EL DUELO
Yo, como testigo directo de los hechos acaecidos, pongo mi pluma al servicio de la verdad. Para que toda Benalmádena tenga acceso a lo que realmente aconteció y que mi querido Febo no sea blanco de retóricos comentarios o falsas imputaciones.
Todo cuanto os asegure en este pliego; es absolutamente cierto. Que yo soy ministro del Señor y no puedo caer, ni siquiera por amistad, en tan penado pecado. Y aunque no se me es permitido utilizar el nombre del Señor en vano, juro que todo es verdad absoluta.
Hace algún tiempo ya, que en la Villa de Benalmádena, vivía un acaudalado señor llamado Baltasar de Zurita, casado con Luisa de Castro. El señor Baltasar era capitán, regidor, fundador de la capellanía, dueño de cuatro molinos de pan moler y de media Villa. Estamos hablando del estrenado año 1645. Pero mis letras no versan sobre este señor, sino de su criada; Lucinda Velázquez.
Lucinda, era parte de las propiedades del Marqués de Zurita, ya que la compró a sus progenitores cuando ésta disponía de catorce años de vida. De padre moro y madre desmelenada; Lucinda era una hija no deseada a la que cambiaron por trescientos ducados y dos gallinas.
Eusebio de Castro Molienda; condecorado soldado y protegido de la Duquesa, era su pretendiente y como tal, acosaba a Lucinda todos los días desde las seis a las siete de la tarde, tiempo de ocio de nuestra protagonista. Ella se dejaba acosar, pues eran tiempos de escasez de hombres autorizados. Eso sí, el “pelao de la pava” era siempre en lugares luminosos y poco íntimos. Eusebio era un buen partido, pues era acreedor de varias tierras y descendiente de una popular saga de militares.
La susodicha en cuestión, además de hermosa disponía de cierta picaresca para conseguir lo que deseaba. Y fue naturalmente ella la que embaucó al militar entre visita y visita a la casa de los Marqueses. El Marqués de Zurita autorizó dicho noviazgo por mandato propio. La joven criada ya contaba con veinte años recién cumplidos, y de todos es sabido que gata enrabietada no atiende a razones. Además, Don Baltasar le pidió a Eusebio a cambio de la mano de su criada; ochocientos ducados, doscientos maravedíes y un pequeño terreno cerca de la mar.
- No es que yo sea un avaro Don Eusebio, es que pierdo una buena mano de obra y vos ganáis una gran mujer de su casa.
- Entiendo Don Baltasar, entiendo. Pero lo del terreno…
- ¡Eso es simple simbología estimado caballero! Es…como el dinero se gasta, pues digamos que es para recordarla a ella para siempre. –Dijo el Marqués en tono burlón.
- Pues si por eso es, que así sea, Señor Marqués, que así sea.
Y así fue cómo la boda de Lucinda, contribuyó a engordar los ya ensanchados bienes del Marqués.
Todos los preparativos se llevaron a cabo por Eusebio y familia, pues mientras Lucinda fuera pertenencia del Marqués, tendría que seguir haciendo buen uso de su condición de criada. Y sólo en horas de ocio podía intercambiar opiniones con su futuro esposo. Bueno, opiniones y otras cosas… porque en una escandalosa ocasión una de las criadas, de esas que después todo lo cuentan, vio a la bella joven masajeando el enhiesto miembro del gallardo militar.
Pero había un tercero en discordia. Un humilde campesino llamado Febo que se moría por los huesos de Lucinda. Pero como éste no entraba en los cálculos de Don Baltasar, se dio rápidamente por acabado el tan poco rentable noviazgo, que nunca aconteció.
El desdichado de Febo, tenía que contentarse con verla entre las sombras, cuando Lucinda salía a cumplir las diligencias de los marqueses. Tenía que contentarse con oírla tras los barrotes de hierro forja que, al igual que un calabozo, tenían prendida a su amada. ¡Oh Padre! Si hubiera tenido algo que ofrecerle a Don Baltasar, presto estaría frente a él para hacer frente al soborno aceptado de Don Eusebio, me decía. Pero la indigencia que le precedía, acallaba de cuajo cualquier grito que de sus entrañas surgiera.
Y llegó el día en que Lucinda Velázquez iba a contraer matrimonio con Eusebio de Castro y Molienda. Todo estaba preparado, y los invitados; esperando como es lo mandao.
