Mirá vos, si sabías que yo tenía esa astucia de los narradores de cuentos, que empiezan distraídos relatando, enroscándonos en imágenes y sucesos y terminan impunemente atormentados por el peso de sus discursos.
Me fui del bar, porque me dijiste que tenía ojos concupiscentes, cerré la charla con un beso seco, casi homicida.
Salí a la calle, el clima helado, el viento socavando mi alma perdida, mis ojos se esfumaron ante la avenida, y yo lloraba, mis lágrimas corriendo insaciables, injustas, sin parar. Entonces me llegó a la boca esa catadura de lo amargo, con gusto metálico y mi vista chocó con el perro...nos miramos entre desafiantes y abandonados. Yo tenía frío, el mestizo se acercó. Le ofrecí mi mano húmeda y nos instruimos mutuamente de lo oscuro, el silencio y la soledad.
Después caminamos juntos dos largas cuadras que me parecieron interminables. Saqué el manojo de llaves, él sentado sobre sus patas traseras ya había adivinado mis intenciones. Nos aceptamos.
Recalenté un guiso de varios días, y se lo ofrecí como un manjar en un plato de porcelana antiguo, prolijamente conservado por generaciones.
Lo llamé Moroco, en parte porque era oscuro, se me antojó ése y no otro nombre, que sé yo.
Moroco disfrutó de cada bocado, bebió mucha agua y mimoso se rascó la oreja; luego se olió y se reconoció. Acaso pensó que lo que yo le ofrecía no era simplemente un techo donde cobijarse.
Y aquí estoy, corazón, relatándote una más de las tantas veces que me hallé ubicando un lugar para el otro. Tratando de crear un lazo entre lo humano y lo animal.
Te llamé. Sí, en varias ocasiones, me atendió el contestador. Con tu voz ronca y tan lejana como un tango viejo mal cantado.
Por favor te pido, luego de leer esta carta, no me llames cuando vuelvas del trabajo. No hace falta.
Ni siquiera que me contestes esta carta.
Es tan práctico todo, yo usufructúo de tu espíritu desagradecido, de tu intelecto agudo y masculino y de tus ojos profundos.
Eso es todo, vida. Sí, sí algún día nos encontraremos. O tal vez queme esta carta en una hornalla de la cocina, quien sabe o te la leo mientras refregamos nuestros pies bajo la colcha café y nos reímos del mundo y sus aflicciones y los enojos son perdonados, o simplemente la haga pedazos mientras escucho, San Francisco y el lobo de Serú Girán. Adiós
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