La quinta de Derqui.
Creo que muchos de ustedes, amables lectores, saben que vivo en La ciudad de Derqui, en una pequeña quinta, muy cerca del famoso bosque, entre cuyos árboles, la mayoría centenarios, pasean y pasan sus vacaciones la mayoría de los escritores ya fallecidos. Comprendo la extrañeza que ustedes deben sentir al leer esta afirmación. Pero es la pura y santa verdad.
Con mis propios ojos he visto a Borges, tropezando más de una vez con algún tronco caído, con alguna rama artera que lo golpeaba sin compasión, cuando pasaba a su lado. Sin embargo parecía feliz. Parece que le bastaba con sentir el olor, el aroma de los árboles medicinales, los eucaliptos, los alcanforeros, los tilos etc.
También he visto a Neruda, a la Storni, al Alejandro Dumas, en fin, a cientos de poetas y escritores que he admirado.
La leyenda dice que si uno admira a algún escritor, este se nos cruzará en nuestro camino e incluso, además de verlo, podremos conversar con él. No espero que me crean y si lo quieren intentar, no tienen más que venir al Bosque, pero con la condición de tener el corazón puro.
Mi casa está un poco alejada del pueblo y hasta los que conocen la región, han tenido, hasta ahora, dificultades en encontrar mi quinta.
Pero quien nos venga a visitar ahora, nos puede encontrar más fácilmente: tenemos junto al portoncillo del jardín una placa con mi nombre en letras blancas sobre fondo negro, que se notan a la distancia, y que se ven también de noche cuando la luz de la luna, cae sobre la verja.
Antes de instalarnos en la casa no poseíamos escudo alguno. Vivíamos sin nombre, como las altaneras casas de allá abajo, junto al lago, que rechazan todo escudo y se pasan la existencia sin ellos. En cambio poseíamos un buzón, simpático compañero de hojalata, con su ancha boca siempre abierta.
Como faltaba la llave, la portezuela permanecía abierta: se abría y se cerraba con el movimiento del portoncillo del jardín, y también el viento jugueteaba con él. Escuchábamos con agrado este son familiar.
En esta casa acogedora, habían anidado pájaros en el último verano: encontramos adentro un nido. Ahora las golondrinas están llegando y trayendo la primavera, desde las puntiagudas hojas de los pinos hasta los aleros del techo.
Por un tiempo las dejamos, pero luego limpiamos todo de esos huéspedes, inclusive el buzón y afirmamos con un cerrojo la puertecilla agitada. Algún día podría llegar correspondencia, pensamos.
Cada vez que estábamos ocupados fuera de nuestra casa mirábamos en el buzón por si había correspondencia
Era un lindo paseíto de la casa hasta el portoncillo del jardín, así lloviera. Las gotas que martillaban contra las hojas de los árboles acompañaban a uno, como un lejano redoble de caballos al galope.
La primera carta que llegó y que abrí lleno de ansiedad en el mismo sitio, nos aportó el aviso nada poético de que nuestra instalación eléctrica debía ser hecha de otro modo. Agregaba que nuestros enchufes, cables y llaves estarían en su mayoría alterados por la acción del tiempo y por no ofrecer absoluta seguridad, debían ser reparados a la brevedad.. Con los pisos y paredes recién arreglados, el anuncio no nos causó mucha gracia. Traté de exponer, en una visita personal a la Compañía de Electricidad, que nos sentíamos con esa vieja instalación, tan seguros como debía haberse sentido el antiguo dueño.
continuará.
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