Su aroma viaja silenciosamente como una ráfaga perdida entre los cielos. Cuando llega, su aliento fresco ilumina los corazones, los llena de vida y de calor. Los hace explotar de emoción, de algo que uno necesita saciar, de ese deseo de sentirse orgulloso y de placer. Nuestros oídos se reducen a su voz, a su melodía, que se impregna en nuestro cuerpo como un potente perfume. Su fragancia es del néctar mas limpio, del más delicioso. Su dulce toque produce el más profundo de los éxtasis. La mirada se nubla, desenfoca lo que ya no importa. Su silueta domina nuestra mente, su cuerpo es una bella rosa que no podemos abandonar. Pero cuando uno se acerca demasiado, cuando uno busca quedarse con ella, sus espinas restringen el contacto. Hay sangre y lágrimas. Se quiere alejar, se quiere disipar, recubrirse de la dura piel que la protegía, que no la dejaba ver el mundo. Atajarla es un esfuerzo en vano, su tacto se volvió venenoso, y sus palabras un aire denso de tristeza. La noche ayuda a esconderla, a refugiarla. Se cierra y se rehúsa a devolvernos su belleza, con la que una vez nos deleitó, nos hipnotizó. Con un astringente sufrimiento imploramos verla, sentirla, una vez más. En vano es el intento. Pasarán los días y los años, entre la furia, el dolor, y más tarde la melancolía, pero sabemos que inevitablemente alguna vez la rosa volverá a abrirse para dejarse adorar por nosotros, y ansiaremos arrancarla de la tierra a la cual está sujeta, para que su divinidad nos dé placer por siempre. |