En mi juventud vi nacer la vida en mi seno, la vi crecer, la protegí, la alimenté, la vi sufrir, perfeccionarse y desaparecer, solo para reaparecer de vuelta con mas fuerza. La vi también irse de mí a las tierras y al cielo, solo para volver una y otra vez a mí en distintas formas. Todo era hermoso inmejorable o así lo creía hasta que apareció el hombre, y entonces, conocí el amor. Mis mejores recuerdos no son de las culturas que habitaron en mis márgenes, ni de las naves que me surcaron, ni las batallas que se libraron en mi superficie, ni siquiera de los secretos que escondo en mis profundidades y que nunca nadie encontrará. Mis recuerdos más hermosos son esos segundos en mi vida en que fui testigo de algo que yo, con toda mi inmensidad jamás podré sentir.
Atenas, Grecia, siglo III AC.
Las coloridas velas de los barcos Atenienses se divisan en el horizonte desde un promontorio en el Pireo. Elena con el corazón en la boca corre a los muelles del puerto, Héctor vuelve a casa.
Elena, hija de un acaudalado granjero de las afueras de Atenas tuvo una infancia feliz. Su padre, Sileno, la consintió en todo. Su madre murió al darla a luz, Sileno creyó enloquecer, amaba a su esposa con pasión, Las mejores nodrizas de la zona fueron contratadas. Todo el amor que Sileno le profesaba a su esposa fue volcado en Elena. A temprana edad Elena cabalgaba por la granja como una amazona. Ya a los doce años vestía elegantemente como las damas Atenienses de la época y acompañaba a su padre en las frecuentes visitas a Atenas. Sus criados, una pequeña parte de los esclavos que poseía Sileno, tenían instrucciones de darle con todos los gustos. La educación estuvo a cargo de los mejores maestros, Literatura, artes, danza, todos los conocimientos disponibles les fueron enseñados. A los dieciséis administraba con su padre la granja, los criados y buena parte de los negocios de la familia.
Elena poseía una belleza singular, Sileno afirmaba que la había heredado de su madre. No le faltaron pretendientes, los jóvenes de la aristocracia de Atenas desfilaban a diario por su casa. Elena los ignoraba. Para ella, era un nuevo juego, un hermoso juego de poder.
Para su cumpleaños numero diecisiete, Sileno le prometió llevarla al Pireo, el puerto de Atenas, y allí comprarle las mejores prendas de vestir que llegaran desde los lejanos países.
El puerto era el centro de la actividad comercial de Atenas, y quizás el mas grande del mundo, la calle principal que llega a los muelles esta atestada de negocios y tiendas coloridas, los vendedores pregonan sus mercancías, esclavos, animales, telas hermosas, joyas, exóticos alimentos, pescado fresco, plantas, minerales para diversos usos, todo se comercializa en el Pireo.
Sileno arrastra a Elena esquivando vendedores, excrementos en el piso, animales atados a postes, y finalmente llega a la tienda. Acetes, un viejo conocido de Sileno, tiene la tienda más grande del puerto, no solo posee esta tienda sino también una flota de más de veinte barcos.
Desde sus ventanas se observa la actividad en la ensenada del puerto, naves comerciales con sus velas arriadas, trirremes de la armada ateniense, pequeñas barcas de pescadores, al fondo el mar Egeo, el espectáculo es fascinante para Elena. Perdida en su imaginación escucha una hermosa voz a sus espaldas.
–Mi nombre es Hector, hijo de Acetes, ¿en que puedo servirles?
Elena vuelve su vista curiosa y ve al apuesto Hector parado ante ella.
Por primera vez se ruboriza y tomando la mano de su padre, baja la mirada.
Sileno, tomando la palabra, interroga a Hector sobre su amigo. Hector le contesta que se halla en los muelles pagando a los marineros.
- Bueno Hector, ¿puedo dejarte al cuidado a mi hija Elena? Iré a saludar a Acetes.
- Por supuesto, será un placer.
Elena, tratando de recuperar la compostura, se dirige a una montaña de hermosas telas, y revisa las mismas analizando sus colores y textura. Cada tanto espía a Hector, mientras el acomoda las mercaderías, y atiende a los clientes. Por primera vez en su vida, no sabe que hacer. El joven Hector no muestra interés particular en ella.
Acetes y Sileno entran al negocio a las carcajadas, la historia sobre las virtudes de cierta dama egipcia parece divertir particularmente a Sileno. Elena se aproxima a ellos y ambos ligeramente avergonzados, recuperan la seriedad. Acetes observando a Elena le dice.
- ¡Por Zeus, Sileno!, parece imposible pero es todavía mas bella que su madre, un gusto conocerte Elena, mi viejo amigo me dice que mañana cumplirás diecisiete años, elige lo que quieras, ya me ocupare de extraerle algunos dracmas al tacaño de tu padre.
