Para una desconocida Eva (Por: Víctor Angel Fernández)
Amanecí con una mezcla rara de sentimientos. A las 11 de la noche cumpliría 30 años. Entraba en los “ta” y eso me llamaba la atención, más por la tradición que por otra cosa, pues visto de forma materialista, no era más que un día detrás de otro. La mayor preocupación fue que Adán, mi esposo, se había ido para el trabajo sin acordarse de la felicitación. En algún lugar de mi mente dejé un espacio para la sorpresa que podía haberme preparado. Me vestí, fui al trabajo y ya al mediodía estaba en la casa, pues había decidido tomar la tarde por vacaciones.
Pasé por la peluquería, me arreglé las manos y comencé a dejarlo todo listo para esperar a Adán y sus regalos. Quería que esa noche fuera algo especial.
Preparé la ropa que me pondría esa noche, un vestido de hilo bien blanco, tipo camisero, lo suficientemente tupido para no llevar nada debajo. Era algo especial para ese día. Lo puse a los pies de la cama y me recosté a hacer un recuento de estos años de mi vida.
¿Mi vida? Fue buena. No podía decir otra cosa. Siempre en función de otros y muy pocas veces en función mía. Mis padres enseñaron a mis hermanos, gemelos entre ellos y a mi, que no importaba cuál fuera la situación externa, debíamos prepararnos para la vida, que eso siempre tendría su fruto. Ellos se graduaron de Derecho y Física. Yo de Arquitectura. Ellos decidieron montarse en una balsa aquel verano de 1994. Yo decidí permanecer en Cuba.
Conocí a Adán el primer día de estudios en la CUJAE. Casualmente los dos llegamos en el mismo ómnibus. Estábamos en el mismo grupo y tres meses después le entregaba mi virginidad, aquí en Guanabo, en esta casa, que fuera de una vieja tía suya, en este cuarto y en esta cama, que desde niño había sido la de él.
Mi padre falleció un par de años después de la salida de mis hermanos, los cuales regularmente enviaban su ayuda monetaria para nuestra madre y para mi. Con ello lográbamos mantener en condiciones el polaquito heredado del viejo y, sumado a algo que recibía Adán de su familia, también en Estados Unidos, nos permitía una vida holgada dentro de las limitaciones del país.
Dieron casi las cinco de la tarde cuando sonó el teléfono. Lo levanté y escuché la voz de Adán, destruyendo todos mis sueños al comunicarme que Luis Alberto, lo acababa de invitar para un palco en el Estadio Latinoamericano, pues esa noche, con tres ganados y cero perdidos, Industriales debía coronarse campeón y eso, visto desde un palco, cerquita del terreno, no era posible perdérselo “por nada en el mundo”.
Sólo me quedé perpleja. No sabía qué hacer. Me levanté, abrí la puerta de la terraza y así, desnuda, estuve un largo rato llorando mi ira.
Tenía que hacer algo. Regresé a la habitación y llamé a Amanda, la esposa de Luis Alberto, que también debería estar embarcada con lo de ambos esposos yéndose a ver la pelota. Me dijo que ya se había enterado de los planes masculinos y que estaba cerrando la oficina, en una dependencia de turismo en Boca Ciega y que me invitaba a comer pizza si yo no tenía otro plan.
Pasé a recogerla en el polaquito y fuimos a un restaurante de comida italiana, muy cerca de allí y que, sobre todo, estaría vacío, pues todavía no había empezado la temporada de playa.
Comimos en silencio y ya para el final, mientras esperábamos la cuenta, le dije lo de mi cumpleaños. Se puso muy contenta y me invitó a celebrarlo tomándonos un trago en el bar anexo que tenía el restaurante. Dos horas después, varios tragos después y el cuento de mi vida después, era incapaz de mantenerme en pie, por lo que Amanda me ayudó a llegar al auto, donde decidió manejar ella hasta la casa.
Parqueó en el car-porsch lateral. Buscó en mi cartera las llaves de la casa y con mi brazo sobre su hombro y el de ella pasado por mi cintura, casi me arrastró hacia el baño.
Así mismo como estaba vestida, sólo quitándome los zapatos, me paró frente a la ducha y me dejó caer de frente los chorros fríos de agua, que poco a poco me fueron regresando a una media realidad, aunque todavía incapaz de pensar por mi misma.
