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Se le hicieron las 10 y tuvo que levantarse. Si no, no llegaba. Se sentó de golpe en la cama y se mareó. “Dios, hoy no” suplicó con los ojos cerrados. Se incorporó despacito, respiró hondo y mecánicamente se empezó a poner los zapatos. Trató inútilmente de estirar las arrugas de la ropa que llevaba desde el día anterior. Se paró con cuidado, fue al baño y tomó un vaso de agua. Se miró de reojo en el espejo. Intentó corregir el maquillaje que llevaba también desde el día anterior. Uff. Esas ojeras se habían vuelto crónicas. ¡Y cómo le dolía la cabeza! ¿Dónde estaban los lentes de sol? Quiso arreglarse un poco el pelo y decidió que lo mejor era hacerse una cola. No tenía tiempo para más. Mientras buscaba los lentes sacó del bolsillo del jean un chicle de menta y se lo puso en la boca. Masticaba despacio porque masticar le hacía doler más la cabeza. Sentía que se movía en cámara lenta. Se acordó de que su bolso había quedado tirado en el piso del pasillo de entrada. Lo agarró de pasada y tanteó más o menos para ver si tenía todo. Por su peso supuso que sí. Ahí debían estar los lentes. Manoteó las llaves que colgaban de la pared sin mirar, de memoria. Corrió al ascensor y se encontró de frente justo con esa vecina cara de urraca que la miró de arriba abajo como hacía siempre. Sintió en la mirada de esos ojos vidriosos y sin pestañas que la vieja la juzgaba por su apariencia, al mismo tiempo que escuchaba el “buen día” más falso del mundo. Ojalá hubiera alcanzado a ponerse los lentes. Pensó en bajar por las escaleras pero no le daba el tiempo. Se sentía cansada y se le partía la cabeza. “Vamos, vamos, son nada más que tres pisos” ¡el ascensor bajaba muy despacio! Y la vieja se moría por sacar conversación. Por un instante pensó en darle alguna explicación por el aspecto poco feliz que tenía esa mañana. La idea se esfumó cuando se recordó a sí misma que recientemente (y sin el aval de su terapeuta) se había propuesto dejar de pedir disculpas por todo. Cuando finalmente llegaron abajo se avalanzó sobre la puerta de entrada del edificio y no miró atrás. Se rió sola al pensar “la vieja se quedó pagando”. Volvió a respirar hondo como quien va a comenzar una carrera y se puso los lentes. Tenía nada más que una cuadra hasta la parada del colectivo. Le pareció más larga que nunca. El dolor de cabeza no la dejaba ni pensar. Se apuró lo más que pudo pero no sirvió de nada. Tuvo que esquivar señoras con carritos de bebé, señores mayores con bastón, mucamas paseando perros, adolescentes que iban a los empujones y ocupaban toda la vereda. Y todos andaban como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Cuando vio que llegaba el 60 se desesperó y corrió, pero igual lo perdió. Encima había cola ya. Quién sabe cuándo volvería a pasar el Alto x Maipú. Y tenía unos cuantos minutos de viaje. Pensó en tomar el tren. Miró el reloj. Ya era tarde. No llegaba. Se le nublaron los ojos y se atragantó tratando de disimular el llanto. Menos mal que llevaba los lentes de sol. ¿Cómo podía ser? Iba a terminar pidiendo disculpas…otra vez.

Texto agregado el 25-08-2012, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
25-08-2012 Es potente. No entregando "información" sobre el personaje y su vida, su destino y apuro por llegar, logras la atmósfera de esa angustia urbana. NeweN
25-08-2012 muy bueno elpinero
 
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