Elena le regala la mejor de sus sonrisas, y, espiando con el rabillo de sus ojos a Hector, se aproxima disimulada a la mesa de las alhajas donde se encuentra el, toma coraje y le pregunta:
-¿De donde provienen estas hermosas gemas?
Hector, la mira a los ojos y sonriendo le dice.
-Hubiera jurado que las más bellas venían de Cartago, pero viendo sus ojos, estas parecen haber perdido su belleza.
Abrumada y sonrojada Elena baja la vista. Siente que su corazón va a estallar. Coqueta, se acomoda el cabello, y continua viendo las piedras preciosas.
Hector se dirige a ella nuevamente:
- Espero no haberla incomodado con mi comentario, pero si me permite le mostraré algo a la altura de su belleza.
Inmediatamente busca detrás de una cortina y vuelve con una cadena de plata con un gigantesco diamante engarzado.
- ¿Me permite que se lo ponga al cuello?
Cada vez mas sonrojada Elena le contesta con un tímido “si”.
Hector se pone a sus espaldas y abriendo el cierre de la cadena se lo pone al cuello. Elena tiene los sentidos exacerbados, su voz, su aliento, su perfume, el roce de sus dedos en su cuello. El corazón le late fuertemente, un calor le recorre todo el cuerpo.
Acetes se aproxima con Sileno y dirigiéndose a su hijo le dice:
- Buena elección Hector, realmente digno de su belleza. Sileno nos ha invitado a la fiesta mañana, creo que por un día podremos cerrar el negocio ¿ no?.
Elena, todavía con las piernas flojas, saluda a ambos cortésmente y se retira acompañada de su padre. Antes de salir vuelve su vista, Hector se encuentra todavía parado observándola.
Los marineros se aprontan a amarrar los cabos de las naves al muelle, Elena busca ansiosa con la mirada a Hector. Allí está. Alto, apuesto, bronceado por el sol y el agua salada. La saluda enérgicamente desde el pontón de proa de la nave.
Todo ocurrió tan rápido, tan sencillo. El amor. Largas caminatas a orillas del mar…
Una noche con los pies en el agua se juraron amor eterno, no lo notaron nunca pero unas pequeñas lucecitas rozaban sus pies. Dos meses después Hector y Elena se casaron. El mar fue testigo de su primera unión. La unión de sus cuerpos fue el acto más hermoso que Elena experimentó en su vida. La sensación de poseerlo, sentirlo en su interior fue sublime. Vivieron en un barrio de Atenas por unos años. Cuando falleció Sileno, un tío de Elena se hizo cargo de la granja. La felicidad los embarga, solo los poco frecuentes aunque prolongados viajes de Hector, la empañan. No obstante sus reencuentros reavivan su amor, todo vuelve a ser como la primera vez.
Rápidamente Hector salta de cubierta al muelle, corre a Elena la abraza y la levanta al cielo como siempre que vuelve de viaje. En su bolsa trae los habituales regalos para Elena. Abrazados, pasan a visitar a Acetes, el viejo se encuentra enfermo. Hector observa preocupado que la salud de su padre se agrava.
Luego se dirigen a su casa. Felices como siempre se aman y pasan el día abrazados. La felicidad ha vuelto al hogar pero esta vez, no por mucho tiempo.
Hector esta enfermo. Una extraña enfermedad lo consume día a día. Los doctores solo atinan a suponer que fue contraída en el último de sus viajes. El intenta disimularlo, pero todas las tardes las fiebres lo obligan a recostarse. Parece haber envejecido diez años. Elena desesperada cuida de el, lo abraza y besa apasionadamente intentando retenerlo para siempre.
Hector acaba de morir. Hector le había jurado que la amaría por toda la vida y lo había cumplido. Elena nunca imaginó que “toda la vida” sería tan corta. Si, para Elena la vida también ha terminado.
El viejo Acetes con el corazón partido por la perdida y por su enfermedad imparte a sus marinos la ultima voluntad de Hector, ser sepultado en el mar. La barca se aleja, como otras veces, el alma de Elena viaja con el. En silencio, al atardecer se dirige al promontorio desde el que esperaba de sus viajes a su amado. Ya no hay mas lagrimas para derramar, su alma está seca. Camina a los tumbos hasta los acantilados al norte, frente a la isla de Salamina, la noche cae piadosamente sobre el Egeo. Elena mira al mar desde la cumbre del acantilado. Sus ultimas palabras antes de saltar al mar fueron:
– Hector mi amor, no puedo vivir sin ti, voy en tu búsqueda a donde sea que hayas ido.
Antes de perder el conocimiento Elena cree ver unas luces en el agua que la rodean.
Emocionado, recogí a ambos. Los volví a unir, dormidos, quizás soñando con su amor. Sus cuerpos mecidos por las corrientes marinas parecen abrazarse por la eternidad, sus almas vagan juntas por mis dominios a la deriva…
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