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BARRIENDO INMUNDICIA


Pasó cerca de un mes de trabajo donde el Viejo Coño, español no menor de los sesenta años, dueño de un almacén en los límites del sur y de un carácter fuerte que hacía retumbar mesones con sus anchas manos, además de poner rojas las orejas con sus insultos de reprimenda; pero también era poseedor de una voluntad única y divina con quienes eran sus clientes.

Ya que el niño necesitaba del dinero evitaba decir cosas inapropiadas que provocaran la molestia del Viejo. Sólo respondía con “sí señor, como usted mande” o “no se preocupe, yo lo hago”. Y aunque era un trabajo pesado para él, la paga no alcanzaba lo suficiente para costear la cuenta de su padre en el bar a unas pocas cuadras más abajo. Sin embargo, se mantenía constante en su esfuerzo para que al menos en un par de meses el Viejo se apiadara de él y le diera alguna sobra de la bodega. Además, era uno de los pocos niños del barrio, sino el único, que hacía algo para ganarse su joven vida.

El otoño terminaba cargado de vientos helados y hojas desgastadas, anticipando un nuevo invierno aún más crudo que el anterior. Y junto a las masas de frío se multiplicaban los mendigos en las puertas traseras de la bodega, buscando una oportunidad de servirse alguna lata de conservas descuidada en el suelo. Pero el Viejo Coño revisaba cuidadosamente que nada se desperdiciara, sin intenciones de ver caras satisfechas entre los vagos. Pareciera que verles sus rostros pálidos desgarrados y hambrientos le hacía disfrutar más el tener que cargar pesados e incontables sacos hasta la parte baja del recinto.

Todas las mañanas el niño debía barrer las puertas traseras del almacén, quitando la escarcha acumulada de la noche anterior para hacer más fácil el acceso de los víveres. Esta tarea no tenía nada de espectacular, siempre era el mismo movimiento de escoba y pala, el mismo rincón obstinado de la acera y el mismo mendigo sucio y puntual sentado en la banca del frente. Hasta que sin darse cuenta, creyendo que la rutina continuaría irremediablemente, el sujeto de la banca lo tomó por sorpresa, agarrándolo del hombro para tironear repetidas veces. El niño sólo atinó a pisarlo con sus botas pequeñas pero pesadas, restregándole la escoba entre las costillas. Y entonces se libró y corrió hacia las puertas cerrándolas torpemente. Se escondió asustado tras uno de los estantes, todavía sujeto a la escoba. No supo cuánto tiempo pasó entre las conservas...

Presa del pánico y la duda, pensó que quizá el tiempo transcurrido ya era suficiente, que era momento de avisarle al Viejo...

Lentamente salió de su rincón y notó que su chaqueta olía a algo descompuesto, el hedor del vago impregnado en su hombro. ¿Y qué importaba eso en aquel minuto?

Continuó camino hacia la puerta que unía la bodega con el mesón, atento y preocupado por la próxima vuelta, y pensando, además, en las muchas palizas que podría llegar a recibir entre el vago (hasta matarlo), el dueño del almacén (prefiriendo entonces morir) y su padre (dándose por muerto).

Mientras se acercaba a la entrada lo nauseabundo empezó a rodear el lugar. Con la cabeza gacha vio ante él un par de botas maltrechas tapadas por tirones de un par de pantalones manchados. No se atrevió a mirar el resto, pues el terror invadía sus ojos con lágrimas y le provocó un hipo angustiante que le hacía dar saltitos desesperados.

Entonces se aferró aún más a la escoba, lo único abrazable en aquel instante...

Y sin aviso, luego de ese eterno reencuentro, sintió un tibio escupitajo sobre su temblorosa cabeza, lo que provocó cerrar aún más fuerte sus ojos.

No vio más, sólo sintió la caída de un pesado bulto sobre sus pies.

El tipo yacía rígido y pestilente frente suyo, con el rostro hacia el suelo ensangrentado.

Miró y notó al Viejo Coño agitado, rojo y sudado como puerco, pareciendo estar apunto de estallar. Temblaba su robustez, y en sus anchas manos sostenía un chuzo de fierro grueso capaz de romper hielos (e intrusos) acumulados en la entrada. Lo arrojó y metió la mano en el bolsillo para sacar un fajo de billetes y cuatro latas de conservas de un estante. Cuando el pequeño agobiado recibió esto, el Viejo le dijo: “Callad gilipollas, o no tendrás más trabajo por estos lados. ¡¿Quedó claro?!”, y el niño respondió: “Sí señor, como usted mande”. Dejó la escoba, limpió su cabeza y tomó su paga más el abono.

A medida que dejaba atrás al Viejo con sus bolsas negras, desinfectantes, quita-manchas y estropajos absorbentes, le pareció raro el irse tan temprano a su casa, más aún cuando ni siquiera había terminado de barrer las puertas traseras. Aunque se fue feliz, pues nunca había hecho dinero de forma tan fácil en tan poco tiempo.

Texto agregado el 03-08-2004, y leído por 290 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-04-2007 mal tío, pero algun dia podras mejorar, tal vez escaflowne
10-12-2004 Buen escrito !!!!! felicitaciones solo un consejo : el "Cállate chiquillo de mierda, o no tendréis más trabajo por estos lados. ¡¿Quedó claro?!” sale muy fingido el "tendréis" que se ocupa en españa para el Vosotros ( no para el TU ) antes se ocupaba( siglos pasados para la segunda persona singular ahora ).Tendrías que haber dicho " CALLAOS" si estas conjugando el verbo pero insisto callaos es para plural, y el chiquillo de mierda no se estila en españa tampoco en el norte de donde supongo que es por el comentario caracter. Saludos!!! gustav_de_lioncourt
15-11-2004 es bueno... un poco largo para lo que trata de decir.. pero que va... todos nos creemos criticos y nadie sabe nada de nada.. no me hagas caso.. sigue escribiendo coulmier
16-10-2004 Si, soy bastante nueva, gracias por leerme y hacerme las críticas pertinentes. Me gustó tu cuento, me interesan estos temas, ya que se basan en el caso de nosotros, los que tenemos un computador, en la empatía, porque nos importan, y no somos ajenos. isobel
16-08-2004 dedicate a hacer haikus. baiterwolf
05-08-2004 Esto necesita más trabajo, sin duda, pero ahí vas... Desleal
 
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