Para Rodobaldo todo había sucedido ese día a un ritmo desacostumbrado. La mañana, de acuerdo con lo que para él era cotidiano, transcurrió lentamente. Es posible que la espera, o el conocimiento de la decisión tomada, variaran los compases o las frecuencias de su tiempo.
En su centro de trabajo, nadie pudo notar alteraciones: la procesión iba por dentro, como hubiera dicho su abuela.
Luego de almorzar, inventó una excusa, abandonó el trabajo y regresó a su casa. Sabía que hoy era el día y no deseaba perder un minuto. ¿Mañana? Mañana estaba seguro que todo iba a ser diferente.
Recordaba esto mientras veía al policía abrir la celda, llamarlo para que lo acompañara por el pasillo que, en este momento, dos horas después de haberlo caminado en sentido inverso, se le antojaba más largo y más estrecho, incluso, su vista le jugaba una mala pasada y le hacía ver las paredes inclinándose sobre su cuerpo.
Al final del pasillo, dos puertas. Rodobaldo las clasificó. A la izquierda estaba la libertad, el fin de la pesadilla, el despertar del sueño de un solo día… ¿o de los meses que estuvo preparándolo todo? … ¿Quién sabe?
Seguía caminando… la puerta de la derecha… lo obsesionaba esa puerta. Allí estaba su perdición. Allí estaría el interrogador, allí continuarían sus penas, pensaba. Nunca saldría siendo el mismo.
El policía que lo acompañaba le ordenó detenerse. Así lo hizo e inmediatamente la alegría regresó a sus pensamientos. El uniformado estaba abriendo la puerta de la izquierda y lo mandaba a entrar.
Una mesa, dos sillas ubicadas a ambos lados y una mesita auxiliar con una jarra llena de agua y dos vasos de cristal. Es interesante, pero en ese momento de situaciones trascendentales para su vida, pudo notar que los vasos, aunque con igual adorno, eran de diferente color.
Frente a él, dos ventanas cuyas persianas abiertas, dejaban entrar el aire refrescante de la noche.
Por último, a su derecha, otra puerta. No otra puerta cualquiera, sino la puerta que le permitía la entrada de sus pensamientos hacia un lugar sin salida, la puerta que desde el pasillo estaba a la derecha y lo ubicaba hacia el camino sin retorno. Es más, la puerta de la derecha que, al igual que la de la izquierda, por donde había entrado a la habitación, sólo conducían a un mismo lugar.
-Ciudadano. Siéntese.
La orden lo sacó de sus ideas. Separó con cuidado la silla y se sentó a esperar las preguntas.
-¿Se siente bien? ¿Desea algo?
-No, teniente. No es nada.
-Correcto. Entonces espero por sus explicaciones.
-Mire, teniente. Déjeme explicarle. Todo lo preparé cuidadosamente. Como vivo cerca de allí, son incontables las veces que pasé frente a esa tienda, pero nunca había reparado en ella. Un día se me hizo tarde en el trabajo y fue cuando la vi. Noté que se quedaba sola y era la encargada de cerrar el establecimiento. Comencé a tomar conciencia del asunto. Primero me dediqué a averiguar los horarios de apertura y cierre. Fue fácil. De lunes a sábado trabajaban desde la una de la tarde hasta las siete de la noche. Los jueves, no obstante, cambiaba el horario y entonces trabajaban de cuatro a nueve de la noche. Era el día de horario especial para los trabajadores… ¿Usted sabe… verdad?
-Sí, pero continúe.
-A la hora de la salida, algunas veces la acompañaba una amiga que trabajaba en la misma tienda. Aunque el recorrido hasta su casa era similar todos los días, tenía ciertos cambios. Subía por la calle San Rafael y al llegar a Belascoaín, doblaba a la izquierda. Otras veces giraba a la derecha. Cuando hacía esto último, se dirigía a la agencia del banco que estaba allí cerca. Los días que no iba al banco, subía por Belascoaín y de allí a la parada del ómnibus de la ruta 20, en la esquina de las calles Zanja y Soledad. Fíjese hasta donde deseaba conocer sus pasos, que uno de esos días me monté en el ómnibus y llegué hasta un barrio cerca de Marianao, donde termina su recorrido esa ruta de guagua.