Luego de un tiempo bajo el agua, cerró las llaves, me ayudó a salir de la bañadera. Tomó un gran toallón azul, incrustado en blanco con la I de los Industriales y la figura de la Giraldilla. Me quitó el vestido y comenzó a secarme. Soy incapaz de contar la solución de continuidad. En un momento dejé de sentir la felpa de la toalla sobre mi cuerpo, sustituida por sus hábiles dedos que delicadamente, como una seda fina, bajaban por mi espalda, recorrían la curva de la cintura y se detenían sobre mis nalgas.
Sentí su boca sobre mis ojos en dos besos muy suaves. Sus labios solo rozaron mis pezones, ya duros como si fueran de acero y un corrientazo de alta tensión recorrió cada célula de mi cuerpo. Su boca bajó por el espacio entre mis pechos, llegó al abdomen y se detuvo un momento sobre el ombligo. Por último sentí su lengua introduciéndose en mi sexo, mientras las uñas de sus dedos se clavaban en mis nalgas.
Después estábamos en la cama. Ella sobre mi. Yo sobre ella. No sé, en todas la variantes posibles.
Mientras las campanadas del reloj de la sala contaban sus once golpes, Amanda interrumpió su largo beso para susurrarme en los oídos un felicidades que nunca he olvidado.
Salí a ser presa. Encontré cazador
Hoy doblo otra curva, ahora la del inicio de los cuarenta. Espero a Amanda. Ha pasado una década. Nunca un hombre ha vuelto a tocarme.
…Eva sale a cazar en celo,
Eva sale a buscar semilla,
Eva sale y remonta vuelo,
Eva deja de ser costilla…
Para leer a las once
Víctor Angel Fernández
Mi muy querida Eva.
Mientras suenan las once campanadas del reloj de la sala, se está marcando tu conversión en otra señora de las cuatro décadas, esa canción que tanto mal le ha hecho a tus pensamientos en los últimos meses.
Luego del tiempo que hemos pasado unidas, me parece estar viéndote sentada en el sillón del balcón, debajo de la lámpara de pared que compramos juntas, dispuesta a leer, cumpliendo todas las instrucciones que venían en el sobre que recibiste hoy domingo por la mañana, hace exactamente doce horas.
Hago esta afirmación porque la persona que debía entregar la carta es de mi máxima confianza.
También puedo imaginar de las lágrimas que salen de tus ojos.
Pensando en el regalo que deseaba hacerte, decidí que lo mejor era recordar tres momentos de nuestras vidas en común. O dos, pues la primera vez, siempre será el de no olvidar. Han existido muchos, pero siempre recordaremos aquella puesta de sol cubriendo toda la entrada de la Bahía de La Habana y que me propusiste disfrutar desde los arrecifes que están casi al nivel del mar, a un costado del Morro. Si bien estos dos fueron de satisfacción, el tercero fue el más terrible de mi vida, mientras rezaba por tu recuperación luego del accidente automovilístico, cuando ya los médicos me habían informado que sólo un milagro te podía hacer regresar. Y me dolió mucho… y nunca te lo dije… y por suerte… los milagros existen.
Muchas veces pediste que te contara cómo habían sido mis relaciones anteriores y en qué momento decidí mi cambio en la vida. Siempre evité la respuesta. Cambié la conversación. Recuerdo tu disgusto y los reproches diciéndome que no quería confiar en ti.
No hubo vez anterior, Eva. Tú fuiste la primera y la única.
Lo sucedido aquel día de tu trigésimo cumpleaños lo dejo para que lo expliquen los sicólogos. Pudo haber sido venganza por lo que hicieran nuestros maridos. O aventura ante lo desconocido. Amor. O deseo. O, simplemente, una mezcla de todo, pero yo misma, no me he podido explicar lo que sentí al tenerte entre mis brazos. Aunque, si lo pienso con detenimiento, nunca me ha interesado encontrar una explicación real.
Como verás, no es eso lo peor que te he ocultado de mi vida.
Hoy hace tres meses que no nos vemos. Mientras lees esta carta yo estaré sentada en el portal de la casa de mi familia en las afueras de Madrid. Hace tres días que llegué a España. Cuba ya es un capítulo pasado de mi vida. Nunca voy a regresar.
No puedo seguir escribiendo pues ya han llamado para la salida. Mi último recuerdo en La Habana fue para ti.
Perdóname, pero, por favor, no me juzgues.
Te querré siempre
Amanda
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