Olvidado la mayor parte de la semana, el templo guarda un aspecto desolado. A pesar de que ese día, con motivo del solemne evento, se rodeaba de actividad y algazara. Tanto era así, que podría en la lejanía ser dada mi parroquia, sin que medie torpeza, por un abandonado molino de viento, cuyas aspas se hubiesen desprendido ya por el paso del tiempo. Digo lo dicho por si hubiera alguna bondad entre los presentes, y se preste a financiar una merecedora reconstrucción de tan ilustre icono de la Villa.
Ya de madrugada, hallándose Febo en su despertar y con el corazón atormentado por lo que se le venía, se colocó cual comediante la máscara, y mañosamente vistió sus penas de gozo fingido. Con dicho fraude a modo de guisa, se estuvo paseando toda la mañana entre invitados, a sabiendas del riesgo acuciante que corría, pues se volvería él mismo nuevamente, sin máscara alguna, si de ella una sola mirada recibiese.
¡Ah, Dios mío!, qué pesada es la carga del enamorado abatido. De muy buena gana hubiera dejado la mascarada para otro día, hubiera tomado la falsía por el gaznate y la hubiese abandonado muy lejos de donde se hallaba entonces. Mas, ¡ay, poderoso sino! Todo esto se hubiera ahorrado, si de su amada la mirada no hubiera atisbado.
Es en momentos tan difíciles como el que os digo, donde su entereza de hombre mimbrea como la de un chiquillo. Cuando me preguntó el por qué de un destino tan acerbo, el por qué de ese oficio de tejedor de dramas y amarguras. Pero a la sazón, sin réplica me quedo, e igual de afligido.
Como os decía, la ceremonia llevaba su curso. Los mil susurros henchidos de deleite vienen y van por entre los convocados. Yo, Don Filiberto, el párroco de aquél santo lugar, era responsable de que aquella cizalla se incrustara aún más en el pecho del amante anónimo. Lucinda, vestía un inmaculado traje cubierto de labores. Sus finas manos, aún sin guantes, parecían provistas de un par blanco como la encalada de las moradas del pueblo. El semitransparente velo cubría un rostro tan dulce, que yo mismo le llamaba; mi dulce leche merengada. Era más que obvio por qué esa dama infundía tantos sentimientos.
Cuando inquirí a los congregados si tenían alguna razón para no celebrar el santo sacramento, fui testigo del giro que realizó la novia para echarle una cómplice y desafortunada mirada a Febo, y eso produjo que éste saltara como gavilán sobre su presa; a soltar las palabras mil veces ensayadas. Solo que después demostraré, que el cazador se convirtió en cazado; gracias a esta misma mujer.
- ¡Yo! Esto… La dama que está frente a vos no puede contraer matrimonio. -El bullir de los asistentes parecían varias abejas libando de flor en flor.
- Esa dama –prosiguió- está en buena cinta –Las abejas encontraron toda una colmena.
- ¡Cómo osas enturbiar el honor de esta dama, a la que estoy a punto de desposar! ¡Le exijo que se disculpe públicamente! –lo provocó el militar en su talante de opresor.
- No puedo…señor. Yo mismo fui quien la deshonró –El muchacho tragaba el nudo que se le apelotonó en la garganta.
- ¡Estúpido campesino! No saldo el honor de la dama aquí por respeto al lugar. Pero le espero al amanecer en la finca del Marqués de Zurita. Si no aparece, mis hombres le prenderán y será acusado por injurias.
El nudo se le volvió a aparecer, pero ésta vez era intragable. El soldado interrumpió la boda, hasta que quedara demostrada; la inocua pureza de su prometida.
A Febo, por otro lado, se le columpiaba hasta la huevera de los calzones. Jamás se había batido en duelo con caballero alguno, y menos con un soldado. Ni posee la habilidad de la esgrima, ni tiene el valor tan siquiera de coger el florete en las manos. Y si pudiera, se le hubiese escurrido entre ellas debido al sudor que de éstas brotaba. ¡Oh, qué insensato de mí! ¿Cómo salgo yo ahora de este gatuperio? –pensaba para sus adentros.
Los gallos espolean el alba, los pajarillos comienzan su jolgorio de trinos, los panaderos tienen ya su materia prima preparada; y yo estoy muerto de miedo bajo la tapa de la cama, como si fuera de un material irrompible y nadie me fuera a hacer daño escudándome con ella. Ni valor tengo de vestirme, pues eso indicaría que camino hacia una muerte segura.
