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Tengo los dedos largos, se dijo, mientras se rascaba las canillas por dentro de su bolsillo ahuecado. Caminaba con un frió perenne que lo obligaba por vergüenza a encorvarse al esconder sus dedos largos. Sus pasos eran largos, tiesos su rigor de ir de aquí a allá. Saludaba moviendo la cara, haciendo un ademán, que por lógica no lo podía hacer con a mano, con una rapidez casi descortés para no pararse a conversar.
En su casa era otra la historia. Echado en su cama no era problema cambiar los canales, coger un refresco, la almohada, rascar el lomo al gato, abrir la ventana y lo más increíble cogerse el codo.
Cuando pensativo, sus dedos abrigaban toda su cara, y su dolor se escondía en un puño tan grande que podía encogerse tanto y abrigarse con ambas manos, entonces lloraba y se acunaba en la tibia protección de su diferencia
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Texto agregado el 08-09-2012, y leído por 129
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