o más bien niños en su gran mayoría) que son simples pelafustanes recién salidos de aulas y lecciones insignificantes. ¿Cómo haría para subsistir a la tiranía del primer año alguien tan lento que se levanta por la madrugada para vestirse y lograr estar listo al menos en el medio día?
Y sin embargo, ¿cuánto había cambiado ese rasgo y problema tan propio en aquel último minuto, notando lo anteriormente dicho? Si hubiese sido el mismo de siempre, ¡me habría tomado años en llegar a tales ideas!
Completamente consternado por lo que me ocurría camino a mi primera clase me puse a recordar sin razón alguna esos pocos momentos de mi vida, logrando deducir de ellos como por milagro el porqué me decían lento, para luego verme en una situación aún más extravagante que la recién expuesta: poner pie en el paradero, dirigirme a la esquina más próxima e intentar cruzar de inmediato la calle entre los primeros cambios del semáforo, todo ya debidamente planificado, aprendido y entrenado como rata de laboratorio en las semanas anteriores durante vacaciones. Y mientras cruzaba, luego de un considerable número de luces verdes, un chispeo abrumador y desalentador, acompañado de una paliza estremecedora, me hizo notar el desperdicio de mis días, e inexplicablemente pasé de mis tradicionales jeans y camisa azul desteñida, haciendo juego con un par de zapatillas desaliñadas, a estar bien vestido con un terno negro elegante de corbata italiana y zapatos de charol que nunca fueron parte de mi armario, exhalando perfumes florales con mis manos juntas tomando entre los dedos mi cadena de plata querida, un recuerdo de la reciente y esperada graduación, que apenas brilla por la luz tenue de esas velas eléctricas tan ordinarias que hay a mi alrededor, y metido en una cajita de caoba de dos tapas llena de decoraciones formales cubierto de manteles blancos y rojos. Lástima que sea en esta situación inexplicable y particular, dentro de esta urna rodeado de mis familiares desarmados en llantos, en que me dé cuenta del fenómeno único y especial que era yo en el mundo... |