—La dulce vida—
¡Qué fantasía!
“….Existen cosas más preciadas que la vida…Vivir no es algo necesario, pero sí lo es vivir dignamente… Ni el infortunio ni un destino adverso deben desalentarnos para seguir viviendo, en tanto que se pueda vivir dignamente como corresponde hacerlo a un hombre”.
Emanuelle Kant.
—Doctor, quiero que me diga la verdad —dijo con débil voz, sin poder ocultar el miedo que lo atenazaba y el deseo imperioso de que el otro le dijera una mentira piadosa.
—Conviene que se prepare para lo peor.
Así, de golpe, la frase socorrida, con una entonación neutra de tipo profesional, que se resistía a entrar en los oídos de Manuel, pero que aumentó aún más su debilidad general. Por un momento pensó que iba a desvanecerse, sin embargo de lo profundo de su ser la angustia le hizo preguntar:
— ¿Podría explicarme con palabras sencillas que me quiere decir?
—Usted como profesionista exitoso es muy inteligente, así que no andaré con rodeos, no trataré de dorarle la píldora. Sé con certeza que usted, ya se imagina la gravedad de su problema. Es una lotería al revés, los análisis han comprobado la enfermedad de Charcot, muy rara por cierto, la incidencia de la misma es: 1 de cada 100,000 habitantes la presenta, se deteriora el organismo, es mortal de necesidad al cabo de un año o dos y no responde a ningún tratamiento conocido.
— ¿Y?
—Lo único que la medicina puede ofrecerle son paliativos, cuando menos disminuirá el dolor mientras llega el momento.
El momento, una palabra al parecer inofensiva. ¡Mentira! Cuánto poder emanaba de esta palabra: momento, momento y así podría repetirse al infinito, un eufemismo para no decir la verdadera palabra, la terrible y espantosa palabra. La palabra por todos negada, la única y real terminación de la vida: la muerte. Manuel no tuvo valor de preguntar ¿cuándo sucedería? Pero, había algo peor que la muerte y era el deterioro, el ser testigo de la propia decadencia.
El médico, amigo de Manuel de muchos años, se quedó en silencio un momento, se quitó los anteojos y mecánicamente los limpió con el borde de su túnica. Tomaba su tiempo. Manuel en medio de su desgarradora expectativa esperaba que se desplomara el cielo con las palabras que tenía miedo de oír y que al fin fueron dichas por el galeno: “es mejor que arregle sus asuntos y debe ser de inmediato, antes de que empiece a perder sus facultades”.
De eso hacía cinco días. Hoy que la casa estaba sola (Margarita estaba con sus padres, sus dos hijos, universitarios ambos, sabrá Dios donde estarían) Manuel se encontró solo, con su pensamiento, su conflicto actual, el choque consigo mismo. Lloró como un niño, como hacía muchísimo tiempo lo hizo, cuando se murió el Terry, su perro que por viejo, los padres de Manuel, lo llevaron a dormir.
Llegó a la conclusión de que realmente no temía el fin, sino el deterioro que la enfermedad le provocaba (ya tenía que usar toallas sanitarias, más conocidas como toallas femeninas, pues tenía un poco de incontinencia anal), y antes del fallecimiento cada vez sería peor, el uso de silla de ruedas, la dependencia de otras personas para que lo limpiaran, bañaran, le dieran de comer y lo más vergonzoso, tendría que usar pañales para adulto.
Pero ¿y si hubiera esperanza? Recordó el inicio de su enfermedad cuando escéptico acompañó a su esposa a la catedral para hablar con el padre Beto, que le dio consuelo y palabras llenas de optimismo: “¡Dios todo lo puede! Ten fe y si resucitó a Lázaro, Él y sólo Él se encargará de tu enfermedad.”
La remisión del padecimiento tuvo lugar y con gusto en una renovada fe se acercó a la iglesia. Pero, la dolencia volvió con más ímpetu, quizá porque su carne fue débil y no pudo dejar a Clara, la pasante del despacho. Ella era la clandestinidad, la caricia nueva (aunque se iba haciendo repetida), la zona de vida desconocida sin compartir, las sombras, los celos feroces, las reyertas y la reconciliación tan dulce, el no pronosticarse sino adivinarse, el no saber de memoria (como con Margarita) sino por intuición. Celos. Margarita y Clara, Clara y Margarita. La vida no era sencilla sino complicada y ahora con la sombra ominosa de la nada que con rapidez se acercaba. ¿Qué hacer? ¿Cómo arreglar los asuntos de su vida?
— ¿Es verdad que el licenciado está en las últimas? —preguntó la joven abogada.
—Él todavía dice que hay curación, pero a mí no me engaña, el achacoso se muere y va a ser pronto —contestó Clara.
—No sé porque te enredaste con él, y ahora que se muera ¿cómo vas a quedar tú?
En la elegante cafetería del Hotel Marriot —con un clima agradable en contraste del intenso calor que agobiaba a la bella Ciudad de Guadalajara— departían con alegría ambas abogadas, a pesar del fúnebre tema que tocaban. Clara se quedó un momento pensativa y respondió más para ella misma que para su interlocutora:
—Todos los hombres son unos babosos, con ese mal entendido machismo que los adorna, se creen unos conquistadores, por su abolengo familiar, por su poder social, económico o por su galanura. Manuel es guapo, aunque ya en la cincuentena. Cuando lo conocí ya era el socio principal del bufete, con una esposa melindrosa y pacata, pero quién no la conoce que la compre, ella es una mosquita muerta.
— ¿Por qué lo dices?
— ¡Anda!, si la vieron salir de un hotel con ese primo lejano que tiene y que no sale de la casa de Manuel.
— ¿Y el licenciado lo sabe?
