El primero de enero, en coincidencia con la llegada del nuevo año, se abría a la vida, exacta y puntualmente Genaro Wiederholte und Komprimiert, robusto varón de padre alemán y madre austriaca, que por razones de fuerza mayor llamaremos coloquialmente Genaro.
Su desarrollo se precipitó como avalancha en pendiente y para los primeros días del mes de febrero recorría con sus gordos piecitos las amplias habitaciones de la casa. Los brazos se aferraban a los costados de sus pantalones, como si sintiera que se le caían. Así avanzaba, como borrachito de menos de un metro, cachetes colorados, naricita respingada y un pelo lacio que no terminaba de definir su tono, cobrizo a veces, rubio en otras. Sus padres no se sorprendían de verlo encastrar los moldes de sus juguetes en los respectivos orificios, ni de tomar cuanto lápiz anduviese suelto y garabatear las paredes.
Para finales del verano ya se sentaba a la mesa y comía a la par del resto de la familia. De muy buen comer prefería las salchichas en todas sus variedades y las carnes. Entre las verduras, a las que desdeñaba más que amar, prefería las coles que su madre fermentaba en los toneles y que tan bien acompañaban los churrascos. Su alimentación prominente en proteínas y carbohidratos lo elevó a la altura de su padre ni bien el otoño se alzaba por el este. Pero no podía compararse con el porte de aquel curtido ser que de tres hachazos bien dados podía hacer trizas los árboles más soberbios.
Con la misma voracidad que desmantelaba platos, leía todo cuanto se cruzara por sus manos. Para finales de abril ya hablaba con fluidez tanto el castellano como el alemán. Y por afinidad con don Toto, el carnicero del barrio que le profesaba un dilecto y extraño cariño, había decidido aprender el italiano, que terminó por dominar una semana más tarde.
Sus amares eran casi tan efímeros como transparentes. No se permitía intimar con ninguna joven del lugar por temor de heredar a otra criatura su peculiar condición. Oportunidades ni ofrecimientos faltaron nunca, pero había aprendido de su padre a no claudicar ante los apetitos y ser un hombre hecho y derecho. Para mediados de año podía jactarse de ser sabio y honesto, claro que un hombre sabio y honesto difícilmente ande por ahí jactándose de lo que es.
Los primeros achaques coincidieron con la llegada de la primavera. La humedad le perforaba las rótulas y las coyunturas, por lo que se presagiaba una lluvia de artritis. Además, el polen desparramado por el aire le volvía áspero y jadeante su respirar. Pero uno se doma con las dolencias y para fines de septiembre las sobrellevaba con acostumbramiento y dignidad.
Donde antes hubo lacios cabellos dorados y ocres se raleaban unas mechas cetrinas que junto al calvo y reluciente casco enmarcaban el rostro agrietado de Genaro. Los cachetes rojizos de principios de año habían mutado a pecas y machas de piel gastada, pero el profundo azul de sus ojos seguía fulgurando como las aguas de las costas del mediterráneo.
Por las tardes de octubre se iba hasta la carnicería de la esquina para jugar a la taba con don Toto, y entre parla y parla, se llenaban de relatos felices, salamines, quesos y unos buenos jarros de cerveza alemana artesanal. Don Toto, que lo había visto desde que era un pequeño regordete celebraba secretamente la rara enfermedad de Genaro y esperaba la llegada de cada primavera como un niño espera la llegada de los Reyes Magos, con una ingenua mezcla de misterio, complicidad e indulgencia.
Para noviembre apenas si podía salir de la casa. Don Toto lo había despedido con la justa fuerza de un apretón de manos. No muy fuerte como para parecer desconsolado (porque entre hombres esos permisos son inconcebibles) ni muy débil como para inferir incomprensión o desden. Genaro, por su parte, se refugiaba en la piecita del fondo que era extrañamente la más iluminada y fresca de toda la casa. Hasta allí su madre le acercaba las sopas y los guisos a los que se ajustaba su dieta, que procuraba no condimentar en demasía. No era mucho el diálogo que compartían en esos momentos porque era extraño para su ella ver como parecía su padre más que su hijo. Pero al menos ella lo visitaba.
Quizás era la etapa más solitaria del año, porque si bien su madre lo veía poco y con un respeto que se asemejaba bastante al miedo, su padre no se aparecía, con un miedo muy similar al respeto.
Un año más diciembre era un mes que sorbía de a poco, como paladeando una espesa cerveza negra, la última. Negro eran los días por venir, y definitivamente espesos.
Genaro Wiederholte und Komprimiert murió exacta y puntualmente el 30 de diciembre. Su padre lo encontró sentado en la mecedora, como cada 30 de diciembre. Lo recostó sobre la cama y le cubrió su cuerpo hecho pasa hasta el cuello con una sábana que su madre había almidonado con ternura y pasión, pero también con muchas lágrimas. Cerró sus ojos y salió hacia el establo, para poder llorar sin ser visto, cosa que todos sabían y respetaban. Su madre, llorando también, comenzó a desempolvar candelabros y cirios, jarros, tazas, utensilios en general. Los familiares no tardarían en llegar. Hay un funeral y un nacimiento que preparar, pensaba mientras lavaba y lavaba. |