Uno debe sofrenar a cada paso sus instintos criminales. Existe gente a la que posiblemente le retorcería el pescuezo sin asco, a otros, los acribillaría hasta que no quedara un mísero jirón de su humanidad. A cada paso y a cada instante. A menudo, siento un terrible remordimiento por tanto ajusticiamiento, me apeno al comprender que la precariedad del hombre es mucha y sólo se disimula malamente en tanto infructuoso gesto de grandeza. Convengamos, no soy asesino frecuente, ni hago muescas en mis armas por cada una de mis víctimas. El odio me acomete ante la injusticia, lo impracticable que parece ser la convivencia humana al trasluz de tanto infame que se encarga de desmentirla.
Y mato y me sacio de sangre y me relamo cuando un imbécil viola mi metro cuadrado, (que ojalá fueran varios kilómetros cuadrados), para escribir lo que nunca me atreví a escribir y para cantar hasta desgañitarme la garganta.
He matado a tanta gente y me he refocilado con la visión de sus entrañas colgantes, empero, nunca puedo evitar un escalofrío al ver pasar a cada una de mis víctimas, ufanas y campantes delante de mí…
Ya. Mientras contaba hasta diez, discurrí esta especie de terapia. Que nadie tema, en realidad, no soy capaz de acriminarme ni con una mosca…