La Cueva del Diablo
“Mandinga abrime la puerta, le dije cuando llegué. No le tengo miedo a nada cansado de padecer. Entrá nomás gaucho pobre, que nada te ha de pesar, viniendo a mi Salamanca ya nada te ha de faltar”, dice la chacarera. El diablo es centro de noche, por oposición a Dios, que es centro de luz. Uno arde en un mundo subterráneo y el otro brilla en el cielo. Pero en Salta, el “príncipe de la mentira” vive en la salamanca.
La salamanca es el refugio del diablo. Pocas veces deja su madriguera. Se sabe del primero de agosto y en carnaval, donde gusta lucirse en todas las artes del campo. Es diferente al colorido mandinga jujeño que gusta pasearse entre los mortales, con su cola y sus espejos multicolores. El diablo salamanequero de Salta es el “mejor de todos los gauchos”.
Cuentan que tiene un caballo bien puesto, sin imperfecciones, chispeante en las piedras y nervioso. Algunos dicen que es negro como la noche y que el ruido de sus pasos es musical. El ensillado derrocha plata y buen gusto. Lleva caronas de tigre con punteras chapeadas y lonja pescuecera grañada de tres vueltas, hecha con cuero de anta. Como buen gaucho mostrar sus prendas y ensilla para el carnaval para hacer crecer la envidia y el deseo.
El Mandinga salteño es arisco, no se anda mostrando. Se lo ve en la Salamanca y sólo la abandona unos días, en tiempos de carnaval donde revive despertado por las coplas picarescas y el trance de la chicha. Ese es el momento para recolectar las almas de sus adoradores más despistados. Se aparece en las carpas y y en los grandes bailes, humanizado en forma de gaucho rico. Lleva una faja de seda negra cubierta de una rastra con monedas de plata. Viste traje oscuro con guarda de abejas y puñal “de filo y contra-filo”, con mango de plata terminado en una punta de asta de ciervo.
Va a la carpa a divertirse, para aprovechar su escaso tiempo humanizado, libre de sus pinchudas astas y filosa y hedionda cola. Conquista chinitas para su entretenimiento y hombres para comprarles el alma. En la vida sencilla del gaucho los tienta con ofertas de éxito y grandes habilidades. Gusta del alcohol, pero no del vino, “porque es sagrado”. Anda derecho, con buena postura y fuma. Luce poncho salteño.
Sólo se lo detecta por un defecto que siempre trata de ocultar, pero que en su vanidad por el baile termina descubriendo: sus piernas le terminan en una pata de cabra y a veces de gallo. La disimula por debajo de la mesa. Al ser un eximio bailarín, la música lo hace zapatear, pero espera que se levante un poco de polvo en el patio antes de lanzarse a la pista. Camuflado en la polvareda “baila con una china, después con otra, después con la más linda y cuando tiene la atención de todos por su elegancia y su gracia... desaparece”. Es el gran creador de la discordia y generalmente lo consigue por la codicia de los hombres, tentados con ilusiones de riqueza y grandeza.
Los dones que cambia por un alma siempre tienen una relación con lo lúdico y la vida sencilla del gaucho, porque tiene los mismos gustos y “porque es difícil tentar al que tiene”. El paisano vende su alma para ser dichoso en el amor; indescifrable jugador; pialador de lazo indestructible; bailarín o guitarrero; domador o imbatible cuchillero, “visteador de ley” que nadie le marca la cara. Pero la creencia dice que cuantos más beneficios se entregan en la vida terrena, más rápido se lleva el alma Mandinga.
Según los viejos, los contratos pueden ser de 5 a 20 años, según las pretensiones y la habilidad para negociar de cada hombre. La plata y el poder son de la partida. Son conocidos los casos de hombres que hicieron “20 mil cabezas de ganado sin más que tres vacas”. Aunque, según dicen, esa fortuna “nunca les dura a los hijos del endiablado”.
