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El timbre del teléfono repiqueteó. — Martillos golpeando campanas. Hurgué a tientas hasta que atrapé el auricular.
Había llegado después de la medianoche y mi deseo era dormir hasta que el cuerpo quisiera. Aún, estaba oscuro. Sin embargo, la insistencia del repiqueteo, me hizo pensar que podría tratarse de un asunto serio.
—Bueno, bueno… ¿Quién?
— ¿Es usted Mario Santiago?
—Sí.
Había ruido de voces y música.
— ¡Habla más fuerte, no te escucho! ¿Quién eres?
—Soy Araceli y hablo desde Tijuana.
No recordaba quién era Araceli, por más vueltas que le daba en mi cabeza. Desde este lugar a Tijuana, median dos días de viaje en carro –dos mil kilómetros– Los ojos se me cerraban, estuve a punto de colgarle.
— ¿Qué quieres?
—Que venga por su nieto, porque se quiere matar y yo no puedo cuidarlo.
Está loca, exclamé.
—Yo no tengo nietos.
—Tiene uno en Tijuana, y es de su hijo Gerardo. Yo soy la muchacha que le ayudó a su esposa un tiempo haciéndole la limpieza. ¡Recuérdeme!

La vi entre sombras. Era flaca como salamandra y lo único que sobresalía eran sus pechos. La imagen de ella estaba entre el sueño y un recuerdo deficiente. Trató de contarme más detalles, pero mi estado no era de vigilia.
—Ya sé quién eres. Lo que dices me aturde. Dame tu número de teléfono y yo me comunico contigo.
—No tengo teléfono. Le hablaré dentro de unos días. ¡Sólo quería que lo supiera!
De entre los ruidos y la música, escuché risotadas. Cerré los ojos, deseando dormir y dormir.

Fue difícil localizar a mi hijo, pues vivía en una ciudad lejana y sin que tuviese disponible un teléfono particular —todavía no había móviles. Recién, se había casado y se fue a la búsqueda de un mejor presente.
Al fin, lo encontré y nos pusimos al habla.
— ¿Cómo estás hijo?
— ¡Bien papá, bien! Apenas, recibí tu recado, por eso, hablo. ¡Dime!
—No te entretengo mucho. ¿Te acuerdas de Araceli?
—Sí, es aquella flaca como escoba y que es muy pechugona.
— ¡La misma! Me acaba de hablar desde Tijuana, diciéndome que tiene un hijo tuyo.
— ¡Está loca papá!
—Mira, sólo dime una cosa. ¿Te la cogiste?
—Bueno, lo que se dice…
—No evadas. Sólo contéstame un sí o un no.
—Sí papá… pero...
—Nada, ya no sigas, sólo eso deseaba saber.
Esa noche habló ella, logré decirle que iría, que me diera la dirección. En cuanto la apunté, se cortó la comunicación.

Tenía poca plata, pero iniciaría el viaje. La empresa donde laboro coloca, puntualmente, mi sueldo en la tarjeta bancaria, y tenía unos días de asueto. En el trayecto recordé cómo era de bebé mi hijo. También, las palabras de mis hermanas, diciendo que Araceli había sido una mujer coqueta, mentirosa y se aprovecharía de mi buena voluntad. Después de doce horas de viaje, noté que una de mis piernas estaba roja y dolía. Al llegar a la terminal de autobuses, busqué al médico y me diagnosticó una erisipela. El poco dinero sólo alcanzó para comprar el medicamento.
Esperé medio día, hasta que llegó el nuevo saldo a mi tarjeta. Retiré el dinero y compré un boleto hasta Tijuana. No deseaba pensar, así que dormí, dando un repaso a lo que había sido mi vida. Trabajo, mucho trabajo, jornadas extenuantes, dejando la piel entre el calor, el ruido y los hierros retorcidos del taller. Un matrimonio que no pudo salvarse, dos hijos: uno casado y una señorita que quizá no tardaría en hacerlo. Mi ex esposa y yo llevábamos una relación cordial. Ella radicaba en otra ciudad. Yo no me había vuelto a casar, la experiencia me dejó un mal sabor. Así que me relacionaba, esporádicamente, con una dama, pero sin hacer vida común.

En la madrugada, el taxi me dejó en un fraccionamiento donde los edificios estaban hechos por el mismo molde, todos iguales. Tuve suerte de topar con gente que salía rumbo a su trabajo y me orientó. Después de mucho caminar, localicé el edificio. Esperé a que el día se hiciese claro y toqué sobre una puerta deteriorada. Abrió una señora gorda, con el cabello blanco y sin dientes superiores. Detrás de ella, escuché lloros, carcajadas y gritos agudos que provenían de alguno de los cuartos. Vi que sus ojos recorrían mi cuerpo y no dio tiempo a presentarme.
—Usted debe de ser Mario Santiago, el abuelo de René. Pase, pase, perdone el desarreglo, pero apenas me levanté y no tengo quien me ayude. Les cuido los niños a madres desobligadas. Unas doblan turno, otras porque se olvidan del crío, el resultado es que estos niños no saben de un buen desayuno. Siéntese… ¡René… René, ya llegó tu abuelo!

