Su figura se mostraba saliente en lo alto del edificio. Las multitudes circundantes que acudieron a verlo admiraban con una resaltante pasión la presencia del ídolo. Coreaban sin cesar, agitaban fuertemente los puños demostrando enérgicamente su fanatismo. Las banderas flameaban intensamente mostrándole una lealtad invariable. Ante cada gesto, ante cada sonrisa del hombre, las deleitadas masas aplaudían aún más y más, completamente descontroladas e impacientes. La voz del pueblo sonaba como un potente eco cuando el ídolo mencionaba y recitaba las famosas frases de su típico discurso. Los deseos de la gente se veían plasmados en las palabras del señor. Algunas lágrimas brotaban de los rostros de lo más fervorosos. Cuando las manos del idolatrado se alzaban buscando ese apoyo incondicional, las cánticos crecían hasta el punto de generar un escalofrío. La pluma que firmaba el documento hacía rebotar indetenidamente los corazones de la población como si su vida misma dependiera de ello. Con el grito desaforado del destacado hombre, el ambiente se volvía un festejo ensordecedor. Las largas filas de súbditos bailaban sin detenerse al compás de la mano del ídolo, y la ola de flashes fotográficos caía inesperadamente sobre la cara del mismo. La felicidad era moneda corriente entre los presentes. Cuando el adorado anunció su retiro, las voces gritaron incansablemente y sin dejar de repetir su nombre. La energía desplegada en este encuentro fue tan potente como en todas las presencias del ídolo.
Para cuando las personas volvieron a sus hogares y prendieron el televisor, vieron cómo un país entero caía sin piedad, cómo sus pedidos se volvieron una añoranza, cómo las tracioneras garras de la demagogia destripaban sus bolsillos, cómo las promesas se incendiaron con el calor de la mentira, y cómo ahora el que nadaba en las aguas de la lujuria, bañándose en poder y dinero, era el ídolo.