Hace dos años desapareciste de mi vida. Te busqué en todas partes. No hubo puertas que no tocara, no hubo sitio que no visitara. No quedó nadie a quien no interrogara.

Siempre mantuve la esperanza de que un día vinieras a mi puerta y, como siempre, me dieras una sorpresa diciéndome con la alegría que te caracterizaba:
-¡Amiga, he vuelto!
-¿Me creíste muerto, verdad? ¡Pues no! Aquí me tienes vivito, como las esperanzas que siempre albergaron nuestros caminos. Como las esperanzas que nos dábamos mutuamente cuando el ánimo decaía.

Nunca me resigné a tu desaparición. Todos los días te escribía una carta porque sabía que te las entregaría. También estaba segura de que cuando aparecieras, habrías escrito una carta especial para mí contándome todas tus locuras.

Hoy, por fin llegaste. Traías en tu mochila la misiva que siempre esperé. Sólo que no me la pudiste dar personalmente, sino que fue tu hermano quien me la entregó cuando fui a tu funeral porque tu cuerpo inerte fue encontrado en una montaña solitaria.

Coloqué todas mis cartas en tu ataúd. Yo, aún, no me atrevo a leer la tuya.