Había estado lloviendo por la mañana, pero con forme la tarde avanzaba el sol ganaba la batalla lanzando débiles rayos.
Los jóvenes brotes parecían recobrar todas sus energías cuando el dorado manto del astro los acariciaba.
Las pocas hojas que aguantan los estragos del invierno, las hojas perennes brillaban con la humedad del ambiente, dándoles el aspecto de estar talladas en hermosas esmeraldas.
Las largas enredaderas que llegaban hasta un pequeño estanque, temerosas de penetrar en el, se limitaban a acariciar el agua, pero eran egoístas estas enredaderas pues crecían hacía en cielo , deseosas de alcanzar las nubes y rodeaban los mas altos árboles en un eterno abrazo en busca de las mas puras y frescas gotas de rocío.
En el cielo se estaba luchando una batalla de colores, el sol ya se fue pero dejo su estela rosácea, las nubes violáceas volaban libres en el firmamento y la dama de la estrellas se presentó en el horizonte anunciando que llegaba el reino de la noche. Entonces, cuando la sombra de los altos chopos cubría por completo las ruinas de la ermita, los pequeños estanques que se repartían por el viejo jardín adquirieron un hermoso color azul intenso y los animales, que es en este momento del día cuando se atreven a salir de sus madrigueras, refrescaban sus gargantas en sus aguas y jugueteaban traviesos con las náyades, dueñas y señoras de estos estanques, hijas de la magia mas ancestral. Pero algo ocurrió, pues los animalillos se asustaron y las náyades se hundieron en sus aguas.
Eran una pareja de enamorados que vivían un amor prohibido, un amor imposible en el mundo en el que vivían. El joven bebió de un pequeño frasco y luego besó a su amada dándole a ella también el líquido ponzoñoso y así entregar su amor a la eternidad en un beso sin fin, bajo la dulce mirada de las náyades que les observaban desde sus mundos submarinos.