El contrato se rubrica en tinta china indeleble, para que no se borre al momento de cobrar el alma. Es de una sola copia y la guarda siempre el diablo para mostrarlo a la hora señalada. Al vencimiento del maligno contrato los gauchos desaparecen “como por arte del diablo”. Algunos intentan recular y recuerdan como fueron tentados en el fervor opificante de la chicha, que hace pasar los días como horas, cuando la voluntad está blandita. Pero a Mandinga nadie le pisa el poncho. Es un excelente peleador que da brincos y cabriolas imposibles de igualar, por eso dicen que”quién se le anima es finado”.
La guarida
Cuentan que los acordes que se escuchan son de música sublime y que nunca se borran de la memoria. Adentro el entrevero, la puerta del infierno en la tierra, que revienta en un jolgorio si se corrompe un alma.
Físicamente se describe a la Salamanca como una cueva o un socavón. También como un gran pozo cerca de un río o en una quebrada profunda. Ahí se refugia el diablo y las "almas endiabladas". La Salamanca vive su máximo esplendor durante el carnaval, aunque vibra en un festín diabólico cuando se transforma un alma al demonio.
Aparentemente, según testimonios, las salamancas van desapareciendo. "Son cosas de antes, ya no se acostumbra a escuchar". Otros dicen que se mudaron a lugares más recónditos, lejos de las poblaciones. En San Lorenzo, por mencionar sólo dos, se recuerdan las de la Loma Balcón y la de la Quebrada. En Campo Quijano, el coleccionista de leyendas Ramón Aguilar menciona la salamanca de Las Bandurrias y la de Tres Zanjones.
En Cerrillos, el historiador y cronista Luis Borelli revive en sus memorables fábulas, las aventuras de un zorro y un tigre en la salamanca de Villa los Tarcos. Muy cerca de la loma que quedara pelada luego de la pelea entre Mandinga y el sacristán "Indio Miguel". Según cuenta la leyenda, el indio-cura achuró a planazos con su cuchillo al diablo-gaucho, luego de mostrarle un crucifijo y por eso no crece el pasto en el lugar. También mencionan una salamanca cerca de donde se instalaba la Carpa La Barbarita, en épocas de antaño.
Pero a las salamancas no las detecta cualquiera. La entrada es aun más exclusiva que el casamiento de un príncipe inglés. "Tenés que andar buscando, tener el alma predispuesta al diablo", cuentan los viejos. Para los que no están dispuestos, la música no se manifiesta. "El que lo busca, lo halla". Es condición la valentía y algunos buscan al diablo para medir sus habilidades. Borelli describe que para entrar a la salamanca hay que "llevar ruda macho en la mano izquierda, una hoja de higuera en el ojal y perfume de flor de alfalfa". La contraseña es: "Furia, furia, furia".
Adentro el gran salón donde los animales están humanizados y suena la música de violines y bombos endiablados.
Aseguran que es "deslumbrante y terrorífico al mismo tiempo". Relatos sostienen que la salamanca está iluminada con "lámparas de aceite humano, grandes cortinados de telas y marmolería fastuosa. En el fondo está el trono de Mandinga, que elige animales pillos y pícaros como el zorro; el quirquincho; el sapo o el yaraví y hasta a un zorrino le pone voz de tenor. Al declarar el baile, Mandinga grita: "Es hora de licencia. Salamanca".
LA SALAMANCA - Zamba
Letra y Música: Arturo Dávalos
Con la diabla en las ancas Mandinga llegó,
azufrando la noche lunar.
Desmontó del caballo y el baile empezó,
con la cola marcando el compás.
Un rococo de la isla cantaba su amor
a una sapa vestida de azul.
Carboncillo bailaba, luciendo una flor,
que a los ciegos devuelve la luz.
Socavón, donde el alba muere al salir:
salamanca del cerro natal.
En las noches de luna se suele sentir
a Mandinga y a los diablos cantar.
Jineteando, una escoba cruzaba el añil
de los cielos: la bruja mayor;
la lechuza en el hombro y el gran tenedor
disparándole a la Cruz del Sur.
Un quirquincho barbudo tocaba el violín
y un zorrino, con voz de tenor,
desgarraba el silencio con un yaraví,
que Mandinga a cantar le enseñó.
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