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El horror habita entre las sombras, que son hijas del encuentro de luces y materias. Ocurre en ocasiones que pueden verse las cosas bajo luces diferentes y arrojan entonces distintas sombras.

El horror es una ciudad cualquiera que se despereza un martes por la mañana. Es una chica que se compra unos zapatos o una calle eufórica tras un partido de fútbol. El horror es el tedio del diario con sus retóricas de señores que visten chaqueta y corbata. Es un señor tranquilo y prudente, seguro de no haber hecho nunca daño a nadie. O quizá, acaso, no sea nada de eso sino deudor de ello; tanto da bajo la mirada enceguecida de quien se pone en ángulo con la luz de unas jóvenes sin futuro, de un niño con los dedos mutilados, de un bruto armado que disciplina a los trabajadores de un taller remoto o de una madre que intenta sin lograrlo amamantar a un cadáver pequeñito, ignorante en su terquedad determinada de que tampoco en su cuerpo queda vida alguna. Estas otras luces se cuentan por millones.

También puede que cegase esos ojos la luz de una historia eliminada, de orígenes despreciados en favor de un mito de diseño y de pueblos borrados del acervo a sangre y fuego; o la luz de la humanidad que intenta infructuosa renacer en las personas a lo largo de las décadas y cae bajo las sombras que proyectan otras luces, tiñéndola de otros horrores. Quizá la luz que son aquellos que saben sin tener ningún estudio que no pueden esperar justicia de la ley, gracia de la divinidad o bondad de la naturaleza. O la luz de una biología rica como el jardín de las delicias arrasada en pro de una abundancia tóxica con que vestir la miseria.

Es igual qué luz haya cegado algunos ojos, pues también (gracia del ciego es la finura en la audición y en el olfato) les ha negado las ilusorias visiones que embotaban sus corazones. El horror es lo cotidiano porque a toda luz arroja, ampuloso e impune, las sombras en que horrores se cobijan. El horror es un rostro que se nos vuelve fríamente sin sufrir, una anciana que finje no vernos por la calle por no reconocernos y nosotros que finjimos no verla a ella por no ceder un asiento en el autobús. El horror es redondo como una moneda lejana que cubre con su sombra el mundo. El horror es la prudencia, la inmanencia y la inercia, es la nada que aspira a ser todo cuanto queda.

A esa luz ¿Quién teme una guerra aquí? Si se luchase para no pagar con mil guerras, holocaustos o desmanes - con mil horrores- una paz que sólo deja tranquilas las almas de verdugo, de carcelero y de diablo que renuncian cobardes a sí mismas como instrumento de una imaginada instancia superior incuestionable ¿Quién la iba a temer?

A quienes fuimos niños ese día, nuestros antecesores se arrogaron el derecho de robarnos el futuro y nos dijeron que la historia estaba hecha y fijada, que sólo quedan por tocar variaciones sobre un mismo tema. Habían pintado el sucio cuadro del mundo y nos arrojaban con él la única cera que quedaba: un muñón de blanco ya manchado con que pintar de gris este presente que no admite futuros y no conoce pasado. Porque también nos le robaron negándose a admitir que no ha mucho hubo en el mundo hombres que afrontaron el horror y trataron de atravesarlo con sus pechos amplios, que se negaron a cobijarse en la abulia catatónica de la prudencia cotidiana, en la jaula sardónica y macabra que el horror teje y con la que se teje.

El horror hay que temerlo, pero no tiene sentido evitarlo porque ya está aquí. El horror hay que atravesarlo sin miedo a las ruinas, que sólo pueden ser si llega el caso las ruinas de un horror pasado.

Texto agregado el 24-08-2012, y leído por 203 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-08-2012 o sea chico/a, sin tantas palabras no hay que cagarse de horror, eh, eh? marxtuein
 
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