-¿Y entonces?
-¿Ya le dije que ciertos días salía con una amiga?... Está bien… Esos días que iba con la amiga, aprovechaba entonces para que la acompañara al banco. Aunque también fue varias veces sola. En una ocasión la seguí hasta dentro del banco, haciéndome el que debía pagar una cuenta. Vi como ella sacaba un sobre grueso, con dinero y depositaba la recaudación diaria de la tienda…
-¿Usted solo?
-¿Qué usted quiere decir, teniente?
-¿Qué si eso lo hizo usted solo? ¿Que si no tenía cómplices?
-Obviamente, todo eso lo hice solo. ¿Puedo continuar?
-Está bien. Continúe.
-Estas operaciones las realicé varias veces y llegué a la conclusión de que el jueves era un día en que ella salía hacia el banco, pero ese día la amiga no la acompañaba.
-Y eso, ¿cómo lo supo?
-¿Qué cosa?
-Lo de la amiga. ¿Cómo supo que el jueves la amiga no la acompañaba?
-¡Ah! Fácil. Un día las oí comentar que la amiga tenía unas clases de baile los jueves por la noche y por eso le era imposible acompañarla.
-Bien. ¿Y después?
-Estuve en eso como dos meses. Casi podía decir de memoria los pasos que ella daba, cuándo cambiaba de ropa, cuándo usaba zapatos de otro tipo. Hasta los días que cambiaba el maquillaje. En fin, era una rutina y yo la sabía paso por paso y acto por acto.
-Y ella, ¿nunca se dio cuenta de su persecución?
-A mi me parece que no. Al menos nunca dio muestras al respecto. ¿Continuo?
-Prosiga
-Llegado a este punto, no restaba nada más por esperar. Decidí que esta era la última semana de seguimiento. Es más, el jueves, o sea, hoy, sería el día. Salía de noche, iba sola y yo sabía todo lo necesario. Llegó el jueves. Me fui de mi trabajo temprano y estuve dando vueltas por allí desde las siete de la noche. A las nueve en punto la como cerraba la tienda y se ponía al hombro la carterita tipo comando. Inició su camino por la calle San Rafael. Debía decidirme y hacerlo antes de que llegara a Belascoaín, pues en esa parte siempre hay muchas personas. Me le fui acercando poco a poco.
Hace una pausa. Pide agua. La toma lentamente y luego deposita el vaso sobre la mesa. Recorre con la mirada todo el local y al fin continúa.
-Me le acerqué, le dije: “Oiga joven”. Sólo eso. Ella saltó hacia atrás y se aferró a su carterita. Dio un grito… Lo demás… bueno lo demás ustedes lo saben. Todavía no me explico de dónde salió ese carro patrullero y esos dos policías que, antes de poder pensarlo, ya me estaban poniendo las esposas.
El oficial que lo estaba interrogando sonríe y es él ahora quien toma un vaso y se sirve agua.
-Los policías no salieron del aire. De inicio le digo que ella sí se había dado cuenta y hacía varios días que mientras usted la seguía a ella, nosotros lo seguíamos a usted. No podíamos actuar, porque realmente usted, siguiéndola a ella a distancia, no había hecho nada malo. Sólo hoy, cuando se abalanzó hacia ella para robarle, fue que nosotros actuamos…
-¡¿Para robarle?!... ¡¿Qué robo?!... ¡¿Usted está loco?! –Rodobaldo casi salta del asiento.
-Ciudadano, compórtese. Le pregunté por el robo que planificó e intentó realizar en la persona encargada del dinero de la tienda.
-¡No, no, no, Teniente! Robo ninguno. Yo podré ser una gente más o menos del ambiente… ¿Usted sabe? Pero yo trabajo y también estudio. ¡¿Robo?! ¡Qué va! ¡Yo no estoy pa´eso! Es más, usted no me lo creerá, teniente, pero ¿qué le voy a hacer? Yo soy un tipo corto… vaya… ¿cómo decir?... pa´ que no piense mal. Yo no soy fácil de palabra y necesité todo ese tiempo para coger valor. Lo que pasó fue que desde el primer día que la conocí, esa mulatica me volvió loco y me enamoré de ella y no sabía como llegarle. |