EL SECRETO DE ROSINA
Desde su regreso, Rosina ya casi no sale de casa. Envuelta en el chal negro de su madre, se atreve a cruzar el umbral de la puerta al anochecer, cuando está segura que no la verá nadie. Llega hasta la playa desierta, se sienta sobre la vieja barcaza encallada y permanece sentada allí, inmóvil, la mirada clavada en el horizonte.
El regreso de Rosina, a Agromare, a apenas dos meses de su boda, dio lugar a un enjambre de conjeturas en la pequeña aldea de pescadores. La madre, que sabía la verdad, evitaba los encuentros con la gente del pueblo, manteniendo sólo los contactos imprescindibles.
Las preguntas estaban en todas las caras, en todos los ojos; cada mirada era un interrogante, todos los rostros eran parte de una fuerte inspección hecha de ingenuidad y de malas sospechas. Aunque la gente de la aldea era bastante tosca y simple, no por ello dejaba de ser inteligentemente observadora.
Una vecina de edad indescifrable, llamada Francesca, conocía a Rosina desde la más tierna infancia. Supo de ella cuando tomó su primera comunión, y fue parte activa en la confección de su vestido de gasa y pedrería blanca, así como en la elección del rosario de tapas de nácar con la cruz de oro tallada, que fue el comentario del pueblo por mucho tiempo; además participó en la compra de la capelina blanca y de los zapatitos de medio taco, color marfil, que el zapatero Giussepe De Bonis hizo traer desde la ciudad de Follonica, distante unos ochenta kilómetros de Agromare. Sin embargo, para el casamiento de Rosina, Francesca ni siquiera fue invitada a la ceremonia nupcial. Nunca supo Fracesca por qué ocurrió ese repentino distanciamiento. Lo cierto es que, con aquel novio venido de la Roma, bajo ese sombrero de gran señor y todo ese atuendo de artista panza llena que lo cubría, la familia de Rosina le sacó el cuerpo a la vida social de Agromare. Ahora, hasta teléfono se habían puesto, y con un número propio, para hablar con gente más bien de quién sabe dónde. En estos pensamientos cavilaba Francesca al ver a la delgada Rosina pasar a su lado como si no la viera. Se mandó a seguirla, pues, aunque era vieja, era fuerte y decidida cuando la ocasión lo exigía.
Rosina iba caminando hacia la playa por el veredón de piedra y conchilla, caminaba pegada a la pared del caserío, como queriendo mimetizarse con las sombras que ya empezaban a esconder la aldea bajo su manto crepuscular.
Rosina, cubierta hasta los ojos con un pañolón oscuro de lana, tejido por su madre, caminaba sin prestar atención a ese cuerpo medio encorvado, pero flexible y ágil, que la seguía. Si bien era otoño, el frío aún no se sentía; pero a la orilla del mar, la temperatura era otra cosa.
Algunos patrones se alistaban para salir en la madrugada; este era el tiempo de la corvina negra, debían aprovechar bien cada hora de cada día, ya que la corvina se vendía antes de sacarla del mar.
El grito de algunas gaviotas se unió al viento marino para ponerle color a la música incesante de las olas en la playa. Rosina se dirigió, como cada atardecer, a la barcarola encallada cerca del ruinoso muelle antiguo, donde los jóvenes saben ir en verano para hacer sus travesuras y jugar con las toninas. Hasta allí la siguió Francesca. Cuando la vio subir a la nave se detuvo y esperó unos minutos. Pensó que podría tener una cita con alguien. Pero no. Allí, sola como una parte más del mástil que se recortaba contra el horizonte, Rosina, sentada en lo que quedaba de la caseta del timón, afirmó el rostro contra el viento salobre que el mar parecía traer hasta ella, vaya a saber uno de dónde.
Cuando Fracesca se acercó, oyó que Rosina estaba hablando o rezando en voz alta. Si algo tenía Francesca en inmejorables condiciones, era su oído. Tal vez por la costumbre de ejercitarlo en escuchar el cuchicheo de las comadres en la iglesia o las pláticas de las vecinas en el mercado; también por prestarle atención vigilante a las conversaciones de sus incorregibles sobrinos nietos. Lo cierto es que podía oír hasta el suspiro de un gato en el mercado, si se lo proponía. Se acercó a escasos tres metros de donde la joven estaba. El sotavento favorecía la escucha de Francesca, y no le hacía perder ni una sola de las palabras que hablaba Rosina. Hablaba gimiendo y quejándose, como si desde un doloroso y profundo abismo emergiese lo que decía. La voz de Rosina siempre fue dulce y aterciopelada, con esa calidez que sólo sabe dar la gracia de quien lleva templado y seguro su corazón. Sin embargo, ahora se la escuchaba enronquecida por la pena. La Francesca se apoyó contra el maderamen expuesto de la nave lleno de cascote húmedo, y oyó lo que nunca hubiese creído poder oír de una joven tan bella, honesta y religiosa como Rosina.
Esto es lo que Rosina decía, como si la persona con quien hablaba estuviese frente a ella: “Maldito. ¿Por qué me elegiste a mí? Si tu lugar en la comunidad era tan importante, si tu posición social era tan distinguida; dime la razón por la cuál tú me elegiste a mí como esposa, en lugar de quedarte soltero para vivir la vida que tus inclinaciones querían y deseaban. ¿Por qué debo sufrir esta vergüenza atroz? ¿Por qué debo esconderme de todo el mundo, como una mala mujer; y amargar los últimos días de vida de mis padres? Cómo me engañaste, sucio y maloliente bastardo. Me has herido en lo más sagrado y puro que tengo, así tendrás también tu justo pago. No era verdad que respetabas mi virginidad. No era cierto que tenías una fuerte indisposición urológica que te impedía tener relaciones conmigo. Nunca fueron verdaderos tus besos y caricias durante el noviazgo. Siempre has sido un pervertido y farsante; un hipócrita mal nacido. Ah, pero quiso Dios, que te encontrara en mi propia casa, sobre nuestra propia cama con ese que decías era tu mejor amigo. No puedo soportar seguir viendo lo que vi. ¡No es posible! ¡Oh, Dios mío! Ayúdame Señor a entender y a dejar atrás este oprobio. No puedo soportarlo más. Limpia mi vida y mi corazón de toda esta ignominia que lacera mi alma. Arranca de raíz esta amargura que avejenta mis días. Devuélveme el recreo de poder soñar y de ver a mis padres sintiéndose orgullosos de tenerme con ellos. Libérame Señor del cruel huronear en mis carnes la curiosidad maliciosa de la gente que me rodea. Quítame esta vergüenza, que aunque sé que no es mía, porque fui engañada, la llevo como propia. Y sé que aunque nadie crea que sigo siendo tan virgen como el día que nací, pero tú, mi Dios, lo sabes.
Gracias Señor por permitirme este descanso a solas contigo cada atardecer. Sólo en tu presencia me siento segura y aceptada. Sólo contigo puedo estar en paz con mi corazón. Gracias Señor. Amén.”
La Francesca, al oír el amén. Hizo lo que sabía hacer cada domingo en la iglesia; se despegó del barquichuelo con rapidez felina y, también con ágil y silenciosa elasticidad felina, se diluyó en las sombras de la playa, hasta llegar al caserío.
Ahora sí sabrían en la aldea que la Rosina era tan inocente, santa y virgen como el día de su boda.
Así siguió cavilando en su corazón, hasta llegar a su casa, la vieja Francesca de Agromare.
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