¿Que habrá pensado el niño? No lo sé, sólo escuché una carrera y gritos de júbilo. Unas pisadas corriendo y, después, sus manos abrazando mi cuello. Sobraban las palabras. Se aferró a mí como si él fuese un pedazo de metal y yo un imán. Al palpar su cuerpo, mis manos podían tocar sus huesos, tenía el tórax abultado y el vientre parecía batea. Después, su pequeña mano buscó mi cara, se afianzó a mi oreja y la sobaba.

—Deja de molestar a tu abuelo –dijo doña Matilde – es una maña que tiene, que le gusta estarle pellizcando las orejas a las personas. ¡Es un cargado!
—Déjelo, a mí no me molesta. Su papá me dejó acostumbrado, así que él sigue los pasos.
Saqué de la billetera dinero para que comprara alimento y me fui rápido, hacia el centro para encontrar a la madre. Sabía que era mi nieto. Atrás, escuché sus gritos, tan agudos como un ave que ventea un mal agüero.

Había recorrido una buena cantidad de bares, sin que me dieran razón de la mujer salamandra. Poco faltaba para la noche, así que decidí tomarme una cerveza; necesitaba alguien con quien platicar y llamé a una de las mujeres, que aceptó la invitación. Después de dos cervezas, supe que había vivido por el sureste del país y los pueblos por ella nombrados eran ciertos, así que me inspiró confianza. Le narré mi historia y volvía a las mismas palabras: se llama Araceli…No me dejó terminar.
—Aquí en este bar trabajamos varias chicas. Hay una Araceli y, también, está bustona, la conocemos como la gritona o la poblana. Así que con los datos que das, no es posible identificarla.
—La mujer que buscas, ¿de dónde es?
—Es de Guadalajara, tiene unos grandes ojos, y es orejona.
— ¡Entonces tú buscas a la Taraceli!
— ¿La conoces?
—Parece ser que sí. En este ambiente, nos identificamos muy rápido.
Se levantó y sólo escuché que me decía al marcharse
—Espérame.
Antes de regresar, la vi hablando por teléfono, y trajo otras dos cervezas.
— ¡Ya está! En una hora, la tenemos por aquí. ¡Salud!
—Pide de comer. Cuando ella llegue, que nos acompañe.
— ¡Tú eres el abuelo! Pues no estás tan mal para ser abuelo.
Me reí.
— ¿Quién te dijo?
— ¿Quién más? La que yo, por la confianza que le tengo, le digo Taraceli.
— ¿Taraceli?
—Sí, es bien tarada. Por eso, le digo así. Vivimos juntas un tiempo, y se dejó “empanzonar”; tendrá seis meses que parió y, por cierto, otro machito.

Cuando la vi, para nada se parecía a la Araceli que yo conocí. Si bien conservaba la belleza de sus ojos, el cuerpo delgado se había transformado de cuarenta y cinco kilogramos a ochenta. Se sentó a mi lado, me apretó el brazo y comprendí que era su forma de darme las gracias. Desde la primera comunicación con ella, me había intrigado la afirmación de que el niño había intentado suicidarse. Me refirió –mientras comíamos –, que el niño no medía ninguna clase de peligro y si vivía, era gracias a la fortuna. Ella no tenía tiempo para cuidarlo y con gusto firmaría los papeles que fuesen necesarios.
Esa noche, dormí con ellas en un departamento muy incómodo. Estaba tan cansado que ni la ropa me quité, y lo último que oí, fueron sus risas. Por la mañana, Araceli miró la pierna enferma e insistió en curármela. Mezcló algunas hierbas, y sobó mi piel.

Después de los trámites legales, regresamos al departamento donde el niño gritaba intensamente; me di cuenta de que estaba amarrado, lo desaté, y sin mirar a la mamá, se estrechó a mis brazos. Lloraba con ese dolor que aprieta es un gimoteo que viene desde adentro.
— ¿Por qué lo tiene amarrado?
La señora gorda, sin dientes empezó a llorar.
—Cuando usted se fue, el niño se puso como loco, pues pensaba que lo había abandonado y que no regresaría, abrió la puerta, mientras yo hacía la comida y salió gritando. Lo seguí, y estaba por sujetarlo en el segundo piso, cuando se tiró al vacío. Por poco, me muero del susto. ¡Ya se mató!, pensé. Un vecino que venía entrando, al escuchar nuestros gritos, levantó la cabeza y fue él quien evitó que el niño cayera al piso. Por eso, lo amarré.

Ese día por la tarde, lo bañé y fuimos al mercado para que él escogiera la ropa que más le gustara. Después, lo llevé a los juegos infantiles, le compré un helado; y al día siguiente, abordábamos el avión.

