Era de noche, caminó un largo rato, inundado en lagrimas. ¿Quien dice que el hombre no llora? Se acostó bajo un árbol viendo los pequeños destellos del cielo, que cubrían la mayor parte del manto negro azulado, la hermosa luna era la única presente, la única que veía su dolor. O al menos, eso era lo que él creía en ese momento. Una joven caucásica, de cabellos negros –que bellamente se mezclaba con el cielo –, unos ojos avellana (o eso parecían) y con una perfecta sonrisa a medias se acercó, se sentó a su lado y le preguntó al joven abatido:
–¿Por qué lloras?
–Muchos dicen que no debe haber razones para sonreír, yo digo, que tampoco las hay para llorar. –le contestó sin importancia alguna, mientras algunas lagrimas comenzaban de sus ojos, seguían el camino de sus mejillas y desaparecían por el césped.
–¿Hiciste una locura por amor? –preguntó muy segura de que la repuesta iba a ser "si".
–Creo que haberme enamorado, ya fue una locura. –contestó.