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El inclemente frío de la mañana, me recordó de inmediato que Victoria, la vecina con quien nunca pude hablar, había muerto en la mañana del día anterior, arrollada por una volqueta en la avenida Secrima, justo al frente de la buñolería del señor de chaleco que me había regalado un par de guantes de boxeo, tan sólo porque mi tía la de exuberantes caderas, en alguna ocasión mientras gustaba de un buñuelo tres cuartos, anotó entre comentarios desopilantes, que a mí me gustaban las riñas callejeras que pasaban por el canal setenta y nueve.

Tuve que levantarme a regañadientes, después de que mi mamá me repitió con torturadora paciencia, que quería que la acompañara a conocer a una vieja amistad del cura que había casado a la maestra de canto de la mezzo-soprano que participaba en el coro de solidaridad al que asistía también un tenor, flaco y con ojeras casi todo el tiempo, que era el prometido de la directora del colegio al que iba un sobrino de una tal Rocío a la que mi mamá le llamaba "la loquita", porque una vez se la encontró en la calle buscando un arete azul que había perdido hacía catorce días. Mi mamá insistía en que quería conocer tanta gente como la que conocía su compañera de asiento del bus que la llevaba cada martes al fastuoso encuentro de madres voluntarias.

Ese día nos fuimos en taxi. Rarísimo, pero no pregunté por qué, para hacerle creer a mi mamá que eso era de lo más corriente y que así debía ser siempre. No tuve que aguantarme la continua charla de mi mamá con cualquier transeúnte. Sufro con eso. Odio, temo, cuando se sube algún sujeto tímido en exceso. Ocurre el espectáculo más horrible que tengo que padecer junto a ella. El pobre hombre no tiene la culpa, pero pareciese, puesto que no hace nada para evitar el desagradable suceso. Mira a un lado y al otro, asiente todo y sólo con la cabeza, se toca un ojo y luego se lo hurga tanto que empieza a lagrimacer de manera desmesurada. Cuando ya está lo suficientemente rojo como para dejar las manos sin vida y mojado hasta los labios, se agarra el pelo y se lo retuerce para luego dejar su rostro colmado de cabellos sueltos y desordenados. Espantoso.

El camino se me hizo de lo más apacible, sólo existió una pequeña conversación con el taxista, acerca del nuevo programa de televisión que tanto andaba alborotando a la gente. Yo escuché, incluso algo interesado.

Llegamos y me encontré con una casa de dimensiones extraordinarias. Muy grande para mi gusto, pero inmediatamente me interesé por ver lo que contenía tan estrafalaria edificación. Sonreí a mi mamá y ella me devolvió la sonrisa, que seguramente -estoy seguro- no era tan sólo significado de complacencia sino que hacía parte de su flagrante nerviosismo.

Entramos casi instantáneamente y después de todo el fastidioso protocolo, pude sentarme junto a la chimenea para apreciar el mal gusto de aquella señora. Era fabuloso, todo era tan invadido de parafernalia, que se me hacía estar de visita en una casa de finales del siglo dieciocho. La señora vestía también de manera extravagante y sus subalternos caminaban de un lado a otro como llevados por la desesperación, probablemente producida por la exigencia de orden y apariencia pulquérrima de la casa.

De pronto, algo irrumpió en el rococó en el que me sentía abismado. Un gato negro con el pelo desordenado, puerco, desarreglado y ojos oscuros y flamantes, entró caminando lentamente haciendo alarde de su señero porte. No pude evitar distraerme absolutamente con su presencia y sin embargo, parecía pasar inadvertido por los demás allí presentes.

No importaba, ahora mi mente estaba fija en el gato. Y en un momento insospechado por mí y por todo ser existente, alzó su vista y la clavó en la mía, dejándome sin respiración casi por tres o cuatro días. Realmente no llevábamos más de ocho minutos en aquella casa, pero el gato y yo nos encontrábamos compartiendo juntos lo que únicamente los dos podíamos disfrutar. Respiré profundamente y oí lejanas a las dos parlanchinas incansables. Ese fue el último ruido que supe provenía de la casa.

Luego hablé con el gato. Oh sí, durante mucho tiempo, durante días completos. Conversaciones sinceras, abiertas, poco discretas y nada concisas, nada breves, nada sobrias.

Y hasta ahora no hemos terminado de hablar. Sólo reposamos un rato porque el tema es infinito y nuestro lenguaje no es el castellano común sino el jamás creado. Con cierta regularidad, entramos de nuevo a la excéntrica casa de la amiga del cura, a ver si tal vez hallamos a alguien que quiera ser parte de nosotros. Pero hasta ahora nadie siquiera ha notado nuestra presencia y la única que una vez nos miró decidió que habíamos perdido el juicio. Fue Victoria, a quien encontramos una vez meditando frente a la chimenea. Yo la vi y supe que no me iba a hablar, así como fue todo el tiempo y yo ya no tenía esperanza, porque unos días antes de morirse, la escuché diciéndole al señor de chaleco que yo estaba loco y que me tenía miedo.

Texto agregado el 03-08-2004, y leído por 249 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
25-11-2005 es evidente que eres un fiel seguidor de los escritores del boom latinoamericano,laura me recomendo tus lecturas. ELVIAZQUEZ
27-06-2005 presentame al gato ninde
24-11-2004 Una significante muestra de genialidad. Llegué a sus historias por una amiga en común y no me arrepiento. Sus cuentos dejan ver el porqué de su imegen de superioridad. Espero verlo pronto. cfelipe
04-11-2004 Verdaderamente, coincido con Mariog. orlandoteran
28-10-2004 Excelente relato. Realmente. Todo, todo en él deslumbra: el uso del lenguaje, las imágenes, los tiempos, el suspenso edificado con los elementos más sencillos y el final, recuperando la perfección del círculo. Un verdadero placer su lectura. mariog
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