Cuando entré a trabajar en la librería, el primer día me presenté con una cortada en la ceja. Me pusieron a limpiar toda la librería. No hablé con nadie. Mi jefe me decía un montón de cosas. Tenía que acomodar los libros que llegaban, según su clasificación y orden alfabético, por autor o por título. Tenía que saberle mover al sistema, para ver si estaba el libro, o si estaba en otra librería de la misma compañía. Yo fui el peor empleado de la historia. Los clientes eran buenos. Me preguntaban por un libro o más, y yo no encontraba nunca nada. Los clientes los hallaban primero que yo. Pero a pesar de eso me daban la comisión de venta o de ayuda, aunque como duré menos de un mes no alcancé a cobrar comisiones. Los que eran del mismo rango que yo me admiraban por mi desenfado. Yo brincaba por toda la librería. Leía los libros e ignoraba a los clientes. Le faltaba el respeto a mis superiores. Pero obviamente eso me trajo muchos problemas. Pero fueron buenos tiempos sin duda. No perdí un segundo de mi vida, nunca dejé de ser yo. Los demás empleados dominaban su zona. Sabía perfectamente todo lo que debían de hacer. Yo no. Lo clientes sabían más que yo. Pero les hacía buena plática, acerca del arte barroco y las pinturas de Rembrant. El problema vino cuando me pusieron a vender boletos. Empecé a perder grandes cantidades de dinero. Y me lo deducían de mi sueldo. Así que renuncié. Pienso que cualquier empleo es humillante. ¿Qué son esas cosas de moverle a la computadora, manejar dinero y tener que estar ahí tanto tiempo? Además yo siempre me sentía mal, porque tenía que estar parado. No me dejaban sentarme por ningún motivo. Era estúpido. Como toda organización.