Llaman a la puerta. ¡Diablos! ¿La muerte a domicilio? Estoy hecho una estatua. Vuelven a llamar. La jodía puerta no tiene ni paciencia. Llaman una tercera vez. A esta me calzo, me visto y al llamar una cuarta vez, abro la puerta.
-¿Dígame? ¡Don Filiberto! ¿A dónde vais a estas horas?
- A socorreros, que de una u otra forma necesitaréis mis servicios –dijo el párroco.
- ¡Anda Padre, que dais unos ánimos!
- Corred hijo mío, que si llegáis tarde va a parecer que sois un cobarde.
- ¿Cobarde decís? Yo más bien diría un zopenco, que nunca aprenderá y dejará de meterse en líos que nadie lo llama. O un bocazas, o un mindundi con aires de bizarro, o un…
- ¿Pensáis pasaros toda la mañana ahí explorando adjetivos para vos?
- ¿Puedo? –La ironía de Febo, desarma al párroco.
- ¡Arrr! Mira Febo, vos haced lo que queráis pero, decidiros de una vez, tengo cosas mucho más importantes para atender que no estar aquí mirando cómo os lamentáis de vuestro infortunio.
- Tenéis razón Padre, vamos y que sea lo que Dios quiera. Total, se supone que gracias a su santa compañía tengo alguna especie de prebenda ¿no Padre?
De buena gana me hubiese lanzado una buena somanta de palos, pero pensaba que ya era bastante con lo que tenía encima. Y los dos nos encaminamos, como si de caballero y escudero se tratara, hacia las tierras del Marqués.
Hay una casita a la orilla del mar, hacienda cedida por Baltasar para la pequeña contienda, con una gran extensión para la práctica de cualquier deporte. En ella me esperaba ansioso mi verdugo. Parece mentira como el día, ajeno a la tragedia que está a punto de suceder, comienza a desplegar su abanico de colores; cuan pavo real para dar fe de su grandeza. Las gaviotas se preparan para el espectáculo, y hasta el viento se ha hecho presente para no perder detalle.
Llegando a la línea de mi enemigo, olía a la muchacha de la guadaña detrás de mí. A Eusebio de Castro lo acompaña un recio señor vestido de negro. El cual expone una caja negra donde guarda presuntamente los floretes. Pero para más sorpresa, al abrirla me quedo estupefacto por su contenido. No son floretes, sino dos enormes armas de avancarga que imponen na mas verla. Eusebio coge una y poniéndola en vertical, le vacía una porción de pólvora proveniente de un hermoso recipiente dorado en forma de lágrima. A continuación, le deposita un pequeño pañito blanco tapando la abertura y encima coloca una bola de acero del tamaño exacto a la boca del cañón. Acto seguido, empuja tanto al pañito como a la bola, ayudado por un diminuto cepillo redondo. Terminado el ritual, apunta a una gaviota que plácidamente descansa sobre una estaca y con un estruendoso disparo termina con ella. Sentía cómo mis pantalones se hacían más húmedos. Mis piernas se doblaron y Don Filiberto, el párroco, tuvo a bien cogerme, pues si no es así; doy de bruces en el suelo.
El diligente acompañante de Don Eusebio, se dispuso a cargar las dos armas y a nombrar las normas de la buena conducta en un duelo. Yo miro al párroco y éste se persigna y me bendice. Ponen casi con rudeza una de las pistolas sobre mi mano, y Don Eusebio se coloca a mis espaldas. Se contarán diez pasos, -dice el de negro- hecho esto se darán media vuelta y esperarán turno para disparar. Primero lo hará el Señor Don Eusebio de Castro Molienda, por ser el humillado, y tras su disparo será el Señor Febo de Ultranza el encargado en hacer uso de su turno. La razón será dada al que quede en pié. Ahora caballeros, comiencen.