Seis meses después, lo atendía Rosita, una señora que iba a mi casa a hacerme de comer y a ordenar el departamento. El niño recibía regalos y cariños de mis hermanas. Así que, después de estar solo, me llené de visitas por parte de ellas y el niño empezó a decirme papá. A veces, se le perdía la mirada y yo preguntaba.
— ¿En qué piensas?
Él hacía las manitas como alas que se extienden.
— Allá –decía.

Creí reconocer que recordaba a su madre y al hermanito, que tendría un año. Un día de verano, llegó la mamá con el otro hijo. Venían a visitarnos. En el tiempo que convivieron, la relación con el hermano se hizo intensa. Como coincidió con un período vacacional, los llevé a varios lugares y nos divertimos. Araceli se veía más delgada y noté que no fumaba, al menos se contenía.
—Quiero pedirle permiso, don Mario —me dijo esa noche cuando tomábamos café con pan.
— ¿Permiso para qué?
—De dejarle a mi hijo pequeño, ya ve cómo lo quiere el mayor.
—Pero yo no puedo cuidarlo.
—Sin embargo, Rosita, la mujer que lo ayuda, me dice que ella sí puede.
—Yo no tengo inconveniente, pero…
—Si es por el dinero, yo le mandaré a Rosita

En los tres años siguientes, Taraceli sólo habló por teléfono. Se mudó de Tijuana a Guadalajara y consiguió un empleo de mesera en un restaurante de prestigio. El niño pequeño y el mayor crecieron saludables y diciéndome papá. Ella, fiel a su palabra, transfería dinero. Rosita los atendía y la llamaban mamá Rosi.

Un día, llegó, sólo por un fin de semana, y traía consigo una niña de escasos seis meses. No le quise preguntar por el padre, pero ella me confesó que el papá había emigrado hacia los Estados Unidos y que al principio le mandaba ayuda, pero después ésta se hizo rala, hasta que desapareció. Sin embargo, por ser ella trabajadora con seguridad social, tenía derecho a guardería, obteniendo apoyo profesional para la niña. Los chiquillos crecieron bajo el amparo del afecto, del respeto y, también, del deporte. Ellos eran mis hijos y, diariamente, los llevaba al deportivo. Un día, los tres nos dimos a la tarea de correr. No fue casualidad que fuesen escogidos para una olimpiada infantil que se celebraría en la ciudad de Guadalajara.

Llegué de improviso a la nueva dirección de Taraceli; habitaba en una vivienda modesta, ordenada y limpia. Era la misma mujer: bellos ojos, pechos prominentes y un cuerpo que había recuperado su forma. Me dio gusto, lucía más juvenil y su exceso de peso se había ido por la ventana. Me pude percatar de eso porque la niña abrió, intempestivamente, la puerta y ella se cruzaba en ropa interior.
— ¡Don Mario! –gritó; y yo reí, diciéndole –no veo, no veo, no veo.

Esa vez, fuimos al estadio y ella rebosaba de alegría observando cómo competían sus hijos; después, los llevé a comer; por último, al cine y, en la noche, cuando me retiraba para buscar hotel, ofreció que nos durmiéramos allí.
—Sólo en el suelo, pues tienes todo ocupado…
Consiguió una colchoneta, nos acostamos en el piso y estaba quedándome dormido, cuando me movió el hombro.
—Sabes Mario, cuando vivía en tu casa me dabas miedo, siempre tenías el ceño fruncido y te sacaba vuelta. Me dabas mucho miedo. Ahora, veo mi equivocación. ¡Si el tiempo pudiera volver!
—Creo que mi amiga tenía razón.
— ¿Qué?
—Que para ser abuelo…
No la dejé terminar.
— Ya duérmete —respondí. No digas boberías.
Y antes de que se fuese a su recámara, le sobé la oreja. Al día siguiente, desayunábamos como lo haría cualquier familia.

Texto agregado el 31-08-2012, y leído por 440 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
04-09-2012 Es una historia preciosa, qué pedazo de abuelo hacerse cargo de esos chicos, escasean hoy en día, me encantó realmente, no le falta nada, es más le sobra humanidad. ***** nonon
03-09-2012 La ternura y dulzura de tus letras es suave aroma que se esparce hasta alcanzar el alma.Un gusto haber pasado por tu rincón.Estrellas y besis de luz, Ma.Rosa. almalen2005
03-09-2012 Ruben; como decía Akira Kurosawa, que el hombre que crea , en lo profundo, es aquello ya ha vivido, Akira en el cine, tu en este bello relato, que parte entre, una geografía, tan distinta, como una otra que es oriental, pero cuando el alma es llana, entonces lo sufís, lo místico, transcienden, y lo humano se abrazan, y esto es lo que , llega, para todos nosotros aquí, Mis cinco Pentagramas, en la órbita de la creación_ gracias Juan_Poeta
03-09-2012 Un relato precioso. Deja buen sabor de boca de principio a fin. m_a_g_d_a2000
02-09-2012 Un relato hermoso Rub, donde más allá de la excelente narrativa, muestra la calidad de hombre que sos, la humanidad que te sostiene. Te quiero más allá del cielo!***** MujerDiosa
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