— ¡Qué va saber el pendejo!
—Pero no me has dicho ¿qué va a pasarte ahora que tu vetusto se vaya al infierno?
—Mira, el atractivo de una mujer es un arma muy poderosa, si se sabe emplear y más con los viejos rabo verdes. Por la enfermedad de Manuel, ya manejo todos sus casos y ahora que se muera yo pasó a ser socia del bufete. Además el licenciado González, uno de los socios más antiguos me anda coqueteando y…
—No cabe duda que eres inteligente, pero, para ser socia necesitas pagar la acción de ingreso ¿cómo la vas a pagar?
— ¡Qué te pasa!, ya está pagada, me le puse a Miguel en huelga de piernas cruzadas y el angelito soltó el dinero de la acción. ¡Claro! Tuve que decirle que no me importaba que fuera casado. No te digo lo que costó, pero si fue un dineral.
—Y tu novio ¿qué dice?
—Nada, pues de mi vida no tiene ni idea, me cree casta y pura y está ya pensando en el matrimonio —dijo Clara y una pícara sonrisa adornaba su agraciado rostro.
Margarita y Clara. No puedo decidirme. Este dolor me está atenazando a pesar de los calmantes. Y están mis dos hijos, que son extraños para mí, de chicos no los disfrute por el cabrón trabajo y el tiempo ha pasado sin sentir, ahora, son unos extraños para mí, no existo para ellos salvo para pedirme dinero. Dicen que así son los muchachos, pero, estos abusan, en los últimos meses me da la impresión de que me rehúyen pues los he visto muy poco.
No me decido que hacer aunque empiezo a vislumbrar una luz en mi cerebro, reposaré un momento mientras el dolor amengua.
Creo que el problema está en que pienso en ellas y en mis hijos como algo que me pertenece, como propiedades de Manuel, y no como vidas independientes, como seres que viven por cuenta y riesgo propios. Ahora tengo que pensar que pronto me quedaré sin ellos. Sin ellos, me lleva la chingada, sin nadie, sin nada. Sin hijos, sin mujer, sin amante. Pero también sin el sol, sin un bello amanecer, sin…
La rutina (bendita, agradable, afrodisiaca, dulce, arropadora, perfecta rutina) desaparecerá, lo mismo que el café con los amigos, ir a misa los domingos, aunque en el fondo no creo en lo sobrenatural y le doy las gracias al padre Beto por su interés profesional de llevarme al bien y a su verdad. Pobre ingenuo, pero bien intencionado amigo.
Y ahora me encuentro en un ajuste de cuentas conmigo mismo ¿qué haré?
Para que me la quiebro si siempre he sabido que hacer en un caso como éste. Doy gracias de haberme dedicado a abogado penalista. Tengo heroína, que me dio un antiguo cliente, en mi caja de seguridad. 20 miligramos intravenosos es suficiente para darle paz a un cuerpo estropeado como el mío. Aún tengo libertad de movimientos y no esperaré el deterioro de mi humanidad. Tendré una muerte con dignidad.
El ser humano desde pequeño es condicionado a preocuparse por los demás. Hay que ser honesto y bastante egoísta, la verdad no tengo porque preocuparme por mi gente. Clara, me ha costado mucho dinero, sin embargo ha valido la pena gozar de su juventud y femineidad, no obstante, ella tiene valor propio. No me engaño, siempre me ha puesto los cuernos, como muchos agaché las orejas para no perderla ¡es tan hermosa! Margarita, mi supuesta abnegada mujer, siempre con su tiquismiquis ¡tan latosa! No creo que el hijo de mala madre de su primo la tolere ya viuda y más que no va a recibir la millonaria suma de mis seguros de vida. El seguro de vida no procede en el suicidio. Mis hijos dejarán de tener la condición de junior. Que empiecen desde abajo como yo y se harán hombres.
El problema técnico de mi eutanasia es sencillo, como si fuera un drogadicto, prepararé la jeringa, una ligadura y con cuidado procederé a inyectarme. En el único que pensaré en ese “momento” es en ti, Terry, amado perro mío que alegraste mi niñez. Así de sencillo, evitaré la vergüenza de mi propio deterioro e iré en busca de la paz en la bendita nada. La muerte es amiga.
— ¡Hola, como estás!, no había tenido oportunidad de darte el pésame por la muerte de tu papá. Ya sabes que cuentas conmigo —dijo el compañero de universidad.
—Gracias —murmuró con leve voz el hijo mayor de Manuel.
—Tu papá estaba muy enfermo ¿verdad?
—Así es. Dios sabe lo que hace. Mi papá dejó de sufrir.
Lo que no contó el hijo mayor, es que fue al despacho de su padre a pedirle dinero. Sorpresa que se llevó al encontrar a su progenitor ya muerto, todavía con la aguja de la jeringa clavada en su brazo. La palabra suicidio se le vino de inmediato a la mente y la apremiante pregunta ¿qué pasará con el dinero del seguro de vida? Telefoneó con urgencia a su hermano.
Los hijos del licenciado se dedicaron —con orden y método y haciendo gala de su sangre fría— a enmendar el desorden dejado por su padre. La caja de caudales estaba abierta y de ella retiraron sustancias prohibidas y claro todo el dinero, cerraron la caja. Limpiaron con cuidado el brazo del difunto y arreglaron su ropa. Toda evidencia incriminatoria (jeringa, la ligadura, cucharilla, encendedor, restos de ampolletas) fue eliminada. Se pusieron en contacto con el médico amigo de su padre.
El médico se sorprendió al ver la imagen de quietud y tranquilidad que reflejaba la cara del difunto y el orden en que se encontraba el despacho, notó la cara de aflicción de los muchachos y no pudo menos que pensar “después de todo son buenos hijos”.
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