Estoy a punto de arrepentirme, pedirle perdón y tirarme al suelo boca arriba, como los perrillos, en claro signo de sumisión. Pero ya había llegado demasiado lejos, total; eso no debe de doler demasiado. ¡En caliente dicen que las heridas no duelen, y para cuando se enfríen ya estaré muerto! Termino de contar los pasos, me doy la vuelta y mi pesadilla ya estaba apuntándome. El viento levanta polvillos de la arena y al mismo tiempo escucho rugir el arma de mi oponente. Pero yo no noto nada que no sea terror. Con los ojos cerrados por el miedo y por la arenilla del viento, disparo sin apuntar. Simplemente en la misma dirección por donde escuché el impacto. Tampoco ocurre nada. ¡Bueno sí! Un aarg, que al desaparecer el turbio ambiente levantado por el viento, descubro con sorpresa que era Don Eusebio al que alcancé con mi disparo. El valeroso soldado, se había cegado con la arenilla y perdió su experimentada puntería.
De todos es sabido que la suerte no entiende de linajes, y en esta ocasión le sonrió a Febo, centro de todos mis ruegos y oraciones. Éste, adueñado por una estridente risa nerviosa, se tiró de cabeza al océano y acalló su indomable nerviosismo.
Por lo tanto, no frío asesinato como se dijo sino, pura defensa fue la que no tuvo otro remedio que afrontar Febo de Ultranza. Pero como la suerte no es infinita, nuestro enamorado buscó a su amada para hacerla partícipe de la buena nueva. Hallándola, como era costumbre a esa hora, en los mercados de la plazuela.
- ¡Oh querida Lucinda! Seguro que ya os habrán dado la noticia, pero quería deciros en persona lo mucho que la amo. Todo está en su sitio ya, para que podáis aceptarme como esposo. Ahora nada os amarrará a ninguna obligación.
- ¡Ay Febo, Febo! No entendéis nada. Ahora menos que nunca puedo unirme a vos. Me habéis humillado en público y sería diana de inmerecidas miradas y burla de todos. El Marqués de Zurita, apiadándose de mí, me ha ofrecido quedarme a sus servicios y protección a cambio de quinientos ducados y doscientos maravedíes. Por lo tanto, vuelvo a ser propiedad del Marqués.
Febo perdió todos los estribos, lo reconozco, pero Lucinda resultó merecedora del final que le quiso propiciar su eterno amado. Éste, siendo por primera vez consciente de la verdad y del ridículo que había hecho; arriesgando incluso su vida por quien no la merecía, se abalanzó al cuello de Lucinda y apretó todo lo que pudo. Ella, casi al borde de la muerte por asfixia, le propició una acertada rodillada en sus partes que provocó que la soltara automáticamente. Lucinda, repuesta, comenzó a gritar y los guardias apresaron al desdichado de Febo de Ultranza.
En el juicio, amañado por quienes pueden hacerlo, lo declararon culpable de asesinato y de intento de homicidio frustrado; siendo condenado a pena de muerte. Y yo nuevamente fui testigo de otra de sus desventuras, solo que ésta vez era la última. En la plataforma, antes de ejecutarse tan horrible y execrable condena, fui a absolverle de los pecados y me dijo al oído: “Padre, ¿pero verdad que es linda esa puta de Lucinda eh?”
Fueron sus últimas palabras. Ésta, fue la muerte de un buen hombre. Ésta fue la condena de un hombre por estar enamorado. Y que conste a todos los efectos, que Febo de Ultranza no fue ni asesino, ni provocador, ni violento. Simplemente se dejó llevar, debido a su gran amor, por una mujer fría y calculadora. Probablemente todos los presentes también tengan su propia condena por seguir ciegamente a una mujer, a unas ideas o a unos sentimientos; pero ninguno de vosotros sois ahorcados por ello.
Por lo tanto pido públicamente el reconocimiento de inocencia de mi defendido, aunque ésta sea en póstumo oficio. Os aseguro, que sólo así podremos seguir creyendo en la justicia de este país. Y en la paz de sus inocentes víctimas.
EPÍLOGO
Se aceptó a Don Filiberto como testigo y la carta como prueba alegatoria. El párroco consiguió una apelación para limpiar el nombre de Don Febo de Ultranza. Se celebró un nuevo juicio donde se condenó a Lucinda Velázquez como culpable de inducción de homicidio, condenándola a veinte años de prisión.
Don Febo de Ultranza no sólo fue absuelto y reconocido públicamente como un fallo de la justicia, sino que se le alzó una calle con su nombre para recordatorio de generaciones venideras.
Don Filiberto, ejerció como Cardenal hasta los ochenta y nueve años.
© 28 de octubre de 1997 Javier de Montenegro
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